Publicada

Es de noche. Todos duermen. Por fin hay silencio. Abres la despensa sin hambre, solo con una mezcla de cansancio, soledad y necesidad de picar algo. Puede ser chocolate, pan, galletas, lo que encuentres. Cosas muy ricas, sabrosas, muy… ¿calmantes?

Comes rápido, sin pensar. Y justo después aparece la culpa. ¿Te suena de algo esta experiencia? No estás sola. Esta escena se repite a diario en miles de hogares, sobre todo en los que habitan mujeres que cargan con jornadas invisibles, decisiones constantes, una exigencia desmedida y una sensación de estar siempre pendientes de todo menos de sí mismas.

Y tiene un nombre: hambre emocional. Y lejos de ser un problema de falta de control o poca fuerza de voluntad, es una respuesta humana a un malestar profundo que no encuentra otra salida.

¿Qué es el hambre emocional?

El hambre emocional es aquella sensación de necesidad de comer que surge como respuesta a una emoción y no a una urgencia fisiológica de alimento. Aparece de repente, suele ir acompañada de ansiedad y premura, y empuja las elecciones hacia alimentos concretos y muy palatables (dulces, crujientes, grasos) que generen un pico de placer inmediato.

No es un capricho ni una debilidad. Es una estrategia adaptativa. El cuerpo busca consuelo, calma o desconexión. Y la comida, que activa el circuito de recompensa en el cerebro, cumple esa función durante unos minutos.

El hambre emocional es una herramienta poco efectiva de gestión. Pexels

El problema no es comer por emociones de forma puntual (eso lo hacemos todos). El problema es que muchas mujeres no tienen otras formas de regular su mundo emocional y acaban atrapadas en un ciclo de autoexigencia, ansiedad, comida y culpa.

Multitarea: una trampa silenciosa

En consulta lo veo cada semana: mujeres que lo dan todo, que están en mil frentes, que cuidan, trabajan, sostienen, pero no se conceden un espacio propio ni el permiso para parar. No es raro que en estas situaciones su cuerpo empiece a rebelarse: insomnio, digestiones pesadas, inflamación abdominal constante, cambios de peso, apatía, niebla mental.

Cuando les pregunto cómo se cuidan, se quedan en blanco. Y cuando les pregunto qué sienten antes de comer compulsivamente, suele haber un patrón claro: cansancio extremo, necesidad de alivio y/o emociones reprimidas. El hambre emocional, en muchos casos, es un grito del cuerpo que pide atención, no comida.

Para diferenciar entre el hambre real y el emocional, es útil hacerse alguna de estas preguntas:

  • ¿Este hambre apareció de forma gradual o repentina?

  • ¿Puedo comer “cualquier cosa” o solo me apetece un tipo específico de comida?

  • ¿Dónde siento el hambre (si es que lo siento): en el estómago o en otra parte (pecho, garganta, cabeza)?

  • ¿Después de comer me siento bien o culpable?

Cuanto más conscientes somos de estas señales, más capacidad tenemos para responder en lugar de reaccionar.

Cuidado emocional

La solución no es eliminar la comida emocional (sería poco realista), sino ampliar nuestro repertorio de autocuidado. Aquí algunas estrategias que usamos en consulta y que pueden marcar la diferencia:

  • Detecta tus desencadenantes. Llevar un pequeño diario (puede ser mental o en notas del móvil) con tres preguntas: ¿Qué ha pasado antes de tener esta necesidad de comer? ¿Qué emoción había? ¿Qué habría necesitado realmente? Esto no es para juzgarte, sino para conocerte.

  • Crea una lista de consuelos reales con 10 cosas que te reconecten o te calmen sin necesidad de comida. Ejemplos: darte una ducha caliente, caminar unos minutos, ponerte música que te relaje, llamar a alguien, hacer respiraciones profundas o escribir en un cuaderno.

  • Nutrición que regula, no que restringe. Muchas veces el hambre emocional se intensifica si estamos malnutridas o restringiendo demasiado. Una alimentación rica en grasas saludables como el aguacate, proteínas saciantes como el huevo y carbohidratos complejos como la quinoa ayuda a estabilizar la glucosa y el estado de ánimo.

  • Espacios para ti, aunque sean pequeños. A veces esperamos tener “una tarde libre” para cuidarnos, cuando en realidad bastan 10 minutos de conexión al día. Un paseo corto, cinco minutos de respiración consciente, o incluso apagar el móvil durante una hora.

  • Habla contigo como hablarías con tu mejor amiga. Después de un episodio de comida emocional, en lugar de castigarte, practica la autocompasión: "Hoy he necesitado esto. No pasa nada. Estoy aprendiendo a escucharme". Esa voz amable es más sanadora que cualquier dieta.

¿Y si no puedo sola? Buscar apoyo no es un fracaso, es un acto de autocuidado profundo. Un proceso terapéutico o nutricional que te ayude a entender tu relación con la comida puede ser clave. Porque muchas veces el hambre emocional es solo la punta del iceberg: debajo hay heridas, exigencias, mandatos familiares o traumas sin atender.

En definitiva, la alimentación emocional no se cura o supera con fuerza de voluntad, sino con escucha, descanso, límites y amor propio. Es una invitación del cuerpo a parar, a sentir, a darte lo que necesitas.

No hay nada más poderoso que una mujer que aprende a estar para ella, no solo para los demás. Y si de vez en cuando, eso incluye un trozo de chocolate, que sea disfrutándolo, y sin culpa.