Mogadiscio

Primero, el azul del mar. El blanco nuclear de las casas de los pescadores. Un aire, visto desde la ventanilla del avión, de languidez italiana. ¿Acaso no significa Mogadiscio, en somalí, el jardín donde uno para a tomar el té? Pero, al aterrizar, cambia el escenario. El aeropuerto es como una fortaleza, rodeado de sacos de hormigón Hesco metidos en un armazón metálico, sobre el que los yihadistas de Al Shabaab ayer mismo por la mañana estaban disparando morteros.

Oficiales de aduanas sospechosos que no te dicen nada sobre el coronavirus, pero te preguntan si vas armado. La ciudad está destruida casi por completo, con sus edificios en ruinas, un gran escombro de hormigón armado y vigas de acero. Y, en la azotea del antiguo hospital de Xooga donde nuestro contacto nos lleva enseguida, esto es lo que nos encontramos: arrodillado ante el vacío, entre los escombros, un tirador del Ejército del Gobierno al acecho de un francotirador rebelde denunciado esta mañana por el comité de vecinos.

“Pero si la gente de Al Shabaab ha abandonado la ciudad”, le digo al oído del sargento, que se había mantenido ligeramente al margen... "Primera noticia", responde, estallando a reír. “Mogadiscio es un coladero”. Hace el gesto de agitar un colador con sus manos. “Estos terroristas entran como les da la gana, incluso aquí, en el cementerio del hospital, esperan que el comience un entierro y...”. Veo en la calle, bajo la copa de un árbol de incienso, un grupito de mujeres con sus abayas multicolores, que ondean al viento. Más adelante, frente a una tumba, los hombres conversan.

Y luego, en la entrada de lo que podría ser un terrenito, pero que es como un campo yermo, un convoy de todoterrenos que indican el alto estatus del fallecido. El sargento nos lleva abruptamente al único rincón de la escalera que está resguardada por un trozo de techo. El Gobierno dispara. Y una camioneta, detrás de los terrenos del cementerio, arranca en medio de una nube de polvo rojizo. Cuando volvemos a bajar, las mujeres que estaban a la sombra del árbol no se han movido del sitio.

El problema cuando llegamos a Mogadiscio es dónde dormir. El Hotel Afrik: en ruinas después de un ataque con coche bomba. El SYL: a finales de diciembre sufrió su tercer ataque. El Sahafi International, que aparece en las guías de la época anterior a la llegada de Al Shabaab: fue escenario de una carnicería y dos franceses fueron capturados como rehenes. Le Central: fue la propia recepcionista la que activó su cinturón de explosivos. Y en cuanto al Wehliye y al Siyad, en la zona verde, cerca de Presidencia, tampoco auguran nada mucho mejor: dos bombas humanas atravesaron el portón y las chicanas, y se inmolaron.

Lo cierto es que los hoteles son blancos sistemáticos porque es allí donde, en esta Grozni africana, todo lo que tenga algún tipo de vinculación con un ministro, un oficial o un funcionario internacional es un blanco. Y la mejor solución es, de nuevo, este campamento, pegado al aeropuerto, más rústico, pero lejos de la zona de fuego.

Fotografías de Marc Roussel y Gilles Hertzog

Los oficiales ugandeses y burundeses de la misión de la Unión Africana (AMISOM), que vinieron a apoyar a un gobierno de transición atrincherado en su Zona Verde, están instalados allí, en contenedores acondicionados, refugiados por enormes barreras antitanques hechas de arena aglomerada. Algunos auxiliares diplomáticos y personal de servicios de inteligencia. Fuerzas especiales italianas. El puñado de Navy Seals que siguen allí desde 1997, año de la salida oficial de Estados Unidos y de la caída de sus “halcones negros”. Algunos perros de guerra mal identificados.

Y luego, los cien “mentores” de Bancroft, la agencia privada estadounidense, financiada por el Departamento de Estado, que entrena a los comandos de élite de la AMISOM y gestiona esta base, que parece salida de una novela de Graham Greene o de Gérard de Villiers.

