En 1928, Margaret Kearney Taylor, una británica de ascendencia irlandesa, hizo su entrada en Madrid. En ese tiempo, se vivían momentos tumultuosos con el establecimiento del Gobierno provisional de la recién proclamada Segunda República española, sucediendo al reinado de Alfonso XIII. Sin embargo, Margaret Kearney no era una persona que se amedrentara ante los desafíos, sino todo lo contrario.

Había estado casada con un armador danés, con el que viajó por todo el mundo y de quien se acabaría divorciando, a finales de los años 20. Luego se enamoró de un británico que ocupaba un alto cargo en la India, donde llevó una vida de auténtico lujo.

Sin embargo, se enamoró de un español y dejó atrás una vida de película en la India para seguirle hasta París. Con él tendría a su única hija, Consuelo, por la que luchó para que el padre la reconociera y le diera sus apellidos. Y lo logró, tras un proceso judicial y una lucha insólita para esa época. 

Tras el fracaso de la relación con el padre de su hija, abandona la capital gala y llega a la capital española con un contrato de la General Motors, que tenía una fábrica en Madrid. Hablaba inglés, francés y español. Aquí se convertiría en Margarita.

Allí trabajará hasta que, con el dinero de unos socios franceses, alquila un local un situado en el Paseo de la Castellana 12, a la altura de la calle Ayala. Un esquinazo, en pleno barrio de Salamanca, frente a las embajadas de Alemania y Gran Bretaña, motivo por el que, según algunas versiones, le puso de nombre Embassy.

Uno de los rincones del interior del local, en el que se vendían pastas, pasteles y sus famosos emparedados.

Todo lo que rodea a Margarita Kearney está envuelto en misterio y rumores. Pero se sabe que al llegar a Madrid, se sorprendió de que una mujer no pudiera entrar sola en un bar sin provocar un escándalo o que la confundieran con una prostituta.

En esa época, en la capital, había cafés de tertulias masculinas y copazos de coñac, en las que las mujeres estaban mal vistas, y había coctelerías estilo el Bar Chicote, en las que las señoras también estaban mal vistas. Y, por supuesto, estaban el Hotel Ritz y el Hotel Palace, pero hacía falta un lugar donde ellas se pudieran reunir a desayunar, comer o merendar con sus amigas, sin “dar que hablar”.

Y Margarita Kearney Taylor había estado en muchas de esas cafeterías elegantes por todo el mundo. El Paseo de la Castellana le recordó a las grandes avenidas parisinas cerca de los Campos Elíseos, y allí montó lo que había visto en Londrés y París, pero Madrid no tenía todavía: un salón de té, de estilo inglés, que también tenía un barman que preparaba unos magníficos cócteles, especialmente uno que haría famoso el local: su cóctel de champán Embassy.

Como no estaba bien visto que las señoras bebieran alcohol en público, se servían los distintos licores en teteras de porcelana y, al llegar, cada una pedía su "té especial"; el impecable servicio (dirigido con mano férrea por la señora Taylor) conocía perfectamente los gustos de cada clienta.

Margarita Taylor, en su establecimiento, con una de sus colaboradoras.

Bajo una apariencia frágil, de señora victoriana al estilo del personaje Miss Marple en las novelas de Agatha Christie, Margaret Taylor ocultaba un carácter fuerte y decidido. Sobre ella y sobre Embassy ha escrito el periodista Jimmy Burns Marañón, cuyo padre, Tom Burns, llegó a Madrid como agregado de prensa a la embajada británica tras estallar la II Guerra Mundial.

Aquí, el editor católico Tom Burns conocería a Mabel Marañón, hija del famoso médico Gregorio Marañón; tras un tiempo de noviazgo, la boda se celebró con un cóctel en Chicote y en el que la tarta la preparó Embassy. Lo cuenta Jimmy, hijo de ambos, en Papá espía. Amor y traición en la España de 1940.

Tras su matrimonio, alterna su trabajo en la embajada con una discretísima actividad como informante de los servicios de inteligencia británicos: es una tarea fundamental, porque España era un país aparentemente neutral, aunque los nazis disfrutaban de un trato especial y se paseaban por nuestro país como Pedro por su casa.

