Lydia Cacho
Publicada

Cada vez que hago un reportaje, me entrego a diferenciar las percepciones y opiniones de los datos duros y la realidad. Eso se llama periodismo de investigación y es mi especialidad. En esta ocasión, se trata de verificar qué sucede con el machismo, la manosfera, el descontento de algunos hombres y la violencia contra mujeres en España.

Lo primero a saber es que, según las cifras oficiales de INEbase, la violencia de género concreta ha disminuido un 5,2 % en comparación con años anteriores, a la vez que las denuncias ante autoridades han aumentado en 2025.

Eso significa que, a pesar de la gravedad de este delito, la conciencia social aumenta positivamente, y las denuncias (con la valentía que requiere hacerlas) sí funcionan como interruptor de comportamientos antes normalizados.

Por otro lado, la cantidad de personajes públicos que defienden el machismo en redes sociales, a pesar de ser preocupante, no tiene comparación con la cantidad de personas que defienden los derechos humanos de las mujeres.

Por cada youtuber que promueve la misoginia encontramos a poco más de cien activistas que la combaten y educan en prevención y denuncia. Esto significa que, a pesar de la gravedad de la proliferación de los comediantes y memistas en pro de esta y sus movimientos derivados, no representan a la gran mayoría de varones.

Mis investigaciones sobre este tema comenzaron en 2016, y en 2018 publiqué el libro #EllosHablan: testimonios de hombres, la relación con sus padres, el machismo y la violencia (Ed. Debate). Se basa en entrevistas personales de largo aliento con perfiles de diversas edades y entornos sociales. Me interesaba entender lo que sucede en las calles más allá de la percepción del ciberespacio.

El libro se convirtió en best seller, y la cantidad de jóvenes que me contactaron en redes para contarme sus propias historias me llevó a preguntar qué es lo que no estamos preguntando, lo que no escuchamos y lo que no vemos frente a lo que llaman el antifeminismo masculino.

Durante los últimos dos años he estado preparando un documental en el que he entrevistado a españoles de entre 15 y 60 años. Las cuestiones giran en torno al momento clave de su niñez en el que descubrieron que debían ser hombres, o convertirse en ellos y demostrarlo.

¿Qué ritos familiares, escolares, religiosos vivieron en ese paso al reconocimiento de su hombría?, ¿qué tanto de ello estaba vinculado a su sexualidad?, ¿qué significa e implica ser masculino? La gran mayoría reconoce que jamás se habían hecho esa pregunta.

Para algunos, resulta sumamente difícil recordar el instante, la anécdota o el hecho concreto que les hizo sentir que más valía que enseñasen que pertenecían al universo de la virilidad para no ser expulsados del mundo masculino.

Poco a poco comenzaron a reflexionar, a sentirse con la suficiente confianza para buscar en su memoria algún momento determinado. Lo hicieron con gran curiosidad por entender algo que jamás se habían cuestionado.

Resulta interesante que de los 47 hombres que he entrevistado hasta ahora, la gran mayoría —el 80%— revela que fue a través del bullying de compañeros del instituto, de hermanos mayores, de primos o algún chico siempre un poco mayor, hasta llegar a profesores, padres o sacerdotes que combinaban violencias verbales con físicas y psicológicas.

Un adolescente andaluz de 16 años me dice que su entrenador de fútbol le hacía comentarios como “hay que jugar con huevos”, “si te cansas tan pronto a lo mejor conviene que juegues en la liga femenina” o “así nunca vas a ser un tío exitoso con las chicas”. Tras la pregunta de qué les hacían sentir esos comentarios, la respuesta era: humillación.

Fotograma de 'Adolescencia', la serie que expone los peligros de la manosfera.

Una y otra vez, todos los entrevistados responden que se angustiaban al creer que solo eran suficientemente buenos o aceptables en su grupo si formalizaban la dureza emocional, ocultaban el sufrimiento y nulificaban las demostraciones de ternura y vulnerabilidad frente a los hombres y las mujeres.

En resumen, todos coinciden en que eso es la masculinidad, bloquear las emociones positivas profundas, algo que se aprende a través de otros varones.

Ante la pregunta de qué significa la virilidad para ellos, respondieron que creen que está relacionada con su sexualidad y con la posibilidad de tener erecciones inmediatas, de tener sexo con muchas personas, y de poder demostrar que fueron ellos quienes ligaron. Es decir, tan importante es el encuentro como la capacidad de hacer ver ante los otros que son conquistadores sexuales.

Por otro lado, el 85% mencionó que esperan que la persona conquistada esté agradecida, y que por eso les ame y cuide; a cambio, ellos la protegerán. Todos mis entrevistados reconocieron que su tarea como cuidadores de las mujeres es esencialmente para alejarlas de la violencia ejercida por otros hombres.

