Jean-Luc Mélenchon, quien, como Hibernatus, se habría quedado dormido durante la Restauración para ser descongelado con Macron; confundiría a Castaner con Adolphe Thiers y los Campos Elíseos con el Palacio de las Tullerías devastado por la Comuna; y ordenaría a la tropa "no disparar", como si el orden público estuviera asegurado por dragones y lanceros.

Thomas Guénolé, rechazando "compadecer" a una víctima del antisemitismo; transportado por las emociones a cada una de sus deambulaciones de los sábados; y cuyo estremecimiento revolucionario hace irresistible pensar en la ilusión lírica de los pequeños burgueses de Flaubert que acuden a los disturbios como uno va al espectáculo.

Laurent Wauquiez, que viste un chaleco amarillo antes de indignarse de que el Gobierno sea demasiado indulgente con el movimiento; castiga la decadencia del Estado pero no tiene ningún argumento que apoye al prefecto de su departamento, casi linchado; juega al gaullista y, al día siguiente, al mini-Trump; no sabe, después de todo, si debería ser Condé o Mazarino en esta Fronda del sábado por la noche. 

Chalecos amarillos, en la última manifestación en París Reuters

François Ruffin odia a todos los jefes, empezando por el suyo, Jean-Luc Mélenchon; quiere bajar la edad de jubilación de todos los franceses, sin olvidar a los diputados de Marsella; y consiente que un exalumno de Amiens de 40 años, francotirador y audaz sea presidente, con la condición de que sea él. 

Juan Branco, que confunde una carreta lanzada contra la puerta de Benjamín Griveaux con la toma del Palacio de Invierno; quien, como los taumaturgos en las hojas de té, lee la psicología del presidente en sus notas de preparatoria; da una entrevista a un periódico cercano a Marion Maréchal y ve fascistas en todos los lados, menos donde verdaderamente están; quien, al denunciar los secretos de la vida privada de una "corte" para Saint-Simon al estilo de un tabloide, se comporta como una mezcla de policía de Alemania del Este y un Jean-Edern Hallier sin talento.

Etienne Chouard, quien les vende un vuelo de ida sin regreso para el cantón de Lausana y los desembarca en la Hungría de Viktor Orban; pone a Rousseau en el escaparate, pero apoya a Alain Soral; es, en verdad, un negacionista de la historia apenas disfrazado. 

Nicolas Dupont-Aignan, que, con su cara de mal comediante, incrédulo y miserable bobo, tiene más de un personaje de Labiche que de un republicano de pie. Piensa "ser" gaullista simulando el redil de la brigada que huía de los varones negros en la época de Pascua; el miedo al gran reemplazo de los partidarios de la Argelia francesa; el sentido de la democracia querida por un cierto número de generales; y una exaltación soberana por las ferias agrícolas de los años cincuenta.

Los 350 universitarios que se declararon "cómplices" de los chalecos amarillos en la página web Lundi matin; gritaron a todo pulmón contra los nuevos Guy Mollet que movilizaban a los "reclutadores de lo contingente"; posaron como el signatario heroico de un nuevo "Manifiesto de los 121"; y, como en el carnaval, se disfrazaron de botones.

Frédéric Lordon, quien, después de cálculos patafísicos y ecuaciones casi cuánticas, concluye, en Mediapart, que la puntuación electoral "real" de Macron es la mitad de los votos que obtuvo y, por eso, es ilegítimo: ¿hacía falta pasar por Platón y Spinoza, esperar dos mil años e invocar la matemática severa antes de comprender lo que él, Lordon, vio, es decir, saber que una elección en democracia reúne bajo un mismo nombre a un electorado con perfiles diferentes? 

Marine Le Pen, no contenta con ignorar la subida del salario mínimo, expone ante las cámaras su amor por los gatos cuando ella prefiere mimar, hacer ronronear y acariciar a sus amigos revisionistas, remplacistas, nacionalistas, racistas y fascistas.

Aude Lancelin, que publica en Twitter la lista de intelectuales invitados al Palacio del Elíseo como una enumeración de proscritos; compara la policía de Vichy con los vehículos blindados que se encargaron, el sábado pasado, de evitar que hagamos la revolución al llevar a los quiosqueros al desempleo; transforma a los prefectos de la República en grandes duques del zar, el CRS (antimotines) en sus matones privados, Francia en una "democratura" y Le Média en Radio Londres (cuando solo es, en la mayoría de los casos, un poco más libre que Radio Caracas).

Eric Drouet, que fascina "más que nunca" al líder de los Insumisos; cuya homonimia con un revolucionario de 1789 construyó su reputación; y se queja cuando uno vuelve a pintar su casa de amarillo (como si un discípulo de Marat hubiera ido a despertar a un oficial de Luis XVI o a un preboste dormido para registrar un percance).

Nicolas Bay y Jordan Bardella - los confundo - el actual y el futuro presidente de un grupo parlamentario digno de ser juzgado por la sospecha de que ofrece falsos contratos para pagar a sus empleados con fondos europeos (así como por esas comidas lujosas y canapés que deleitan a expensas de la UE, por lo tanto, de los contribuyentes).

El abogado François Boulo esconde bajo su toga un chaleco amarillo; o Maxime Nicolle, el conspirador que salió de la nada y se dirige hacia ella. ¿No se parecen al héroe de la película 'Bienvenido Mr. Chance'?, ¿no son iguales a ese jardinero inadaptado y un poco estúpido que, de quid pro quo en quid pro quo, llegó a la cima?

Y otros especuladores de la revuelta -traficantes de una miseria y un sufrimiento que son, por desgracia, muy reales- van de plató en plató intercambiando sus galardones de amigos del pueblo por un puesto de cronista o un lugar en una lista electoral; transforman sus chalecos amarillos en colchones dorados; sustituyendo la acción en el Referendo de Iniciativa Ciudadana (RIC) por su cuenta bancaria (RIB), y las rotondas por ascensores hacia el cuarto de hora warholiano.