De hecho, cuenta Jimmy Burns en el libro una anécdota, en la que su padre asiste a una corrida de toros en Las Ventas para ver torear a Gallito, Lalanda y Pepe Luis Vázquez. Desde el palco de auoridades, asiste también Heinrich Himmler, el todopoderoso jefe de las SS.

Cuando suena el himno alemán, todos los asistentes se ponen de pie, excepto Tom Burns, que no se levanta de su asiento. Cuando los nazis se dieron cuenta, es arrestado, pero Tom Burns logrará correr hacia dos guardias civiles presentes en la plaza y, alegando inmunidad diplomática, logrará que estos convenzan a los alemanes de dejarlo bajo su custodia.



El hijo de Tom Burns describe minuciosamente el trabajo de su padre para los servicios secretos británicos y por la historia desfilan condes, duquesas, actrices, escritores y toreros, que alternan en Embassy con embajadores de los países aliados contra Hitler, agentes del KGB, oficiales nazis afincados en España y otros agentes del contraespionaje o agentes dobles.

Fruto de una minuciosa investigación, Jimmy Burns (que ejerció treinta años como periodista para el diario británico Financial Times) comienza a desentrañar el pasado de su padre a la muerte de este, en 1995. Algo que, como él mismo ha contado, deseaba hacer desde niño cuando, un día que su padre no estaba, registrando los cajones de su despacho, encontró una minicámara de fotos y una pistola.

Gracias a los archivos privados de su padre, sus cartas personales y los testimonios de quienes le conocieron, sabemos que, entre 1940 y 1946, Madrid era un hervidero de espías y otros personajes que pasaron por la capital: como el escritor Ernest Hemingway, que durante la Guerra Civil española había trabajado como corresponsal y en 1940 publica su novela Por quién doblan las campanas, o como el actor Leslie Howard, que venía con un encargo del propio Churchill y, al mismo tiempo, para ver a su amante, la actriz Conchita Montenegro.

Una foto de ambos se exhibe en la exposición En Madrid. Una historia de la moda, 1940-1970, en la que se muestra también el backstage de la capital, en la que conviven espías alemanes e ingleses y exiliados de lujo, que huyen de la contienda europea. Todos ellos y sus cónyuges, se encargan trajes y vestidos en los sastres y modistas que van abriendo en la ciudad, acuden a fiestas, a los toros y, por supuesto, a Embassy.

Porque no solo Tom Burns padre se jugó la vida en su lucha discreta y silenciosa contra los nazis. También lo hicieron la propia Margarita Taylor y el doctor Eduardo Martínez Alonso, que salvaron a miles de refugiados de una muerte segura: judíos, oficiales aliados que habían escapado de algún campo de exterminio, desertores, apátridas... todos los que huían del régimen nazi y del horror de la guerra.

Así lo cuenta la hija del médico, Patricia Martínez de Vicente, en el libro La clave Embassy, en el que analiza documentos desclasificados de la inteligencia británica. En ellos describe como su padre, que también era el médico de la embajada británica, acudía todos los fines de semana al campo de concentración de Miranda de Ebro.

Debía comprobar el estado de salud de los refugiados procedentes de Europa que estaban retenidos allí. Para lograr su liberación, el doctor les expedía falsos informes médicos en los que alegaba que sufrían enfermedades graves y recomendaba su evacuación a las autoridades españolas para evitar contagios.

Los afortunados que lograban ser evacuados del campo de concentración eran trasladados a Embassy, cualquier hora del día y de la noche. Mientras en el salón de té, una selecta clientela de la alta sociedad española e internacional disfrutaba y se divertía, en los sótanos del local o en la residencia de la propietaria (situado justo encima), esperaban los elegidos, después de ducharse y vestirse para pasar desapercibidos, mezclarse entre los clientes y salir, en una de las rutas de evacuación de la embajada británica, hacia Gibraltar o la finca gallega del doctor Martínez.

Esas idas y venidas no pasaron desapercibidas para las autoridades españolas, que calificaron el local como nido de espías y centro de refugio ilegal de personas, por lo que Margarita Taylor fue obligada a cerrarlo temporalmente en varias ocasiones. A pesar de todo, convirtió su salón de té en una tapadera extraordinaria, con la ayuda de la mujer del embajador británico, quien se encargaba de organizar el tema de los pasaprotes con nombres falsos, los salvoconductos oficiales, la ropa y el transporte. Se habla de que, gracias al esfuerzo de ambas y otros muchos, ayudaron a escapar  a cerca de 20.000 personas.

