Señor presidente:

Creo que soy una de las personas vivas que más ha investigado sobre el secuestro y luego la decapitación, en febrero de 2002, de su compatriota el periodista del Wall Street Journal Daniel Pearl.

En aquella época, hice toda una serie de estancias en Pakistán entre Islamabad y Karachi, Lahore y Peshawar, y escribí un libro que se publicó traducido al inglés en Estados Unidos; también en otros países: ¿Quién mató a Daniel Pearl?

El periodista Daniel Pearl.

Cuatro años antes de que confesara ante el tribunal especial de Guantánamo, yo ya les di el nombre de la persona que empuñó el cuchillo: Jalid Sheij Mohammed, número tres de Al Qaeda y probable cerebro de los atentados del 11 de septiembre.

Sin embargo, a lo que sobre todo me dediqué fue a reconstruir al detalle el terrible plan que hizo posible que Pearl se dirigiese engañado al Hotel Akbar de Rawalpindi. Se confió por una serie de correos electrónicos en los que se le prometía una reunión con Pir Mubarak Shah Gilani, líder de la organización Jamaat ul-Fuqra y uno de los que inspiraron, en su momento, la creación de Al Qaeda. Después, fue conducido al corazón del barrio de Gulzar e-Hijri, en Karachi, hasta la casa aislada donde lo esperaban Fazal Karim, Naeem Bukhari y el resto de la panda; aquel fue el escenario de su suplicio.

Finalmente, llegué a la conclusión de que era incontestable que el cerebro de la operación, el hombre que la deseó y la pensó con un encarnizamiento prácticamente diabólico, quien hizo de enlace entre las diversas facciones yihadistas que cooperaron para llevar a cabo la misión, fue el pakistano-británico Omar Sheikh, que enseguida fue detenido, condenado y quien, desde entonces, está preso.

Añado que, en mi libro, aportaba pruebas de que Omar Sheikh no era un criminal al uso, sino un miembro influyente de la constelación de organizaciones terroristas que orbitaban en torno a Al Qaeda y que, formado en la prestigiosa London School of Economics, fue el consejero financiero de Bin Laden, que lo consideraba su «hijo predilecto».

"Llegué a la conclusión de que era incontestable que el cerebro de la operación fue el pakistano-británico Omar Sheikh, que actualmente está encarcelado"

Finalmente, aprovecho también para precisar que en esta historia, aunque haya momentos en los que es atroz y otros en los que es facciosa, el interesado tuvo a bien hacerle un terrible y paradójico homenaje a mi trabajo respondiendo esto en una entrevista que concedió desde la cárcel en abril de 2005 a Masoud Ansari para la revista pakistaní Newsline: “Puede encontrar detalles de mi pasado leyendo ¿Quién mató a Daniel Pearl?, un repaso a toda mi vida; las referencias a mi persona, por lo general, son negativas, pero el autor ha investigado muchísimo”. 

Todo este rodeo para decirle, señor presidente, que el jueves pasado, el 28 de enero, el Tribunal Supremo de Pakistán anunció que a este criminal “no se le podía imputar ningún delito” y que había de ser puesto “inmediatamente en libertad”, tanto él como sus cómplices. Es un ultraje a la memoria de Pearl; un escupitajo en la cara de los suyos y, sobre todo, de Adam, su hijo, que nació unos meses tras su muerte. Una amenaza más que, como una espada de Damocles, pende sobre los periodistas que se preocupan de hacer su trabajo en los lugares más complicados del mundo. Además, es un disparate judicial, un insulto a la verdad, a la confesión del propio Omar Sheikh y, en resumen, al sentido común; una provocación contra su país y, en este inicio de su mandato, contra usted mismo

El régimen pakistaní ya nos tiene acostumbrados a actuar de esta manera.

Gangrenado por unos servicios secretos llenos de infiltrados de los grupos terroristas, interpretando su papel de gran “aliado estratégico”, es un país que destaca en el arte del doble juego y que siempre responde: “Estamos obligados a soltar lastre para avanzar en una dirección que se ha ganado a las tesis del islam político y cubierto de blanco; dejadnos conservarlos no sea que acaben provocando una desgracia mayor”.

Ese es probablemente, según la información de la que dispongo, el mensaje que transmitió el régimen allá por abril del año pasado, cuando, bajo el mandato de la administración anterior a la suya, el Tribunal Superior de la provincia del Sind anunció que conmutaba por siete años de prisión, ya cumplidos por los 18 años de prisión preventiva, la pena de Omar y de sus cómplices sin que el secretario de Estado, Mike Pompeo, ni el fiscal general de Estados Unidos Jeffrey Rosen, ni, huelga decir, el presidente Trump consiguieran articular nada más que un mensaje en que expresaban su “profunda preocupación”.

Estoy bastante familiarizado con los métodos de ese Estado maleante para saber que, si consiente debatir, transigir, anular un fallo judicial o entregar a algún responsable de Al Qaeda o del Daesh que se pasea tranquilamente por un barrio residencial de Rawalpindi o por un pueblo de las zonas tribales fronterizas de Afganistán, es para cerrar un trato que le permita obtener, como por arte de magia, una entrega de F-16, un acuerdo comercial bilateral o un préstamo…

La cuestión, señor presidente, es saber si se aceptará de nuevo este terrible chantaje o si optará, como ha anunciado el secretario de Estado Antony Blinken, por pelear, cueste lo que cueste, para que los asesinos sean juzgados en la patria de Pearl.

Argüirán, de eso estoy seguro, que no hay tratado de extradición en condiciones y que esté vigente entre Estados Unidos y el País de los Puros.

"La cuestión, señor presidente, es saber si se aceptará de nuevo este terrible chantaje o si optará, como ha anunciado el secretario de Estado Antony Blinken, por pelear, cueste lo que cueste, para que los asesinos sean juzgados en la patria de Pearl"

También esgrimirán la baza, del mismo modo que han hecho con todos sus predecesores, que en algún momento necesitará mucho a su “gran aliado estratégico”, como cuando llegue el momento de que avancen las negociaciones de paz de Doha con los talibanes, o cuando toque aprovisionar a sus últimas fuerzas especiales todavía destinadas en Afganistán, o para impedir el catastrófico escenario que supondría el inicio de proliferación del material nuclear que posee en grandes cantidades

Pero la verdad es que Pakistán es un país arruinado que necesita tanto a su aliado como su aliado a Pakistán.

También está sobre la mesa la cuestión de que las democracias no pueden recular eternamente por el miedo a que, si plantan cara, vendrán tormentas peores.

En todo caso, estoy convencido de que en este asunto se juega el destino de lo que probablemente es más valioso de Estados Unidos: sus valores y el respeto que estos inspiran.

Una administración a menudo cínica, sin escrúpulos ni principios y que sospechábamos que vivía teniéndose en bajísima estima, nos ha hecho creer, en estos últimos cuatro años, que se podía pisotear de manera impune el credo estadounidense y a sus representantes más valerosos.

Señor presidente, le pido que exija y consiga la extradición de Omar Sheikh.

Esa será la única manera de que los aliados de Estados Unidos, los de verdad, aquellos con los que comparte el mismo amor por la libertad, vuelvan a tener fe en su vocación.