'Yo' no es una palabra que esté en el diccionario vital de Nadia Ghulam. Con tan sólo once años comenzó a disfrazarse de su hermano fallecido para poder mantener a su familia en el Afganistán de los talibanes. Su padre había enloquecido, según explica hoy su hija, por culpa de la guerra y no podía tomar las riendas. Pasó así diez años de su vida y aún ahora Nadia es el “padre de la familia”, el referente que sostiene a sus padres y sus hermanas, aunque sea desde la lejanía.

Lo hace desde Cataluña, a donde llegó hace una década para recibir un tratamiento por las heridas que la dejaron marcada de por vida -física y psicológicamente- una bomba que cayó sobre su casa cuando tenía ocho años. Adora a sus padres de acogida, Josep y María: “A veces los toco para ver si son humanos o ángeles. Porque nunca me han juzgado, nunca me han dicho tienes que hacer esto o esto. Siempre me han acompañado”, explica a EL ESPAÑOL durante su visita a Madrid esta semana con motivo del libro que publica junto a su mejor amigo, Javier Diéguez: La primera estrella de la noche (Ed. Plaza & Janés).

Es un tributo en primera persona a las mujeres de su amado Afganistán, heroínas que pasan desapercibidas aún hoy a la sombra de los hombres sobre todo en las zonas rurales dominadas por los talibanes y guerreros. Cuenta la historia de las mujeres de su familia, la frustración de Nadia al ver que todos sus esfuerzos -primero trabajando disfrazada como un chico en Afganistán y después enviando dinero a miles de kilómetros de distancia- para que sus dos hermanas recibieran una educación y pudieran valerse por sí mismas no sirvió. Acabaron abandonando sus estudios para casarse y tener un futuro asegurado, además de no ser un lastre para sus progenitores.

“Tú nos abandonaste, Zelmai”, justificó su madre en la primera visita de Nadia tras cuatro años fuera. Su familia seguía llamándola por el nombre de su hermano muerto. Pero ella lo entiende. “Cuando te pasas diez años pensando en no equivocarte y decir que es tu hijo, no puedes decir de un día para otro: 'no, no: ésta es mi hija'. Esto me demostraba que en Afganistán después de tantos años de guerra la figura del hombre se ha convertido en una cosa imprescindible. Todas las familias necesitaban tener a un hombre a su lado para que ellas sigan adelante. Y mi familia ha visto mi personaje como una figura de hombre que los protege”.

Hace diez años que Nadia vino para acá y desde el primer viaje de vuelta hace cinco años a Kabul -una auténtica odisea que cuenta al inicio del libro, cruzando sola la frontera desde Pakistán y rehuyendo todas las miradas que sospechaban de una mujer que viajaba sin un hombre que la acompañara- vuelve una vez al año a ver a su familia de sangre. Vuelve escondida bajo un niqab negro que le cubre el cuerpo entero excepto unos ojos que también oculta tras unas gafas de sol. Sus hermanas se ríen de ella, porque en las ciudades ahora las mujeres ya no tienen que vestir así, pero Nadia teme por su vida si alguien se entera de su engaño (aunque fuera uno forzado por las circunstancias).

Mi madre era una mujer súper libre… y ahora lleva burka. Dice que no se lo puede quitar, porque si no irá al infierno

“Mi país va cambiando, pero hay mucha ignorancia. La gente no conoce su propia religión. El 95% de la población somos musulmanes, pero una gran mayoría de gente no sabe exactamente de qué se trata. Hay muchas personas que se aprovechan y manipulan. Y dicen 'Dios dice que tienes que hacer esto' y la persona es creyente y hacen lo que dicen”.

Cuenta que antes de la guerra civil que comenzó en 1978 su madre llevaba minifalda y tenían televisión en casa. “Era una mujer súper libre… y ahora lleva burka. Dice que no se lo puede quitar, porque si no irá al infierno”, lamenta Nadia. Tampoco escucha radio por el mismo motivo. Y eso que le ayudaría a distraerse mientras permanece prácticamente inmóvil en casa por sus problemas de rodilla.