Otra de las personas que conoce bien el papel crucial que desempeñaron Embassy y su propietaria en la Historia es la escritora María Dueñas. En su última novela, Sira (que acaba de presentarse), la protagonista de El tiempo entre costuras se convierte, precisamente, en espía.

Como ha comentado la autora: "Hay un Madrid muy diferente al de la pobreza. Un Madrid de desayunos en Embassy, de misa de 12 en el barrio de Salamanca y de piscina en el Stella de Arturo Soria. Y Sira habla de todo ello". A Embassy acude Sira, precisamente, para reunirse con Tom Burns, antiguo colaborador de la embajada británica.

Gracias a Margarita Taylor, en este país, que entonces apenas se había abierto a Europa y al mundo, aprendimos la diferencia entre un emparedado y un sandwich, y supimos lo que eran los scones. Cuentan que fue amiga de la reina Federica de Grecia (la madre de la reina Sofía), de Ramón Serrano Suñer, y por supuesto, de  los británicos afincados en la capital, así como del “todo Madrid”.

En 1975, Margarita Kearney Taylor traspasó el negocio a los hermanos Rivera, aunque ella se mantuvo como accionista y alma del local. Siguió reuniendo a lo más selecto pero no solo de la aristocracia sino de la cultura, el arte, la literatura… Conocidos o desconocidos, todos eran bienvenidos por unos camareros que llevaban décadas en la casa y conocían los gustos de sus clientes. Y aun cuando en muchos sitios se eliminaron los manteles y servilletas de tela y las vajillas de porcelana, Embassy resistía como bastión del glamour y el buen gusto.

Una imagen de los últimos años antes del cierre del mítico local.

Allí siguieron disfrutando del famoso té Embassy, de su célebre batido de chocolate y menta, de su tarta de limón, de sus pastelitos de frutas y de sus eclairs. Todos los productos continuaron elaborándose en su obrador, de forma artesanal, siguiendo las recetas originales de la señora Taylor, según las cuales las pastas se cortaban y glaseaban, una a una, y las rebanadas de pan para los sándwiches, debían medir, exactamente, cuatro milímetros de grosor.

Excepto los famosos scones, que ya no se elaboraban porque la gente no los pedía como antaño. Sin embargo, cuando la reina Isabel II vino a España en visita oficial, y la Embajada británica encargó media docena de scones para el té de la soberana (uno para cada uno de los días que estuvo en Madrid), hubo que recuperar la receta original de doña Margarita para elaborarlos. Y, al parecer, según una nota de la Embajada a Su Graciosa Majestad le encantaron los scones madrileños.

Margaret Taylor murió el 2 de diciembre de 1982 y está enterrada en el Cementerio Británico de Madrid, situado en Carabanchel. Y, cuando se acaban de cumplir cinco años del cierre del primer salón de té que tuvo Madrid, hay terminada una serie sobre su fundadora y su negocio, que pronto veremos en alguna plataforma.

En abril de 2017, ese mítico local del paseo de la Castellana (el que ocultaba un pasadizo secreto, cerca los baños, que conectaba con el piso donde vivían Margarita y su hija), cerró para siempre sus puertas, tras 86 años de actividad. Un cartel en el escaparate anunciaba a sus desolados clientes y fans que seguirían atendiéndoles en los locales de Valdemarín (Aravaca), La Moraleja y Potosí.

Los periodistas y escritores Emilia Landaluce e Ignacio Peyró crearon un manifiesto para paralizar el cierre, en el que defendían que Madrid "no puede permitirse el adiós a un local que, lejos de ser un mero salón de té, ha llegado a ser inseparable de la historia íntima de la ciudad y a convertirse en un patrimonio del espíritu de todos los madrileños".

Aseguraban que "Embassy ha encarnado un ideal de tolerancia y de apertura" y que, tras su cierre, Madrid se convertiría en "un lugar más vulgar y prosaico, más impersonal y más áspero". Siempre nos quedarán París o Londres.

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