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Las claves

Al amanecer del viernes, la tranquilidad en la región de Agwara (Nigeria) fue brutalmente interrumpida cuando un comando de hombres armados atacó la escuela católica St. Mary's.

En cuestión de minutos, al menos 315 personas (303 estudiantes y 12 profesores) fueron trasladadas a la fuerza, en el mayor secuestro masivo contra escolares perpetrado en el país desde marzo de 2024.​

Se trata del último de una serie de ataques contra escolares acaecidos esta semana que ha obligado al Gobierno a cerrar 47 colegios.

Según la Asociación Cristiana de Nigeria (CAN), el número tan elevado de víctimas recuerda a la tristemente célebre masacre de Chibok.

El reverendo Bulus Dauwa Yohanna, presidente de la CAN en Nigeria, asegura que algunos alumnos lograron escapar en el caos posterior.

La policía confirmó el ataque, aunque se abstuvo de ofrecer datos concluyentes sobre el número exacto de secuestrados, e informaron que los organismos de seguridad se encontraban en el lugar del ataque del viernes contra la escuela católica, rastreando los bosques cercanos para intentar rescatar a los secuestrados.

Las autoridades locales afirmaron que la escuela St. Mary's había ignorado las advertencias de cierre formuladas por Inteligencia ante la probabilidad de nuevos ataques, exponiendo a estudiantes y personal a una tragedia evitable.

La situación de Nigeria

El contexto no puede ser más inquietante: el pasado lunes, 17 de noviembre, 25 alumnas fueron secuestradas en el estado vecino de Kebbi y, días después, un asalto a una iglesia en Kwara terminó con decenas de feligreses cautivos y, al menos, dos muertos.

El presidente nigeriano, Bola Tinubu, ante la ola de ataques, canceló inminentemente su agenda internacional para responder a esta nueva crisis de seguridad que golpea a la nación.​

Mientras tanto, familias enteras esperan noticias, en vilo, ante la creciente lista de víctimas y la exigencia de rescate por parte de los captores, que asciende a unos 69.000 dólares por cada rehén.​

Como telón de fondo —y agravando la tensión diplomática—, las declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump advierten de una intervención militar "rápida" si Nigeria no pone fin a la persecución contra los cristianos.

Una postura que el Gobierno nigeriano califica de tergiversada y que coloca el foco internacional sobre una nación atrapada entre la presión extranjera, la amenaza yihadista y la ola de delincuencia armada.​

Nigeria, sacudida por décadas de violencia sectaria y terrorismo, revive así la pesadilla de los secuestros masivos, con escuelas cerradas y comunidades enteras sumidas en el miedo y la incertidumbre.

Puntos calientes

Gran parte del norte de Nigeria, que incluye más de 20 de los 36 estados del país, enfrenta una crisis de seguridad que trastoca cada aspecto de la vida diaria, desde los desplazamientos hasta la producción agrícola.

En el noroeste, bandas armadas carentes de motivaciones religiosas o políticas reconocibles se han dedicado a secuestrar para exigir rescates y se ocultan en los extensos bosques, aprovechando regiones remotas y sin presencia real de Gobierno, donde muchos ataques ni siquiera se registran oficialmente.

​La situación se agrava en el noreste, donde la insurgencia de grupos islamistas radicales como Boko Haram y el Estado Islámico en la Provincia de África Occidental (ISWAP) ha provocado la mayor emergencia humanitaria del país: más de dos millones de personas han sido desplazadas y decenas de miles han perdido la vida en los últimos quince años.

La violencia ha escalado hasta el punto de que ISWAP ha capturado y ejecutado a altos mandos militares, como ocurrió con un general el pasado 14 de noviembre.

En el centro de Nigeria —una región clave para la agricultura y donde conviven comunidades musulmanas del norte y cristianas del sur—, la convivencia cotidiana se ve marcada por enfrentamientos sangrientos originados en razones religiosas, étnicas y por la disputa de recursos naturales como la tierra y el agua.

Nigeria, así, se enfrenta a una multiplicidad de desafíos: el avance de bandas que viven del secuestro, la persistencia de la militancia yihadista y los enfrentamientos intercomunitarios, todos ellos socavando la estabilidad, el tejido social y el futuro económico del país.