“La guerra no es que destruyan tu casa, la escuela, tu calle; es que tu manera de pensar te cambia todo totalmente”, analiza Nadia. “Mi madre sabía mucho, pero quieras o no es una persona analfabeta y los analfabetos tienen mucha inseguridad porque creen lo que tú dices. Creen a que quienes leen y escriben, y más si es imán. Y como mi madre hay millones de personas”.

Nadia es muy creyente. De hecho, fue ayudante de un imán en Kabul mientras se hacía pasar por chico para mantener a su familia. Ha estudiado el Corán y anima a quienes desconfían de los musulmanes a estudiar el islam para descubrir su naturaleza pacífica. “No tienen que ver el islam en la actitud de las personas, porque las personas siempre nos equivocamos. Ningún dios dice que matar es bueno. Siempre hay psicópatas”, dice sobre los terroristas suicidas o “falsos mártires” que critica en su libro. “Muchas veces las personas saben qué dice la religión, pero no saben aplicarlo. Es como aquí [en Europa], que hablamos de los derechos humanos, pero no sabemos aplicarlo”.

Para que los inmigrantes se integren, acompáñalos en su proceso y se adaptarán muy rápido y a su gusto

Esta joven afgana y española de adopción lamenta el trato que se les está dando a los refugiados e inmigrantes en la actual crisis humanitaria. Sus padres de acogida, a los que también llama papá y mamá, no son creyentes, pero el respeto por la religión de Nadia incluso ha fortalecido su fe. “Siempre me han respetado. Mi padre catalán es médico y yo tenía mucho dolor por mis heridas. Lloraba y decía: 'papi: me duele mucho, me duele mucho'. Y me decía: 've a rezar, se te pasará'. Y yo pensaba: un médico que no cree en Dios y puede darme un medicamento... Pero no: sabe que a mí rezar me va mejor que su paracetamol”.

Y como éste, Nadia -una fuente de sabiduría popular de la que muchos podríamos tomar nota- recuerda otros ejemplos sencillos y muy prácticos que la ayudaron a integrarse rápidamente a la libertad que ahora tanto disfruta en España. Al principio, cuando vino aquí y dijo a Josep y María que iba a llevar pañuelo, la apoyaron y llevaron a comprar uno que le gustara. Cuando decidió dejarlo, la acompañaron a la peluquería para cortarse el pelo.

El rostro de Nadia Ghulam es una historia de superación y paz contra la guerra. Moeh Atitar

Cuando llegó tampoco se sentía cómoda con la ropa occidental y dijo que iría “muy tapada”. Ningún problema. “Vale, ¿qué ropa te gusta?”, le respondieron. “Nunca me han dicho 'es que tienes que hacer esto o esto'”, agradece.

Tampoco la presionaron cuando no quiso ir a la playa. Poco a poco fue animándose sola. Primero, sólo para observar. Luego comenzó a bañarse vestida. Más adelante eligió pantalones cortos y camiseta. “Me dijeron: 'Vale, tú escoges lo que quieres. Nosotros te vamos a acompañar'. Y esto ha hecho mi integración muy fácil”.

“Muchas veces cuando la gente me dice: 'Los inmigrantes no se adaptan'. Yo digo: 'No lo digas tanto. Acompáñalos en su proceso y se adaptarán muy rápido y a su gusto. Porque en cuanto impones una cosa, es lo que hace que la persona se distancie de ti. Déjala. Acompáñala. Todas las personas somos inteligentes y sabemos adaptarnos, pero necesitamos nuestro tiempo y nuestro espacio. Y esto es lo que no damos”. Resulta difícil, por no decir imposible, rebatirle la idea.

“Creamos un proyecto de seis meses para que se integren. Una persona que no ha salido de su país y no quiere salir, está obligada a venir aquí y le decimos que cuando venga a mi país, tiene que aprender mi idioma, tienes que vestirte como nosotros, tienes que comer como nosotros… ¡por favor! ¿Ves qué tortura es?”, invita a la reflexión.

