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Juanma Moreno llega sin chaqueta y con el gesto relajado. La conversación huye de la política inmediata y se instala en lo personal. No hay mitin ni eslóganes. Hay memoria, carácter y una cierta voluntad de mostrarse sin defensa. El retrato es informal, casi doméstico, y deja ver a un hombre más cómodo en la contención que en el exceso, más gestor que estrella.

El relato vuelve pronto a la infancia. Una familia humilde, una tienda de ultramarinos y una madre fuerte que marcó el pulso de la casa. Moreno habla de un “matriarcado” temprano y de cómo eso modeló su forma de mirar a las mujeres y al mundo. De ella heredó la constancia, la determinación y la idea de no desviarse del camino pese al ruido. No se describe como carismático ni brillante, sino como alguien fiable, estable, paciente.

Luego aparece el poder. Y su lado menos noble. “La erótica del poder existe”, reconoce sin rodeos. Cuenta una escena en Tarifa: dos chicas se le acercan para una foto, se pegan “cara con cara” mientras su mujer observa, molesta. Él entiende el enfado. El cargo genera atracción, foco e invasión. No siempre es cómodo. Y no siempre es justo para quien acompaña.

Entre medias quedan las confesiones: romanticismo, fe con dudas, presión psicológica, terapia ocasional y meditación para silenciar la cabeza. También una forma de hacer política que rehúye los extremos y la ideología dura. Moreno se presenta como un hombre centrado, poco rencoroso, convencido de que el poder sólo tiene sentido si sirve para mejorar vidas, aunque el precio, muchas veces, se pague en casa.

Juanma Moreno al teléfono momentos antes de la entrevista. Sara Fernández Madrid

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