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Desde hace tiempo, expertos en arquitectura y urbanismo advierten que el modelo constructor en España está más orientado al negocio que al bienestar ciudadano. Las ciudades crecieron pensando en maximizar beneficios inmobiliarios más que en ofrecer espacios dignos, accesibles y que fomenten comunidades.

Esta lógica produce barrios que parecen productos de catálogo, no hogares donde se pueda vivir bien. El resultado es una vivienda cada vez más inaccesible, tanto para comprar como para alquilar. Los precios suben sostenidamente, el porcentaje de ingresos de las familias destinados al alojamiento se dispara, y muchas personas deben aceptar condiciones precarias solo para tener techo.

Al pedir casa, lo que reciben suele ser inversiones verticales, no espacios cálidos, funcionales ni saludables. Y al mismo tiempo, los espacios públicos, la luz natural, el entorno, los servicios, la cohesión vecinal, que son aspectos esenciales para la calidad de vida, quedan relegados.

Todo esto termina afectando al medioambiente, la salud mental, la movilidad y las posibilidades de construir una vida plena. Es como si la ciudad se hiciera para que el suelo y el ladrillo rindan, no para que la gente viva. Esta reflexión es compartida por el arquitecto Pablo Borraz en su cuenta de Instagram.

En la crisis inmobiliaria española reciente se detectan varias causas estructurales. Una es la especulación inmobiliaria: la vivienda se ha convertido en un activo más para invertir, con grandes focos comprando en zonas céntricas para sacar una rentabilidad en lugar de promover el acceso a hogares dignos.

Otra causa es la falta de vivienda asequible y social. En España, el porcentaje de vivienda pública o protegida es muy bajo comparado con la media europea. De hecho, las normativas urbanísticas, la escasez de suelo urbanizable, los costes de la construcción y los largos trámites también encarecen los proyectos y distorsionan los tipos de vivienda que se desarrollan.

También influye la emigración de la lógica pública hacia la privada: muchas políticas se centran en promover la venta libre o el alquiler privado, dejando en segundo plano soluciones más colectivas o basadas en lo público. Esa tendencia refuerza el que se construya para quien paga más, no para quien lo necesita.

El impacto social de este desequilibrio es profundo. Familias que destinan un porcentaje muy alto de sus ingresos al alquiler o hipoteca viven con incertidumbre. Jóvenes tardan más en emanciparse, y muchos terminan compartiendo vivienda o mudándose lejos. La desigualdad se amplía cuando el acceso a la vivienda decente depende más de lo que uno puede pagar que de lo que uno necesita.

En paralelo, existe un fuerte déficit de vivienda nueva frente al número de hogares que se forman. Por ejemplo, en 2024 se visaron unas 127.500 viviendas de obra nueva, pero ese volumen es claramente insuficiente para absorber la demanda real.

Además, muchas viviendas nuevas no están pensadas para ser accesibles económicamente, con poco transporte y servicios, lo que resta calidad de vida.

Para revertir esta tendencia, las propuestas de los expertos apuntan en varios frentes: aumentar drásticamente el parque de vivienda social, incentivar la rehabilitación de edificios hoy infrautilizados o vacíos, agilizar trámites urbanísticos, proteger el suelo urbano, limitar la especulación y promover modelos colectivos de vivienda

En consecuencia, se busca un enfoque que priorice vivir antes que vender, tal y como indica el arquitecto Pablo Borraz, lo que exige coordinación política, voluntad pública fuerte y compromisos reales de inversión.

De esta forma, si se quiere construir una sociedad más justa, sostenible y humana, es urgente cambiar de paradigma. Que la vivienda deje de ser una mercancía y vuelva a ser lo que debe ser: un derecho, una necesidad, un espacio de vida. No basta con edificar más, hay que edificar mejor, con criterios sociales, ecológicos y de dignidad.