Decidí preguntarles qué tan familiarizados están en lo personal con el tema incel (acrónimo anglosajón de célibe involuntario). La mayoría dijo conocer lo que significa, haber leído en redes sobre ellos, sus propuestas y rabietas públicas. Sin embargo, hasta ahora, ninguno se identifica con esa etiqueta.

La pregunta me llevó a conversar, reflexionar y analizar un tema que se debate muy poco de manera pacífica y profunda en la esfera pública. ¿Por qué están tan enojados y deprimidos tantos hombres?

Pregunté si consideran que el enojo o la rabia son realmente contra las mujeres —en especial con las feministas—, o son más bien consigo mismos, con las nuevas condiciones de los pactos sociales de la sexualidad, el amor y las relaciones de pareja. No lo saben, solo identifican el caos, pero no son capaces de explicar su origen preciso.

La mayoría coincide en que parece que hay una conversación urgente que no hemos logrado sostener más allá del ciberespacio con la paciencia necesaria para alejarla de la estridencia, escándalo y conflicto polarizado.

Y es que, según mi investigación, uno de los aspectos fundamentales de las relaciones sexoafectivas y románticas en nuestra cultura se ha basado en el rol que han jugado las mujeres como lubricantes sociales y emocionales en la vida de los hombres.

Tradicionalmente, ellas han tenido que resolver los problemas no laborales de ellos con cautela de no evidenciar que están dando una estructura más firme a su vida personal; se han involucrado en que se lleven mejor con sus hijos e hijas (propios o de matrimonios anteriores), e incluso han sanado relaciones rotas con sus criaturas.

Las mujeres crean círculos de amistades en los que ellos se sienten bienvenidos, admirados y reconocidos. Han hecho de terapeutas familiares, de consejeras laborales para los conflictos humanos en la oficina, de coaches emocionales cuando están de bajón, de nutriólogas y animadoras. Han fingido orgasmos para no herir su masculinidad...

También han mentido sobre lo interesantes que son los hobbies u obsesiones masculinas, como el deporte que pueden ver durante horas en el televisor, o los videojuegos, entre otros. Han aprendido a aparentar ser menos inteligentes para que no se sientan inferiores...

Sobre todo, el rol para el que ellas han sido entrenadas dentro de la pareja a lo largo de los siglos ha sido el de quien juega a ser conquistada. En las relaciones sexuales, son los hombres los que llevan la voz cantante porque su masculinidad está en juego. A ellas no les corresponde ser las que deciden ligar y disponen cuándo y cómo tener sexo libre y consensuado.

Lo que miles de rabiosos e incels no han entendido es que el feminismo liberó a las mujeres de la tarea esencial de la pareja tradicional: reparar y contener la vida emocional, erótica, afectiva y cotidiana de los varones para que ellos triunfasen en lo laboral.

Una de las conclusiones que surgen de todas las entrevistas muestra que el problema no es de ellas sino de ellos, porque esta liberación femenina ha evidenciado las carencias y falta de poder real de la masculinidad.

El 90 % de mis entrevistados han dicho que se sienten más cómodos siendo quienes más dinero ganan en la pareja, y más aún si son exitosos y asumen el rol de proveedor único de la familia. De ahí se entiende que los incels aseguren que la incorporación de las mujeres al mercado laboral, junto con las nuevas reglas del capitalismo salvaje, les ha arrebatado su hombría.

En un mundo en el que han sido educados por otros hombres bajo el precepto de que quien paga manda, no saben qué hacer con las nuevas reglas.

La rabia de los 'célibes involuntarios' carece de sustento teórico, e incluso de argumentos sólidos, porque está desatada por su incapacidad de reconocer que lo que sufren es la pérdida del propio control, porque no han sido educados por otros varones para ser personas afectivamente responsables.

De este modo, no saben cómo construir relaciones emocionales horizontales. Confunden conquistar y seducir con tener accesibilidad sexual hacia mujeres que de inmediato les van a facilitar la vida justificando todas sus taras emocionales e intelectuales.

Mis entrevistados aseguran que creen que los youtubers de la machósfera tienen éxito porque confirman la mentira, simplificando que los hombres se cuentan —cuando no quieren enfrentar sus propios problemas y miedos— que siempre es más fácil culpar a quienes se liberan.

Así lo hicieron los esclavistas del sur norteamericano que argumentaban que la liberación de los esclavos negros había causado una crisis económica, porque ahora ellos debían pagar salarios a sus trabajadores y reconocer sus derechos laborales, lo que arruinaría la economía de los más ricos.

A continuación, algunos ejemplos que los entrevistados exponen con desconcierto y no entienden: “Si yo le digo a una chica 'no te escribo mensajes porque no soy bueno para ello', una mujer de antes diría 'que no me preocupe, que lo entiende y se adaptará'; y una feminista responderá que no quiero escribir porque no me interesa cultivar la relación".