Un chaleco antibalas y un blindado Casspir

Salimos al amanecer hacia el frente de esta extraña guerra donde esta ecléctica tripulación se encontrará con un ejército tan temible como imparable, ya que es como una sombra. El que dirige a estas fuerzas es un coronel ugandés del campamento de Dagabadan. Un pelotón de reconocimiento somalí se pone en cabeza. Un vehículo de protección de Burundi los sigue. Nosotros nos apelotonamos en un blindado Casspir de once toneladas, fabricado en Sudáfrica, sofocados de tanto calor.

Dos vehículos más cierran el convoy. Nos repetimos las últimas instrucciones en el interior del blindado: cuidado con las bombas caseras, los shabaabs las colocan antes de que los vehículos pasen y las controlan a distancia con disparadores de aviso de motocicletas; ojo con los falsos puestos de control, improvisados durante la noche, como anteayer, a dos kilómetros de la ciudad, cuando pasó el comandante adjunto del distrito de Kahda; por último, recordemos que lo peor es el regreso, podemos pensar que estamos a salvo, pero si sólo hay una carretera y los shabaabs han seguido nuestros pasos y se han colocado en posición… ¡Bum!

Nos dan un chaleco antibalas con plomo hasta la barbilla. Nos enseñan a hacer un torniquete en una herida. Y, para rematar, unos últimos datos sobre el ingenio de estos expertos en “burkubi”, la destrucción salvaje, que practican la mina “multipaso” que sólo explota a la segunda o a la tercera vez que se pasa por encima. A nuestra izquierda, a través de la ventanilla trasera del Casspir, asoma el paisaje: una laguna y marismas saladas.

A la derecha, dunas pegajosas y matorrales, donde el “médico” explica que nadie puede expulsar del mundo a los primeros terroristas que han sintetizado el doble modelo de Al Qaeda (“el Islam no tiene fronteras”) y del Daesh (anclado en una zona de influencia gestionada como un “califato”). De repente, en la torreta del blindado, el artillero ve un dron sobrevolando los arbustos. Los shabaabs, en principio, solo tienen drones espía. Pero nunca se sabe con esta gente. El soldado dispara. El dron cae, dando vueltas, en un cielo tranquilo y sin pájaros.

Lo peor es el regreso, si los 'shabaabs' han seguido nuestros pasos y se han colocado en posición… ¡Bum!

Se supone que Jazeera es el último pueblo costero bajo control somalí. A partir de ese punto se extiende el reino de los shabaabs: ejecuciones públicas, lapidaciones de mujeres adúlteras y tribunales islámicos que defienden la sharía. El objetivo de nuestra misión es que nos vean. Y, al dejarnos ver, consolar a los aldeanos y que sepan que están en el lado correcto. Media docena de funcionarios del Gobierno, armados hasta los dientes, salen en misión de reconocimiento por la arena, casa por casa, con el temor de tropezar con una mina, pero también intentando dar una imagen amistosa y protectora: “¿Qué noticias hay? ¿Han regresado los shabaabs? ¿Se siente seguro?”.

Otra unidad se aventura a ir a la playa donde un pescador con la cara quemada por la sal y el sol sostiene un atún con enormes branquias: se avergüenza cuando le pregunto cuánto vale el pescado, pensando que quiero comprarlo, asiente y susurra, mirando a los soldados, que “no puede venderlo”; ¡los 'shabaabs', en realidad, no se han ido, como dicen por ahí, sino que vendrán al anochecer a cobrarle el impuesto al viejo del mar!

Y, luego, un tercer pelotón, formado por hombres de Bancroft, escolta a Fátima, la enfermera que nos acompaña desde Mogadiscio, hasta el dispensario de piedra donde nos esperan un centenar de mujeres con vestidos azules y rojos, muy alegres, como el día del funeral: hablan de los embarazos, de la violencia de los maridos, de la criatura desnutrida que tose y ha dejado de crecer.

La mala señal es que los hombres no se dejan ver. Excepto uno, de cincuenta años, con barba de salafista, que aparece en cuanto se empiezan a repartir globos a los niños. “Aquí no se te ha perdido nada, nada”, grita con un tono bronco y colérico. Ahora me toca a mí repartir los globos. Un Robocop francés de Bancroft, con la cara tapada con un pañuelo, nos lleva hacia los vehículos. Mensaje recibido. Es hora de levantar campamento.

