Katherine Jacobsen, la coordinadora del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ por sus siglas en inglés) en Estados Unidos, Canadá y el Caribe, mostró este martes su preocupación por la deriva de la relación entre Donald Trump y los medios de comunicación: “La demanda de Trump contra el Wall Street Journal es alarmante. Entendemos que es la primera vez que un presidente en el cargo de los Estados Unidos demanda a una empresa mediática como represalia por su cobertura”.
Algo sabe Jacobsen de intromisiones del poder en la prensa y de cómo acaban esas cosas. Al fin y al cabo, fue enviada especial de Associated Press a Rusia durante los años de consolidación del putinismo y la persecución a los periodistas no afines. La defensa que hace de la Primera Enmienda, que establece el derecho a la libertad de expresión, deja en evidencia el libro de estilo del presidente estadounidense: amedrentar verbal, económica y judicialmente a todo el que se le oponga.
De momento, el Wall Street Journal se ha mantenido firme en la veracidad de la carta a Jeffrey Epstein que publicó la semana pasada. Tiene sus fuentes y puede demostrar que forma parte de su derecho a fiscalizar la acción del Gobierno. Hablamos de un periódico centenario que representa al sector financiero estadounidense, especialmente el afincado en la Costa Este. No es un medio especialmente progresista ni conservador, sino pragmático. Su propietario, al fin y al cabo, a través de Dow Jones&Company, una filial de News Corp. es el multimillonario australiano Rupert Murdoch, dueño también de la cadena FOX.
El futuro de la demanda en los tribunales no es muy halagüeño para Trump, pero el mensaje queda claro: cuando alguien te pide diez mil millones de dólares de compensación, es lógico pensar en todo lo malo que te espera si, por lo que sea, pierdes el caso. Hay que tener una fe irredenta en el derecho a la información para que eso no condicione tus siguientes informaciones. Aparte, por si la amenaza judicial fuera poco, la Casa Blanca ha decidido apartar al WSJ del grupo de periodistas que acompaña al presidente en sus viajes, citando explícitamente su cobertura del caso Epstein.
La lucha contra las “filtraciones”
La presión de Trump sobre los medios viene de antes incluso de ser elegido presidente por primera vez, pero en esta ocasión, con un movimiento dudosamente constitucionalista detrás y el poder que le otorga el control de las dos cámaras legislativas, parece dispuesto a todo. Con el apoyo del Departamento de Justicia y de la fiscal general Pam Bondi, lleva desde su llegada a la Casa Blanca amenazando con un proyecto de ley que obligue a los periodistas de investigación a revelar sus fuentes, lo que les impediría en la práctica ejercer su oficio y controlar al Gobierno.
Desde la dimisión de Richard Nixon, la prensa tiene el derecho a no informar a ninguna autoridad sobre quién está detrás de ciertas filtraciones. Trump, un hombre que lleva especialmente mal este tema y que ya luchó de 2016 a 2020 por controlarlo, parece dispuesto a cargarse de un plumazo cincuenta años de libertad de prensa. El proyecto de ley está bajo revisión, pero el presidente ya ha afirmado su voluntad de que, “en defensa de la seguridad del país”, se pueda obligar a los periodistas mediante citación judicial a responder todas las preguntas de la fiscalía.
Aún está en el recuerdo la decisión de apartar a la prestigiosa AP de las ruedas de prensa en el Despacho Oval por su empeño en no cambiar el nombre del Golfo de México por “Golfo de América”, tal y como había exigido el presidente. El asunto no es conseguir que los medios rectifiquen tal o cual información ya publicada, sino que se lo piensen dos veces a la hora de publicar la siguiente exclusiva o de llevarle la contraria al gobierno.
El caso Paramount-Colbert
A veces, sin embargo, se consiguen las dos cosas. El mejor ejemplo es el de Paramount y su filial, la CBS. A principios de julio, el conglomerado mediático aceptó pagar 16 millones de dólares a Trump por la emisión de una entrevista editada con Kamala Harris en el programa “60 Minutos”. Según el presidente republicano, la edición de la entrevista constituía una manipulación partidista que podía afectar al resultado electoral. Aunque Paramount se negó a disculparse, como le pedía Trump, y dejó claro que la demanda “no tenía fundamento”, aceptó pagar esa cantidad siempre que se destinara a la biblioteca presidencial y no al bolsillo del multimillonario.
¿Por qué se bajó los pantalones Paramount de esa manera? Obviamente, por una cuestión de poder. La compañía pretende fusionarse con Skydance Media y crear un imperio del entretenimiento audiovisual. Para ello, necesita la aprobación de la Comisión Federal de Comunicaciones… que no va a aprobar nada que le parezca mal al presidente. El acuerdo extrajudicial da vía libre a la fusión, supone en cierto modo el reconocimiento —a regañadientes— de un error… y de paso ha conseguido su efecto de alterar el futuro de la información sobre el Gobierno.
Y es que, al poco de conocerse la noticia, el cómico Stephen Colbert aprovechaba su monólogo inicial en el “Late Show” de la CBS para criticar el acuerdo y, por extensión, a Paramount, es decir, a sus jefes. La cadena no tardó ni cuarenta y ocho horas en anunciar que la próxima temporada será la última no ya solo del presentador, sino del programa que llevó a lo más alto David Letterman durante las décadas de los noventa y los dos mil.
Cuando lo empresarial se mezcla con lo político
La excusa oficial de Paramount es que el programa tiene bajas audiencias y provoca pérdidas a la compañía. Hablamos de un show con un presupuesto anual de cien millones de dólares, que tampoco es tanto si se tiene en cuenta que el acuerdo de la CBS con la NFL para retransmitir la liga de fútbol americano está valorado en 2.100 millones al año durante once años. En total, los ingresos del grupo Paramount se cifraron en 29.000 millones de dólares solo el año pasado.
En otras palabras, como apunta el analista Nate Silver en su perfil de Substack, la decisión puede tener un componente económico y empresarial, por supuesto —el propio Colbert gana entre quince y veinte millones de dólares al año—, pero probablemente no se habría tomado si Kamala Harris hubiera ganado las elecciones el pasado mes de noviembre. Hay una voluntad de agradar a Trump quitándose de en medio a uno de sus críticos nocturnos que es compatible con el hecho de que las críticas nocturnas a Trump estén empezando a ser un mal negocio televisivo.
Otros, como Jeff Bezos, con sus injerencias en la política editorial del Washington Post, han hecho algo parecido sin necesidad de una orden precisa. Bezos sabe que, con su decisión de no apoyar a Kamala Harris en la campaña electoral y permitir la marcha de sus columnistas más progresistas, alivia la presión sobre el presidente… y eso le hará más fácil llegar a acuerdos en otros campos que nada tienen que ver con el periodismo, como, por ejemplo, la legislación sobre la Inteligencia Artificial, campo en el que Bezos está volcado y en competencia con varias otras empresas.
Por supuesto, esto no sucede solo en Estados Unidos ni es un comportamiento exclusivo de Trump. Todos los gobiernos buscan maneras de influir en los medios y todos los medios saben lo que les espera si se atreven a llevarles la contraria. Ejemplos se han visto en todos los países, incluso los más democráticos. Otra cosa es llevar la amenaza al terreno judicial, intentar sortear la constitución o sabotear abiertamente el derecho a la información. Se empieza llamando “fake news” o “máquina de fango” a una serie de medios y se les acaba persiguiendo por sus opiniones. Peligroso, como poco.
