Cracovia

Uzbekistán es probablemente uno de los países más aislados del mundo. Geográficamente es, junto a Liechtenstein, la única nación que está a dos o más fronteras internacionales del mar; políticamente, ya que en las elecciones, hasta el líder de la oposición apoya públicamente al partido del gobierno; informativamente, las imágenes de las Torres Gemelas del 11 de septiembre no se televisaron; y socialmente, la ley dice que a las celebraciones familiares no pueden acudir más de 250 invitados, deben durar un solo día y han de terminar antes de las 11 de la noche. Y dentro de Uzbekistán, uno de los sitios más aislados es la cárcel de Jaslyk.

Conocido como “el último gulag” por su macabro récord de torturas y presos desaparecidos, el “campo de juventud” (tal es su irónica denominación oficial) de Jaslyk está situado a 1.400 km de Tashkent, la capital del país, y a 180 de la población más cercana. Al llegar a la última parada de la línea ferroviaria “Barsa Kelmes” (literalmente: “sin retorno”), los desafortunados prisioneros contemplan un paisaje donde ni siquiera la naturaleza tiene compasión: las temperaturas van de los 45 grados en verano a los 35 bajo cero en invierno.

Muros adentro, el hombre ha construido otro infierno, aún más brutal, que desde 1999 ha sido escenario de atroces torturas y represión inhumana. Las que fueron planeadas como celdas para dos albergan hasta 16 presos. Los internos, que no pueden hablar entre ellos sino a través de los guardias, deben dar gracias al presidente de la nación cada vez que comen o reciben ropa. Human Rights Watch, la organización independiente que informa sobre crímenes contra los derechos humanos, ha informado de varias muertes, dos de ellas ocurridas en 2002, cuando dos internos murieron al ser cocidos en agua hirviendo.

El ex presidente Islom Karimov ordenó la construcción de la prisión de Jaslyk. Oficina de Prensa Presidencial de Rusia

La hija del expresidente, presa

Construida por orden del ya fallecido presidente Islom Karimov, este gulag se proyectó como último destino para disidentes, criminales o simples desdichados, como el ex diplomático Kadyr Yusupov, enfermo de esquizofrenia, que fue acusado de espionaje cuando intentó suicidarse arrojándose al metro de Tashkent. O Andrey Kubatin, un profesor de lengua que entregó una copia electrónica de sus trabajos académicos a una organización cultural extranjera y que, tras un juicio de media hora, fue enviado a Jaslyk. Entre los muros del “último gulag” hay militares, políticos, intelectuales… y luego está Gulnara Karimova.

Karimovala es la hija del ex presidente Karimov, el mismo que construyó el presidio. Después de un breve período en el que ejerció como embajadora en España de Uzbekistán, Karimova se alejó de la política pero no de los asuntos familiares. Con parte de la fortuna acumulada durante el mandato de su padre, Karimova emprendió una carrera como cantante pop bajo el nombre de Gugusha y creó un canal de televisión donde ella misma informaba de su glamurosa vida: acudía a desfiles de moda junto al cantante Sting y viajaba por todo el mundo, mientras otras estrellas de la canción uzbeka le dedicaban canciones que siempre encontraban un hueco en la programación de “TeleGugusha”.

La hija del ex presidente uzbeko, en su etapa como cantante pop. YouTube

Al desaparecer su padre, el nuevo presidente del país decidió dar una muestra de su poder deteniendo a varias personas cercanas al círculo de Karimov que, como su hija, se habían enriquecido ilegalmente. Gugusha fue condenada a un arresto domiciliario que al parecer no cumplió y fue detenida en su domicilio junto a su madre. Al mismo tiempo que el abogado de la familia daba cuenta en Twitter de lo que estaba sucediendo (como un juicio sumarísimo en la misma cocina del piso), la cuenta de Instagram de Gugusha subía fotos y vídeos donde se podía ver a su madre, en bata y zapatillas, siendo empujada por hombres de uniforme.

Posible cierre de Jaslyk

La historia reciente de Uzbekistán es similar a la de otras repúblicas ex soviéticas: al deshilacharse la Unión Soviética, los territorios más dependientes de Moscú se encontraron con un vacío de poder que casi nadie preveía ni estaba preparado para ocupar. Países como Uzbekistán terminaron siendo dirigidos un mismo presidente desde 1990 hasta su muerte. Con triquiñuelas electorales, constituciones modificadas y una mezcla de clientelismos, represión, nostalgia postcomunista y folclore, estos líderes se han mantenido en el poder por medio de un culto a su personalidad que ha desembocado en dinastías familiares corruptas y a veces tan siniestras como la del bielorruso Lukashenko o el propio Karimov.

Tras casi tres décadas ininterrumpidas de mandato, el presidente uzbeko murió en 2016 y le sucedió el continuista Mirziyoyev, quien pretende mostrar su voluntad de apertura con gestos como el cierre de Jaslyk. El país es rico en gas, uranio, oro y minerales raros, pero la mayoría de sus gentes viven de la agricultura y por lo menos una cuarta parte de la población es pobre. Al contrario que en otras repúblicas ex soviéticas, donde un líder fuerte ha servido como garantía de estabilidad y reclamo para las inversiones extranjeras, Uzbekistán ha dado tantos bandazos en su política exterior que nadie le considera un aliado fiable.

Permitió el uso de una base militar a Estados Unidos mientras duraron las ayudas económicas, pero cuando dejaron de llegar los dólares, los marines fueron evacuados. Las relaciones con Rusia tienen sus altibajos (el país se unió y abandonó la OTSC, la OTAN pro rusa de Asia central, dos veces). Y con China de momento no ha habido más que promesas y recelos. Finalmente, el país es de mayoría islámica, pero algunos grupos extremistas que han causado cientos de muertes en la última década son un continuo factor desestabilizador. El gobierno promueve el secularismo y cada ciudadano tiene asignada una mezquita y un horario para rezar, y hacerlo en otro lugar o momento puede costarle la prisión.

La situación geográfica de Uzbekistán le convierte, sin embargo, en una base de operaciones ideal para quien quiera intervenir en Afganistán. Hace poco se han empezado a completar rutas de transporte por carretera y ferrocarril entre ambos países y la apertura de consulados aduaneros evitará problemas como el que aquejaba a un camionero afgano que en 2017 se quejaba a la prensa local de que, a pesar de vivir a solo 500 metros de la frontera uzbeka, tenía que recorrer 1.000 kilómetros para pasar por Tashkent y conseguir los papeles antes de poder hacer un transporte al país vecino.

En 1999, un ataque coordinado de seis coches bomba sacudió Tashkent y dejó decenas de muertos. El objetivo era, supuestamente, asesinar al presidente Karimov. En los días siguientes, la policía detuvo a 5.000 personas y se construyó rápidamente la prisión de Jaslyk, para encarcelarlas. El 80% de los presos escribió cartas de confesión, arrepentimiento y petición de clemencia a Islom Karimov.

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