Marc Roussel y Gilles Hertzog

Es hora de desayunar y los oficiales de nuestro convoy, acostumbrados a la “música de Mogadiscio”, no parecen sorprendidos por el ruido de la explosión. Según la radio militar, se trata de un coche suicida, el tercero en un mes en la zona del “kilómetro 4”, esa gigantesca encrucijada que está cerca del mercado de Bakara, el corazón de la ciudad. Esta vez ha sido una mujer somalí de la diáspora la que, según un primo suyo, iba al volante; volvió a su país después de estudiar en Londres, le habían lavado el cerebro con películas bollywoodienses que describían el paraíso donde la esperaban sus seres queridos ya difuntos.

Cuando llegamos, apenas una hora después del atentado, ya lo habían dejado todo limpio. De la carrocería destrozada del coche no queda ni un trocito de chatarra. En esta ciudad en la que hay que tener mucho estatus para conseguir una ambulancia, al final, se consigue organizar el traslado de los cuerpos de las víctimas (¿cinco?, ¿seis?, ¿más? Nadie lo sabe...). Y apenas se distinguen, mientras uno se escabulle entre los coches y los tuctucs que han reanudado sus interminables rondas y sus incesantes bocinazos, los rastros de sangre seca en el asfalto; manchas negras, mal lavadas.

La vida sigue. La ciudad, un caníbal, comiéndose a los muertos y a los vivos, vuelve, como si nada hubiera pasado, a su jadeo comatoso. No ha pasado nada en Mogadiscio. Y nuestro contacto, que nos hace de guía, parece ser el único que recuerda que, a menudo, en ese momento en el que el tráfico se reanuda, cuando el atasco pone su peor cara, es cuando los 'shabaabs' lanzan un segundo coche bomba que, con todo el mundo atrapado entre tanto tráfico, puede llegar a matar a cien, a ciento cincuenta personas…

Dos fuerzas militares en el caos

Al fin y al cabo, sólo hay dos fuerzas militares para poner algo de orden en este caos de locos. Por una parte, los turcos. Hubo un tiempo en que los árabes también estaban en la zona. Los Emiratos Árabes, para ser exactos. Pero un día, cuando su avión aterrizó con diez millones de dólares en efectivo destinados a pagar a los soldados somalíes y unos funcionarios de aduanas demasiado recelosos confiscaron las maletas, los emiratíes se ofendieron y se fueron.

Así pues, con los americanos limitándose a los ataques aéreos y la Unión Europea con su programa de ayuda masiva, pero sin aparecer sobre el terreno, y los chinos sin verle todavía el interés a este país ya condenado, los únicos que quedan son los turcos —y muy contentos de estar solos en el Cuerno de África, muy cerca de Yibuti, frente a una posición tan estratégica como el Yemen—.

A menudo, cuando el tráfico se reanuda es cuando los 'shabaabs' lanzan un segundo coche bomba que puede llegar a matar a cien personas

Así que, como de costumbre, los de Erdogan siguen con su doble juego. Por un lado, una flamante embajada permanente; una base militar de la que no salen nunca, pero colosal toda ella; el nombre de Recep Tayyip Erdogan rotulado en caracteres latinos y árabes en las calles principales y, cuando el 28 de diciembre, en la carretera que va a Afgooye, les toca ser víctimas de un ataque suicida con un camión, alzan la voz y fingen apoyar “al Gobierno legítimo del presidente Farmajo”.

Pero, por otra parte, son complacientes con el fundamentalismo de Al Shabaab, que no está lejos de la ideología de los Hermanos Musulmanes; la negativa a unirse a la operación Atalanta lanzada por los europeos para luchar contra la piratería, que a menudo financia los ataques; ojos bien cerrados cuando uno se entera de que a través de una filial turca los soldados somalíes venden armas y munición de la ayuda internacional a los yihadistas.

