Decía Emilia Pardo Bazán que ella tenía el alma juguetona y elástica, que cómo iba a encasillarse: ¡chiquita era la doña! Por eso en Insolación se aleja de su consagrado estilo naturalista en Los Pazos de Ulloa para ponerse espiritualista y ahondar en la psique de los personajes, casi rascándole las entrañas.

Ahora que celebramos la efeméride de esta mujer tan inusual, es importante reseñar también lo inusual que fue su obra: en cuanto a genialidad, en cuanto a compleja estructura, en cuanto a carga política y social, y, muy especialmente, en cuanto a la reivindicación de un feminismo feroz -que entroncaba con su propia vida- y que fue muy denostado por la España de la época. 

Sin ir más lejos, vaya tabarra le dieron a doña Emilia a la publicación de Insolación -que fue en 1889, aunque la novela llevaba escrita desde 1887- por dedicársela al bueno de José Lázaro Galdiano "en prenda de amistad", con quien -cuentan las malas lenguas- tuvo un affaire que volvió loco de celos al mismísimo Benito Pérez Galdós. Fueron muchos los críticos que señalaron que en esa obra se estaba descubriendo ella misma como la amante del empresario y coleccionista de arte, porque hacía mucho ya que la escritora se había separado de su marido y se hablaba de sus pasiones con demasiada frecuencia en los mentideros.

La autora que no juzga

El argumento central de Insolación es el deseo desaforado de la joven viuda Asís Taboada, marquesa de Andrade, por un canalla gaditano, seductor y aventurero llamado Diego Pacheco, con el consiguiente reproche de toda aquella sociedad hipócrita y mojigata. También las burlas y los desprecios que recibió la novela fueron de corte sexista: se juzgó, previsiblemente, la moral de la protagonista, y molestó a los carcas que Asís Taboada no terminase -como siempre sucedía en los relatos en los que una hembra sacaba los pies del tiesto- padeciendo un final trágico, un ostracismo sentencioso, una muerte violenta o una terrible decepción que la bañase en lágrimas. 

Era la manera de la ficción de corregirse a sí misma en sus desbarres, en sus sabios desvaríos, en sus ansias de libertad: si la historia se iba de madre porque la protagonista desafiaba a su destino, más le valía a la literatura darle el correctivo en vida y coronar aquella transgresión con el 'merecido' castigo. ¡Pero no!

Lo más divertido es que Emilia no juzgó en ningún momento a su antiheroína ni dejó que la vida la maltratase: de hecho, la novela arranca en una cama donde la viuda se muere de resaca y de vergüenza -de 'insolación', vaya- por saberse encantada por Pacheco, por haberse dejado seducir por él, por haber bebido demasiado de la botella y de la vida; pero es que después de todos los sinsabores, las reflexiones y juegos de la historia, la novela termina con Asís en una cama otra vez, ahora feliz y exhausta de goce, porque se va a casar con Pacheco -que a pesar de ser un perla, parece tener buenas intenciones y ganas de cambiar-. 

¿Boda, para qué?

Pereda y Clarín despacharon a gusto contra Emilia. Este último se excedió especialmente, tildando a Insolación, cruelmente, de ocupar "un lugar intermedio entre una obra pornográfica y una artística". Es curioso, porque quizás desde el feminismo podría argumentarse justamente lo contrario: que la novela pasa la pasión por el ojo de aguja del amor, del amor romántico, digamos, porque parece culminar en boda. ¿Es que toda esta aventura sólo tiene sentido si Asís Taboada pasa por el altar, como una forma religiosa de expiar sus pecados, de justificar que todo fue bajo la pátina del sentimiento, que el deseo por el deseo es sucio, que el sexo por el sexo no se concibe? 

Pues tampoco, porque en Insolación el matrimonio no es el fin, el matrimonio no es lo que ansía Asís ni con lo que pretende realizarse como mujer tras la superación del duelo de su marido fallecido, sino que el enlace supone aquí casi un sacrificio que hacer para que la puñetera sociedad se calle y los amantes puedan entregarse a lo que verdaderamente anhelan: el placer físico.

