El sábado pasado treinta intelectuales firmaron un manifiesto de patriotas europeos en Libération, que fue publicado después en todo lo que el planeta considera grandes diarios de referencia. 

Formaron una especie de Academia de ensueño: un Concilio de Trento improvisado que se reunió para hacer un llamamiento al despertar nacional, instar a la vigilancia y enviar una señal de alarma.

Y fueron estos Treinta, como tantos otros, los que entonaron una elegía para esta princesa: Europa -de Varsovia a Roma, y en las calles de Dresde donde los matones públicos de Nietzsche tienen a los de Gdansk manchados con la sangre de su alcalde-, un continente que está a punto de vivir una nueva catástrofe. 

Estos Treinta siguen siendo escritores, naturalmente, y ningún manifiesto impedirá que un Orban o un Salvini pueda vivir otras mañanas de triunfo. Pero al mismo tiempo… 

Europa, esta quimera sin sustancia; esa máquina animal tan privada de corazón y alma como las descritas por Descartes; la fábula sin futuro de la que los populistas se burlan mostró treinta caras que simbolizan su fraternidad.

De esta Europa -de la que ningún redactor de tratados se ha atrevido a dotar de identidad y cuyos historiadores no saben muy bien en qué medida es cristiana o judía, griega o romana, fundada en la ley o en la economía social del mercado, nacida de la paz o dirigida por la Justicia- es a partir de la cual treinta mujeres y hombres dijeron una cosa tan simple y vertiginosa a la vez: es la risa de Kafka y la gravedad de Musil; es el sabor de la felicidad según Stendhal y la pasión de Turgenev; es el horno de novelas que sabemos, por sus biógrafos, que era, más que su pasaporte o el color de sus banderas, la verdadera patria de Spaak, De Gasperi y Schuman: estos padres fundadores visionarios que crecieron en los confines del continente.

La Europa donde cada país miembro lucha por que se hable su idioma; la Europa en la que hasta los silencios deben traducirse para satisfacer a algunos ministros; la Europa que no se desplaza sin su cortejo de cables e intérpretes; la Europa cacofónica y sarcástica, Torre de Babel a la merced del globish* está aquí en este momento: en un texto en un solo idioma, por el que un niño de Praga lee Don Quijote, se convierte en Milan Kundera, o aquel con el que un niño de Turquía jura transportar los Budden- brook desde las costas hanseáticas hasta las del Bósforo.

La Europa que, cuando se trató de acuñar dinero e imprimir billetes no hizo nada más que mostrar arquitecturas fantasmales y caminos que no llevaban a ninguna parte, provocó que se impusieran algunos de sus posibles rostros como el coraje de Roberto Saviano ante las pequeñas mafias o huelgas ministeriales; el cosmopolitismo de Claudio Magris vívido en su Trieste natal; el surrealismo glacial de Herta Müller; la ironía de Rushdie, Kundera o Elfriede Jelinek, como un ácido sobre los metales dañados de los dogmas.

Europa, que no tendría un pasado común del cual extraer una voluntad de vivir y construir en conjunto, conoce estas otras hipótesis: ¿qué pasaría si los archivos nacionales fueran simplemente librerías?, ¿el recuerdo de sus cafés y salas de lectura de Bohème?, ¿la Enciclopedia de Diderot y Descartes en el exilio?, ¿la biblioteca de Walter Benjamin muerta en Port-Bou? En cada encrucijada de Europa, dijo André Malraux, ¿hay en la tumba de un soldado de Dumouriez o Bonaparte, -y si estuvieron también en el cruce de los caminos que llevan al Danubio o al Polo Norte-, un ejemplar de una novela de amor cortés, una farsa de Boccaccio o el fantasma de un príncipe maldito de Dinamarca según Shakespeare?

Si hay algo que los soberanistas nunca podrán hacer será extirpar a los personajes de Dickens de la cabeza de Simon Schama

La Europa que podríamos dejar como a un club; la Europa y su pretendida prisión en Bruselas; la Europa donde el brexit sería la primera brecha y cuyas fronteras quedarían como las paredes de Jericó... ¡Qué tontería sugieren entonces los treinta! ¿La literatura, este bordado de sueños, paisajes mentales y voces múltiples no demuestran lo contrario? Y, ¿si hay algo que los soberanistas nunca podrán hacer, no sería extirpar a los personajes de Dickens de la cabeza de Simon Schama o los de Sterne del arte de la novela según Mario Vargas Llosa?

La Europa, finalmente, cuyos matones populistas, estos hombres "nuevos" y "verdaderos", dicen querer "liberar"... No, murmuran los Treinta. El Fidesz, la Liga o el PiS, estos agitadores de la miseria, no son ni nuevos ni reales. Son los hijos de los "misólogos", esos adversarios del pensamiento tan viejos, por desgracia, como nuestros libros, y los libros de los que se alimentan nuestros libros.

"Si tuviera que hacerlo de nuevo, comenzaría con la cultura", hubiera declarado Jean Monnet. Rara vez una frase apócrifa me hubiera parecido tan exacta como esa aquel día. Pero lo contrario también era cierto.

Si la cultura fuera a rehacerse, tendríamos que empezar con Europa. Ya no esa Europa de 6, 15, de 28 o 27, sino esta Europa del universo que habla, no solo a sus compatriotas sino a los que están desesperados, en todas partes, por las cenizas que cubren el mundo. 

Esta Europa que no está intimidada por los empleados de Putin, los vendedores ambulantes de la revolución trumpiana, ni el mal marrón que atraviesa el continente de Mozart y Erasmo.

Fue esta Europa la que tenían en mente, me parece a mí, los 29 mujeres y hombres que, con su trabajo, prestigio y, a veces, sus coronas suecas, me dieron el honor de acompañarles.

Se los agradezco infinitamente. 

*Globish es un neologismo propuesto por Jean-Paul Nerriere, presidente jubilado de IBM, a partir de las palabras Global y English. Se trata de una versión simplificada del inglés.