La segunda fuerza es Bancroft. Sí, ese Bancroft que, cuando llegamos, había tomado por una encomiable ONG encargada de dar apoyo a la Unión Africana... Richard Rouget, su jefe, fue, en una vida anterior, teniente del grupo de mercenarios franceses llamado “Les Affreux”, capitaneado por Bob Denard. Y, en una vida aún más anterior, uno de esos activistas de extrema derecha con los que los jóvenes de mi clase solían confraternizar en el Barrio Latino.

Pero hoy es un personaje muy romántico, más cerca del “hombre que quería ser rey” que del mercenario estándar, capaz de recitar un canto de Lautréamont o una página de Frédéric Dard mientras se hace una barbacoa por la noche. Y bien que puede hacer el papel de dandi que nunca va armado porque “siempre habrá suficiente, en caso de que haya un golpe fuerte, para arramblar”.

Ha formado una extraña legión de dieciocho nacionalidades que descubro, operación tras operación, que hace mucho más que de “mentora” de los africanos. Sigitas, el lituano, es a quien llaman para desactivar los sofisticados artefactos explosivos. Dariusz, el polaco, es quien, en su informe diario, señala en su mapa satelital, con un viejo instinto de zorro guerrillero urbano, el puesto de control por donde pasará el próximo camión de carbón donde se guardarán los explosivos. Ingemar, el médico sueco, es quien llega primero al lugar de las masacres. Y él, Rouget, es quien, cuando los ugandeses olvidan que, bajo el asfalto del Lido, hay bombas traidoras antitanques, trae de vuelta a los soldados de infantería, sale al asalto y sabe cómo asumir una ráfaga en el muslo.

Es una locura, pero es así: esta ciudad de Mad Max y forajidos —con un ejército dividido en facciones rivales, cuyos contingentes hermanos de la AMISOM sólo piensan en volver a casa y cuya inteligencia está ahogada o bien por Qatar o por los por shabaabs— a veces pienso que ha puesto su destino en manos de un centenar de mercenarios conradianos...

Marc Roussel y Gilles Hertzog

Luego está el alcalde. Un antiguo señor de la guerra. No un shabab, sino un señor de la guerra con todas las de la ley. Un caudillo y líder del clan. En el lenguaje político somalí, un enemigo jurado de los shabaabs. Tengo una imagen suya, encaramado a una montaña de escombros, después de una explosión: orgulloso y apuesto. Pero, ¿cuál es la legitimidad de un alcalde nombrado por un presidente que está encerrado en su propio palacio asediado? ¿Y cómo gobierna cuando su predecesor murió en un atentado suicida en medio del ayuntamiento?

"No somos yanquis"

Como ya es bien entrada la noche, nos recibe en su villa, al final de una calle llena de basura, sin electricidad, invadida por pretorianos ocupados masticando su ración de qat, una planta psicoestimulante de la zona. Parece agobiado. Molesto por lo pesado que parece resultarle tener que responder a mis preguntas.

Sentado en un trono elevado, todo dorado, sin apartar la vista de su teléfono móvil, sólo la desvía cuando le toca precisar la espinosa cuestión de si su apodo (porque todo el mundo en Somalia tiene un apodo) es “Finish”, porque siempre ha tenido el principio de no coger prisioneros y poner fin a la vida de sus oponentes heridos, o “Filish”, con una "l", como la danza homónima, de la que improvisa un par de pasos, descalzo, sobre los dedos de los pies, con las rodillas medio dobladas en sus pantalones de colores metalizados; baila despacio, muy suavemente, una mezcla de la Pantera Rosa y el moonwalk.

Y, en cuanto a su ciudad, sólo acepta hablar de ella más tarde, durante la cena, cuando menciono la idea de una Conferencia Internacional de Ciudades Destruidas y Mártires a la que Mogadiscio estaría invitada: “Pero yo la organizo”, grita sin dejar de masticar su bocado de carne. Como le planteo, con reparos, que organizar un evento de este tipo y traer representantes de Kabul, Beirut, Vukovar o Sarajevo requeriría de enormes infraestructuras, les dice a sus aterrorizados consejeros, que toman nota enseguida: “¡Infraestructuras! ¡Infraestructuras! Es como para los Juegos Olímpicos, ¡yo monto las infraestructuras!”.

