La escritora y Premio Princesa de Asturias Gloria Steinem narra en su libro Mi vida en la carretera cómo su aspecto físico (aun hoy, casi nonagenaria, sigue siendo una mujer objetivamente guapa) a menudo ha resultado un lastre para sostener su credibilidad como feminista.

Este es uno de los párrafos que recogen esa idea: “En 1971, The St. Petersburg Times publicó este titular: ‘La belleza de Gloria contradice sus propósitos’. Se me evaluaba en base a la expectativa de que todas las feministas eran feas en un sentido convencional, y luego se me describía en contraste con dicho estereotipo. El subtexto decía: ‘Si puedes conseguir a cualquier hombre, ¿qué falta te hace la igualdad salarial?”.

Eso, que suena tan anticuado, vuelve a funcionar hoy en día, aunque de otra manera, más desoladora si cabe. Ya no son únicamente los ignorantes o los malintencionados quienes identifican el movimiento feminista con la fealdad o el desaliño, sino que a veces son las propias feministas –me refiero a las que se ganan la vida haciendo uso de esa palabra, porque feministas somos todas las mujeres con dos dedos de frente que defendemos la igualdad– las que ponen en tela de juicio a aquellas que osen sacar partido a sus atributos físicos privilegiados.

Miren qué campaña de acoso y derribo ha sufrido la cantante Chanel Terrero dentro y fuera de las redes sociales por menear su culo poderoso sobre el escenario de Eurovisión. Y analicen con qué crudeza se ha tratado a la modelo Amber Heard por acudir impecablemente peinada y maquillada a su juicio contra Johnny Depp.

Hace unos meses entrevisté a la modelo Nieves Álvarez, una de las tops más importantes que ha dado nuestro país. La embajadora de marcas de lujo como Bulgari me contó que en un momento de su carrera decidió cortarse el pelo al cero “para parecer menos guapa”. Parecer menos guapa… ¿quién desearía tal cosa? Sólo alguien que se ha sentido apartado por salirse de la media.

Cuando dicha entrevista salió a la luz, varias mujeres me escribieron mensajes privados a mi cuenta de Instagram en los que mostraban su desacuerdo con que hubiera elegido a Nieves como protagonista del podcast “Beauty is not a drama”, producido por la compañía farmacéutica Croma Pharma y en el que cada mes se recoge el testimonio de una mujer inspiradora.

“A mí qué me interesa lo que tenga que decir una modelo”, me espetaron algunas, dando salida al viejo y aburrido tópico de que las guapas han de ser necesariamente tontas. Nieves (que, además de extremadamente guapa, es lista y amable, para quien no tenga la suerte de conocerla) ha vivido experiencias tan extraordinarias como la de trabajar codo con codo con un genio de la talla de Yves Saint Laurent, motivo más que suficiente –creo yo– para tener interés en escucharla. Pero hay personas que no quieren escuchar a Nieves porque su belleza sobrenatural la convierte en sospechosa de algo que no acierto a adivinar.

Es indudable el gran avance que supone el hecho de que ahora veamos en las portadas de las revistas y las campañas publicitarias cuerpos de distintas edades, tallas y razas, pero me pregunto si en aras de la diversidad no estamos cayendo en el absurdo de machacar a las guapas y delgadas, como si tuvieran que disculparse por esa ventaja genética con la que parten, cuando nadie le exige a la tenista Garbiñe Muguruza o a la nadadora Mireia Belmonte que pidan perdón por hacer gala de una fortaleza física que las demás nunca alcanzaremos.

El filósofo Umberto Eco firmó en 2004 un maravilloso libro sobre la Historia de la belleza en el que apuntaba: “Es bello aquello que, si fuera nuestro, nos haría felices, pero que sigue siendo bello aunque pertenezca a otra persona”. Admirar la belleza del prójimo es, pues, un signo de inteligencia y madurez. Y sacar el dedo acusador ante esas mujeres que deciden exhibir sus cuerpos o rostros monumentales como les da la gana no es feminismo: se llama, simple y llanamente, envidia.