El orgasmo sana 

Aquí queda bastante claro que el orgasmo no envilece, sino que sana: el proceso de satisfacción de la protagonista es creciente. Al principio está llena de angustias por no dejar reventar su fascinación por el canalla, pero al final, ¡ay, al final, qué contenta nuestra amiga! Nada queda de aquella zozobra que sentía en otros tiempos: "¡Sentía un abatimiento grande, agujetas, cansancio, y al mismo tiempo una excitación, unas ganas de echar a andar, de huir de si misma, de no verse ni oírse!".

El acercamiento físico, la seducción y el cortejo son el único lenguaje, por encima de cualquier obnubilación romántica: "¿Hay entre nosotros, dos minutos después, algún vínculo que no existía dos minutos antes?".

En cualquier caso, aunque se entrevee que la boda se va a celebrar y que los dos amantes están loquitos el uno por el otro -prácticamente unidos por las líneas de la mano que les leyó una gitana-, el final queda abierto, lo que resulta mucho más estimulante para el lector y menos moralizante: no sabremos si Pacheco sentará la cabeza, con lo díscolo que es él; no sabemos si, de pasar por el altar como ha prometido, será un buen marido o un futuro buen padre, pero lo mejor es que nada de eso importa.

Lo único fundamental es que la narradora le ha dado a Asís las armas de la emancipación: la capacidad de tomar sus propias decisiones, de apostar por su autonomía, de hacer oídos sordos al gentío y a sus apreciaciones, la inteligencia y la audacia para seguir la senda de su deseo y la madurez para elegir y equivocarse, claro. Para arriesgarse y ganar o para arriesgarse y perder. Aunque su imagen de mujer buena y pura, respetada, se fuese al garete. Aunque la pensasen -o la llamasen- "puta". 

Está dispuesta nuestra dama a dejar de ser esa mujer "formal, respetable" a la que "ni el mundo ni Dios tenían por qué volverle la espalda". Está dispuesta nuestra dama a dejar de ser dama y a tomar té con el diablo si hace falta para llegar al fondo de su propio sentir. Está dispuesta, aún más, a experimentar más allá del amor que había sentido por su fallecido marido: ese amor casto y estable que no trastoca a nadie, ese amor rutinario y vacío de libido que no destroza nada.

Así lo cuenta en el libro: hasta que conoció a Pacheco, de casualidad el día de San Isidro, ella sólo había gozado de un "sentimiento apacible, exento de esas divinas locuras que abrasan el alma y dan a la existencia sentido nuevo" (es decir: el sexo fogoso). Al fin y al cabo, como expresa Emilia en el mismo tomo, "Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten? (…) Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro".

El falso aliado

Un último punto importante y que revela el auténtico vanguardismo y precocidad política de la autora es el desarrollo del personaje de Gabriel Pardo, un presunto buen colega de Asís que al final nos sale rana. Se trata del típico amigo del que nunca está claro si quiere algo más con la protagonista o si simplemente es un fiel fraterno: el caso es que va de buen conversador, de nihilista, de pícaro con ideas progresistas, de vehemente políticamente, de 'hombre feminista', una suerte de intelectual punki que se dejaba ver en las tertulias más influyentes del momento.

A él le confiesa su amiga lo que siente por Pacheco y él la 'ayuda' diciéndole que es injusto que haya un doble rasero a la hora de medir los comportamientos del hombre y los de la mujer -es decir, despliega su moral progresista con ella-. El problema vuelve a ser el cinismo, porque tras esa reveladora charla, él piensa lo siguiente: "Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable (...) En fin, cosas que suceden en la vida: chascos que uno se lleva. Cuando pienso que a veces se me pasaba por la cabeza decirle algo formal...".

Al final, la moraleja es la de siempre: todo era estética. Subterráneamente, el patriarcado latía. Otro hombre más que se las daba de comprensivo y de defensor de los derechos de las mujeres... pero sólo en teoría, porque cuando esa práctica ponía en riesgo sus propios deseos, su virilidad o su capacidad de seducción, ya no le convencía y volvía a renacer el que nunca se fue: el enorme machista.  

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