Le debemos nuestra salvación al conductor del vehículo que, al ver que no volvíamos, viene a por nosotros. Pistola en mano, con sangre fría, calma a los chavales

Con un intento de apedreamiento de una horda de gritones lanzando piedras de verdad, Mogadiscio me ha hecho sentir cómo es, hasta ahí hemos tenido que llegar. En la ciudad antigua, nos habían enseñado uno de esos famosos túneles, que apestaba a ratas muertas, que todavía usan los 'shabaabs' para moverse de casa en casa.

Atravesamos la cornisa que, con sus palacios cayendo abruptamente sobre el mar y sus falsas ventanas abiertas al cañón, ha hecho que me sienta como en un Tánger cuyos hitos serían, cada cincuenta o cien metros, lugares de batalla y de masacre. Y, con nuestro acompañante, aunque esta vez sin escolta, entramos en uno de los laberintos de piedras desmoronadas, balcones suspendidos en el vacío y riads que habían vuelto a su estado más salvaje; así, los forasteros no se aventuran por ahí.

Al cabo de unos minutos, nos encontramos con un grupo de jóvenes en vaqueros, sentados en el suelo, apoyados en una pared, aplatanados por el calor de la tarde. Uno de ellos, tal vez el líder de la banda, se levanta para decirnos, con una voz pastosa por las drogas, que no quiere que le hagamos fotos. Otro añade que no quieren extranjeros por allí, ni kafires (infieles), ni yanquis.

Y mientras intentamos hablar con ellos y argumentar torpemente que no somos yanquis, que respetamos a Somalia y que somos amigos de este islam sufí que honra a su país, aún se enfurecen más y se disponen a arrojarnos cada cual lo que tiene a mano: una lata vacía de cola, un trozo de vidrio, una lluvia de piedras… Le debemos nuestra salvación al conductor del vehículo que, al ver que no volvíamos, viene a por nosotros. Pistola en mano, con sangre fría —teniendo en cuenta que, según las reglas de la AMISOM, tiene prohibido usarla—, calma a los chavales.

Sesión de decapitación en serie

¿Qué hay de los shabaabs en todo esto? Por aquí uno. Por su seguridad, lo llamaré Ahmed. Fue un transitario europeo el que organizó el encuentro en el puerto, en el remolque de un camión abandonado, al final de una de esas filas de contenedores multicolores, apilados en tres pisos, que forman verdaderas calles de cientos de metros y que él conoce como la palma de la mano.

Su trabajo, explica, ¿acaso no era controlarlos? ¿Ponerles aranceles? Un día, de repente, ¡estaba tan acostumbrado! ¿Ya ni siquiera podría mandar que abriesen los contenedores? ¿Tenía que poner aranceles automáticamente? Fue entonces cuando empezó a tener problemas. El Amniyat, el misterioso servicio de inteligencia de Al Shabaab, que con sus cientos de soplones bien untados es la élite de este ejército de bárbaros, se dio cuenta de que se estaba tomando demasiadas molestias con los cargamentos. No les gustó que pidiera ser transferido a la guardia costera, que es, de hecho, un puesto como cazador de piratas.

Sospechando que trataba con los burundeses, comenzaron a espiarlo, llamaban a sus hijos por la noche para aterrorizarlos; lo secuestraron sin motivo, como lo hicieron aquella mañana a finales de 2018, cuando se lo llevaron a una aldea a 30 kilómetros y, durante 72 horas, lo sacaron en coche de la ciudad para participar en una sesión de decapitación en serie. Y entonces, un día, le encargaron una misión que iba más allá: que organizase un ataque, en su casa, en su vecindario, contra un comerciante que no aflojaba la mosca, pero que pertenecía a su clan. Fue incapaz.

¿Acaso hay un límite para la locura de un hombre? ¿Una raya que mejor no cruzar a riesgo de que la persona se acabe quebrando? ¿Y cuántos, como él, han conseguido desvincularse de esta mafia y viven aterrorizados, yendo de escondrijo en escondrijo, esperando que los releve un soldado extranjero? Pocos, me temo. Muy pocos. Llego al final de esta investigación con la sensación de que la orden de los shabaabs es la que, después de veinte años de guerra inútil, sigue gobernando en Somalia.

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