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Madrid, como todo protagonista de una buena historia, tiene todo lo bueno y también, todo lo malo. Sus calles, abarrotadas de vidas e historias diferentes, también son testigos de la nueva realidad de la gran ciudad.

El sonido de los turistas arrastrando maletas ha sustituido al eco de las vecinas saludándose por las escaleras. Donde antes había panaderías de barrio, ahora hay llaves electrónicas, check-ins automáticos y reformas eternas.

En uno de esos edificios, en Gran Vía, en pleno corazón de Madrid, vive María, la mujer que se niega a convertirse en un recuerdo.

Tiene 82 años, vive en una vivienda de renta antigua desde 1969 y ahora la quieren echar para dividir su hogar en hasta cinco pisos turísticos.

Ella lo resume con una frase que demuestra la realidad de miles de personas en España: "No tengo dónde ir. No tengo intenciones de irme".

Una promesa rota

María llegó a ese edificio de Gran Vía con la esperanza de una vida digna. "Nos hicieron un contrato con la promesa de que esta sería nuestra casa para siempre", recuerda.

Y durante décadas lo fue: vecinos que se conocían por su nombre, portales que eran comunidades, barrios que eran hogares. Hoy solo quedan tres inquilinas en el edificio. El resto son apartamentos turísticos ilegales.

La concejala de Más Madrid, Lucía Lois, la visita y se sienta con ella en la cocina, el único lugar donde todavía se escucha latir el corazón de la ciudad.

"Cuando no tienen la ley de su parte para poderte echar, te hacen la vida imposible para que te marches", explica Lois.

"María se está resistiendo contra gente muy rica que quiere hacerse más rica, con el apoyo del Ayuntamiento", argumenta la política.

'Se pierde la ciudad'

María y su hija, que también reside con ella, lo cuentan con tristeza: "Es que se pierde la ciudad. La esencia de Madrid se pierde. El Madrid de mi infancia no es este Madrid".

Hoy los técnicos municipales han detectado obras para poner en funcionamiento entre diez y doce pisos turísticos más.

Cada vivienda antigua se divide en dos, tres, incluso cinco apartamentos. No hay nostalgia, hay negocio. La Gran Vía podría ser una calle más de Londres, París o cualquier capital europea. Pero no. Es Madrid. O lo era.

"Nos han robado el barrio", lamenta otra de las vecinas. Y la frase resuena como un eco incómodo: "¿Qué queda de Madrid si no queda gente madrileña viviendo en él?"

La vida imposible

Los propietarios saben que si no pueden desalojarles por ley, los terminan desgastando. Reformas sin avisar, obras ruidosas en todas las plantas, polvo, ruido, cortes de luz y agua. Un ascensor convertido en almacén de lavanderías para turistas. Vecinas mayores subiendo escaleras mientras pasan las maletas.

"Entonces, empezaron con trampas, con amenazas… y dicen: 'Si no le gusta, que se vaya'", cuenta María.

No es casual. Tampoco es nuevo. Lo dicen quienes resisten: detrás hay fondos de inversión, plataformas digitales y propietarios con la mirada puesta en los 300 euros la noche, no en los 300 vecinos que ya no están.

María no tiene redes sociales, no pone denuncias en Twitter, no escribe artículos de opinión. Pero su historia se parece a la de tantas mujeres mayores que han sostenido los barrios: cuidaron familias, mantuvieron comunidades, alimentaron historias.

"¿Crees que podemos conseguir que esto se pare?", le pregunta María a la concejala con su frágil voz. Lois responde: "Que el Ayuntamiento tome conciencia y pare estas barbaridades".

Un nuevo modelo de ciudad

Madrid recibe más de diez millones de turistas al año. El Ayuntamiento estima que hay más de 25.000 viviendas turísticas activas, pero solo 1.600 tienen licencia. El resto opera en un limbo legal que, aun así, expulsa a los vecinos, especialmente a los mayores y a las familias con contratos antiguos.

En edificios como el de María, los pisos turísticos generan más dinero en una semana que un alquiler tradicional en un mes. La ecuación es sencilla: se gana más con turistas que con vecinos. La pregunta es aterradora: ¿quién vivirá entonces en el centro de Madrid dentro de 10 años?

Puertas nuevas, obras constantes, apartamentos domotizados. Ella sigue con sus muebles de madera, sus fotos familiares y una cocina que huele a infancia. No quiere irse y no puede irse.

Porque si María se va, no solo se pierde su casa, se pierde un trozo de ciudad. Se pierde memoria, identidad, barrio, historia. Ella lo sabe y por eso resiste.