“Si le digo 'mira, me encantas, te extraño y no dejo de pensar en ti', antes se sentiría halagada, pero ahora responderá que lo que extraño es el sexo con ella, no a ella, porque hace tres semanas que no le escribo mensajes", aseguran.

Imagen de archivo de una pareja en una discusión. iStock

Uno tras otro, plantean ejemplos con los que una respuesta honesta de una mujer desmonta lo que ellos viven como una traición a la obligación que la cultura ha entregado tácitamente a ellas para que las relaciones de pareja funcionen.

Más de la mitad acepta que lo que el feminismo les está diciendo y les disgusta es que se hagan cargo de su vida, que ellas no están dispuestas a adoptar hombres para transformarlos, educarlos, darles terapia y subirles la autoestima.

Lo que ellas buscan son relaciones honestas e igualitarias en que cada persona de la pareja –da igual si es de amistad erótica o una que busque romance y relación de largo aliento– haga la tarea que le corresponde para trabajar su salud emocional.

Que se comprometa a construir vínculos afectivos, a los que debe dedicarles tiempo de calidad, sacrificar cosas personales para estar donde promete que quiere estar y hacerse cargo de su valija de emociones no resueltas, en lugar de llevarla a casa de la pareja y dejarla allí con el candado bien puesto para que ella adivine poco a poco cómo descifrar sus traumas y heridas negadas.

La mayoría de entrevistados confiesa que no entiende cómo lograrlo. Todo parece indicar que la rabia extrema de los neomachistas e incels se nutre del vacío que no saben cómo manejar o no quieren aprender a hacerlo.

Por otro lado, está el enojo y el desconcierto de los hombres frustrados, deprimidos, asustados, no identificados como incels, que no comprenden por qué les han arrebatado la seguridad de que el sexo, la pasión y el amor llegarán a sus vidas simplemente por aparecer en escena con su masculinidad a cuestas y buenas intenciones (de aliados feministas incluso).

Confiesan que no son capaces de entender que millones de mujeres han renunciado a la vez al rol de lubricantes socioafectivos y, con ello, han ganado autonomía y claridad de lo que quieren y lo que no están dispuestas a dar a cambio de migajas de sexo superficial, amor y afecto de un señor que ha aprendido a cultivar su virilidad y no mucho más.

Uno de mis entrevistados dijo: “Ahora resulta que nos estáis exigiendo que los hombres asumamos un rol que no queríamos ni buscamos; nosotros estábamos muy bien y la sociedad, por culpa de las feministas, impuso nuevas reglas del juego, y es jodido no saber cómo jugar ahora. Eso da miedo e inseguridad”.

Otro, aludiendo al mismo tema, expresó que “a mí me molesta que haya cambiado tanto el romanticismo; yo quiero el amor como el que le ha tocado vivir a mi padre, no alguien que me exija todo el rato eso de la responsabilidad afectiva, que es cosa de mujeres”.

Teaser de '#ELLOSHABLAN', el próximo documental de Lydia Cacho.

Todo parece indicar que lo que persigue a los hombres rabiosos no son las feministas ni su libertad, sino el fantasma de un pasado que añoran, uno en que esperan recibir amor, placer sexual y ternura sin estar dispuestos a aprender cómo cultivarlos y entregarlos en la misma medida en que los reciben... y queda preguntar dónde está la educación sentimental para los chicos.

No parece ser verdad que estamos frente al fin del amor romántico. En realidad, ellos mismos indican que estamos ante los últimos días de la servidumbre de las mujeres ante el romanticismo tradicional.

Escuchando a los hombres todo parece indicar que, más allá de los discursos tras la pantalla, a los más rabiosos que quieren una vida amorosa les tocará aprender a aportar lo que les corresponde. Y es que, en realidad, se acabó el mito de que ellos quieren pasión y ellas afecto: ambos persiguen las dos cosas y tendrán que cultivarlas en igual medida.

A partir de las entrevistas con los sujetos y con expertos en salud mental, una de las conclusiones parciales nos muestra que los rabiosos tienen una disonancia cognitiva y no han pensado que su enojo es contra esos chicos que les humillaron, esos padres emocionalmente ausentes, esos profesores que ridiculizaron la vulnerabilidad, la inseguridad y el miedo.

Quienes los traicionan son aquellos que les siguen prometiendo un paraíso de la desigualdad que, afortunadamente, ya no existe. Las mujeres liberadas ahora tienen tiempo libre para ser felices, cuidarse a sí mismas, triunfar laboralmente y gozar de una vida en la que merecen amor y placer, porque para protegerse de los agresores ya están ellas, sus amigas y las leyes.

Todo parece indicar que cuando ellos hablan honestamente se enfrentan a una tarea cuya solución solamente está en sus propias manos.

* Lydia Cacho es periodista, autora de veinte libros y documentalista feminista.