En Afganistán siempre hemos tenido pobreza, pero éramos gente feliz, con nuestras patatas y casas de barro

Nadia goza al salir a la calle y que nadie la juzgue por ser mujer. Disfruta de poder tomar un café con un amigo sin que nadie se lo prohíba o mire mal. O de montarse en la bicicleta y dar una vuelta por Barcelona.

Añora Afganistán. Un país del que le gusta… “uf, ¡todo!”. Sólo los cuarenta años de guerra que arrastra, no. Pero ni su pobreza le echa atrás. “Siempre hemos tenido pobreza, pero éramos gente feliz, con nuestras patatas y casas de barro. Que nos hayan destruido es lo que me duele”.

Dolor. Un dolor que no pasa ni con el tiempo ni con su tercer libro, ni con las entrevistas para hablar sobre sus experiencias, ni con teatro ni con sus estudios de Educación Social. “La gente dice que eso es una terapia para mí. Y yo digo que no. Nunca me he podido liberar. Muchas veces necesito llorar horas y horas para sacar ese dolor que tengo en el cuerpo”, confiesa. “ Y como yo hay muchísimas personas que se quejan de lo mismo”.

A pesar de ello, quiere contar su historia, porque es la historia de Afganistán. Pero no del país que tenemos en mente en Occidente. “La gente relaciona Afganistán con burka, guerra, odio… y Afganistán es amor. Los afganos son muy solidarios y hospitalarios. Necesitan amor y cariño, no odio. Porque lo han pasado muy mal”.

Mi madre está muy angustiada, pero su médico está peor: le dice que a él le pasa lo mismo y que tiene ganas de morir

Su madre cree que va a morir. “Está muy mal. Tiene mucha angustia. El médico está peor que mi madre y le dice: 'Es que a mí me pasa lo mismo. Tengo ganas de morir, porque no nos queda nada'”.

Nadia ve un signo de esperanza en un señor que un día pedía ayuda en las calles de Kabul. A su lado estaba su hijo haciendo los deberes. A pesar de la miseria intentaba que su hijo tuviera un futuro mejor. Las mujeres en las ciudades y grandes poblaciones afganas hoy ya pueden ir a la escuela y a la universidad. Pueden formarse, “pero todo muy limitado, con mucha inseguridad”. Los atentados son el pan de cada día. Y en las zonas rurales, la ley de los talibanes y de los guerrilleros sigue imponiéndose.

“Rabia, angustia, miedo (…). Yo estoy aquí con el mismo dolor. [Pero] mi prima quiere que su hija sea abogada y eso me da ilusión. El señor que pedía caridad, me da fuerza”.

Sueña con montañas como las de Andorra, que visitó el fin de semana pasado y le recordaban a su tierra. La diferencia es que eran montañas donde se respiraba paz. Allí no hay piedras preciosas como el lapislázuli ni están en una posición geoestratégica como Afganistán que según cuenta Nadia provoca tanto interés y guerra en su país. Allí tampoco vive ningún líder terrorista como Osama bin Laden del que ni ella ni sus vecinos habían oído nunca hablar hasta que comenzaron a caer las bombas de la alianza liderada por Estados Unidos sobre Kabul tras el 11-S.

Hoy cualquiera puede adquirir desde pistolas hasta granadas en un simple puesto callejero nada más cruzar la frontera desde Pakistán. La destrucción de cuatro décadas en guerra constante, con unos y otros enemigos se han cargado el estado de ánimo de toda una nación. Según cálculos de Nadia basados en su experiencia personal, el 80% de los afganos tiene “problemas psíquicos muy graves”. Ella lo ha visto con sus propios ojos. Su padre ha sido una de las víctimas más evidentes. A través de los ojos de esta superviviente nosotros podemos conocer el Afganistán de quienes -como ella- luchan como pueden para salir adelante.

- Afganistán es amor-, dice Nadia, que quiere romper con los estereotipos de su amado país. Moeh Atitar

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