A estas alturas de la historia -ahora que nos hemos hecho, al fin, mayores- nos consta que los tiernos cuentos que nos contaron de niños fueron edulcorados tanto por la tradición popular como por el todopoderoso Disney: sabemos que las hermanas de Cenicienta se mutilaron los pies para que les entrasen en el dichoso zapato de cristal, sabemos que la Sirenita murió después de que el príncipe la ignorase, y sabemos, tristemente, sabemos que la Bella Durmiente es la historia de una violación -al menos en el origina de Giambattista Basile-.

Ahí Aurora cae en sueño eterno al pincharse el dedo -lo que otros críticos entienden como un símbolo de la primera menstruación: es decir, un castigo por pasar de niña a mujer-, el rey se la encuentra frita en la torre y, al ser incapaz de despertarla, abusa sexualmente de ella.

Cómo se irá la cosa de madre que la protagonista se queda embarazada de gemelos y se despierta cuando uno de ellos le chupa un dedo y le absorbe la espina esa del diablo. A todo esto: el rey era un hombre casado, así que después nos comemos la venganza de la reina, que intenta cocinar a los críos de Aurora -sin éxito, porque los cocineros le dan el cambiazo con un par de corderos-. Un delirio.

El problema es que ni en la posterior versión de Perrault ni en la más mainstream y naif, la de Disney, el espectador medio sintió jamás ninguna alteración al observar cómo el príncipe besaba a Aurora mientras ella estaba inconsciente. Entendíamos que era lo normal, lo esperable: total, a él se le endosaba el papel de rescatador y bellísimo pretendiente -quién iba a negar a un príncipe-, y a ella el de dócil muchacha que aspira únicamente a ser salvada y, a la postre, a ser amada. Ya decía Kate Millet que el amor ha sido el gran opio para las mujeres: “Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban”.

Sin libertad sexual

¿Éramos todos un poco psicópatas antes de despertar a la conciencia feminista? ¿Realmente no veíamos que algo fallaba ahí; tan impregnados estábamos por nuestra educación sexista y patriarcal? Parece que sí, porque leíamos todo aquello en clave ya no aceptable, sino romántica; y porque nunca le concedimos a la protagonista la ocasión de dudar, o de decir que no, o de ser un agente activo de la historia. Nunca le concedimos libertad real, ni, por supuesto, libertad sexual.

La bella durmiente.

Todo eso cambia ahora en La Bella Durmiente, una pieza porno de 20 minutos dirigida por el cineasta queer Charlie Benedetti y apoyada por la productora de la célebre Erika Lust: la historia, de XConfessions, arranca igual, pero, sin embargo, todo es distinto. “Una vez, hace mucho tiempo, me cansé de ver cómo se perpetuaban estereotipos de género, narraciones heteronormativas, normalización de la cultura de la violación y cánones de belleza patriarcales en mis cuentos de hadas favoritos”, rezan unas letras con fondo negro en la presentación del vídeo, locutadas por la drag queen Goliarda Parda. 

“Me encantan los romances y bucear en mundos fantásticos llenos de mágicas criaturas y lugares olvidados, pero ya no puedo soportarlo más”, advierten las letras, junto a la firma de NotYourPrincess. Dicho y hecho: aquí contemplamos a una princesa dormida, inconsciente, en una cama redonda llena de fantasía, previsiblemente en la torre más alta del castillo.

Princesa racializada, príncipe queer

Primera sorpresa: se trata de una actriz racializada, con largos cabellos trenzados estilo afroamericano. Muchos jóvenes príncipes habían intentado ya besarla para despertarla de su largo sueño, pero no daba resultado. Hasta que llegó Daven, un tipo algo más excéntrico. ¿De entrada? Por su estilo queer. Numerosas joyas, uñas pintadas, cabellos largos, aura lánguida… su papel desafía completamente los estereotipos de género.

Aquí no está el macho ibérico ni el caballero cis y heteronormativo al que nos habían acostumbrado. Su belleza es otra. Su seducción, también. Es flaco, desgarbado, extrañamente atrayente, está maquillado con pururpinas en los párpados: dista mucho de ser el musculitos de turno que viene a explicarnos el mundo.

Apenas se atreve a tocarla. Sólo acaricia un segundo las telas de su vestido. No se sobrepasa. Intenta hablarle: no da resultado. Así que directamente le pregunta si puede besarla. Aunque al principio ella no se mueve, acaba despertado radicalmente al grito de “¡joder!”. Entonces se besan, se tocan, y ella le dice que quiere tener sexo.

Contra los cánones del porno

Tampoco el sexo sigue los cánones tremendos del porno, para empezar, desde el tamaño de pene de él, pasando porque la relación física se inaugura con sexo oral hacia ella. También hay besos en la boca en medio del coito. Hay abrazos. Hay humanización. Después del encuentro, se quedan tumbados en la cama, desnudos, conversando. No hay cosificación.

En este cuento moderno, el encantamiento se rompe con la cultura del consentimiento, un debate muy candente en la sociedad actual y sobre el que resulta muy complicado legislar, desde el “no es no” al “sólo sí es sí” pasando por obras contemporáneas que han arrojado luz a una cuestión tan espinosa, como el ensayo El consentimiento (Lumen), donde la editora Vanessa Springora relata cómo se enamoró del célebre escritor francés Gabriel Matzneff, 36 años mayor que ella, y más tarde entendió que era una relación de abuso.

Noticias relacionadas