Dice Amarna Miller que las mujeres nos hemos construido a partir de la mirada de los hombres -y de la moral imperante en la sociedad- y que es hora de quitarnos esa cáscara y emanciparnos del prisma ajeno. Nunca tuvimos demasiadas opciones: ser la esposa, ser la amante, ser la puta, ser la virgen, ser la madrastra, ser la ex “histérica”… un juego limitado. Un juego con las cartas dadas. 

El reproche, cortito y al pie: siempre se nos podía culpabilizar por ser una cosa o por ser la otra. ¿Tímidas? Mojigatas. ¿Libertinas? Frescas. ¿Cómo era lo de “señora en la calle y puta en la cama”? Qué lío entre lo público y lo privado, qué esquizofrenia entre el barrio y la alcoba. ¿Todas putas? Mal. ¿Todas señoras? Pues vaya reprimidas. No supimos bien qué hacer con nuestra libertad, porque era una libertad trucada, marcada como una res por los arquetipos que tejieron los hombres. Quizá, como decía Carlos Barral, fuimos libres sólo para decidir lo que no importa.

En este libro, Vírgenes, esposas, amantes y putas (Espasa), la comunicadora, ex trabajadora sexual, activista e influencer hace una retrospectiva de su propia experiencia como mujer y cómo su vida ha estado condicionada por su género: desde los juegos del patio del colegio a la autoexploración del sexo, de la vergüenza, los pudores, los pánicos y los deseos mitigados a la iluminación, el goce, el orgullo, la reivindicación y la conciencia libre. Un camino espinosito y lleno de preguntas. Aquí van algunas.

¿Qué es ser mujer; en qué consiste? ¿La mujer nace o se hace?

Es un rompecabezas que vamos descubriendo. La identidad femenina tiene muchos prismas y casi nunca creados por nosotras. No es algo elegido, viene impuesta por los roles o los cánones de una sociedad que ha silenciado nuestras voces. La mujer se hace. Nuestro género no es tanto una condición como un destino.

Nos marca a la hora de descubrir nuestra vida, nuestro entorno, nuestra relación con los hombres y con nosotras mismas, nuestra sexualidad… ahora tenemos más herramientas que yo, por ejemplo, no tenía de pequeña, aunque el feminismo tenga muchísimos más años que yo. Pero entonces no eran asequibles, no estaban al alcance de la mano.

Pero, ¿cuál es el mínimo común múltiplo? ¿Cuál es el gran punto en común que tenemos todas las mujeres?

Es una buena pregunta. Yo creo que lo que nos atraviesa a todas es algo negativo: es la violencia, el miedo, la soledad, el estigma, la culpa. Pero me da rabia, en realidad, el construir nuestra identidad en negativo. Identificarnos por las cosas que sufrimos y no las que deseamos o hacemos.

¿Cómo descubre una que es mujer, en el caso de una persona trans?

En este libro hablo de mi propia experiencia, me parece peligroso abarcar espacios que no me corresponden.

¿Cuál fue tu primer miedo como mujer y cuál tu primer deseo?

El primer miedo fue a la agresión sexual. El miedo a la violencia que nos inculcan desde niñas. Ese momento en el que estás dando el salto de la niñez a la preadolescencia y ves cómo un montón de reglas cambian: tienes que ponerte la parte de arriba del bikini, tener cuidado con cómo te sientas para que no se te vean las bragas… vas descubriendo que hay mil normas que tienen que ver con tu género, con ser mujer. Lo viví de forma dramática.

El pánico a andar por la calle sola, a volver del colegio por tu cuenta, el que te digan constantemente consejos proteccionistas, el llamar por teléfono asustada, el pedir un taxi para no volverte sola, el llevar las llaves en la mano… o el “que te acompañe un amigo”, no una amiga. Eso pone en evidencia el miedo constante a que nos violen.

Mi primer deseo fue ir a kárate, pero a las niñas se nos orientaba hacia juegos con poco contacto físico que no pusieran en peligro nuestra integridad, como la gimnasia rítima, el ballet, la danza… yo quería pegarme de leches. Fue mi trauma de pequeña. Pero este machismo intrínseco y naturalizado, afortunadamente, se está diluyendo.

¿Y tu primer deseo relacionado con el placer, con lo libidinoso?

De adolescente mi gran deseo fue tener más libertad a la hora de comunicar mi placer y mi deseo. Con 15 años escuchaba a los niños hablar de cómo se masturbaban, todo era muy onanístico… pero nosotras no podíamos hablar de ello, porque nos pesaba un gran sentimiento de culpa y de vergüenza. Llegué a pensar que era yo la única que me masturbaba.

¿Crees que las mujeres aún tenemos sobre nosotras el imperativo de tener que elegir entre dos posibilidades: entre ser la virgen o la puta; la estrecha o la zorra?

Como te decía, la identidad femenina está constreñida por unos valores que vienen del exterior. Más allá de la virgen, la madre o la puta -creo que esta terminología se va superando-, sí es cierto que estamos muy limitadas en lo que el mundo espera de nosotras. Lo decía John Berger en Modos de ver. Decía que los hombres se ven a sí mismos mientras hacen cosas, y que las mujeres nos observamos a nosotras mismas a través de los ojos ajenos mientras hacemos cosas.

Esto es muy interesante a nivel educacional. Vivimos constantemente pendientes de las opiniones de los hombres. Es un triángulo extraño en el que no miramos hacia adentro, hacia lo que esperamos. Buscamos la complacencia, tenemos miedo al rechazo.

¿Qué estamos obligadas a ser, exactamente, en 2021? Si a finales de los setenta aún nos tocaba la de ser esposas sumisas y madres entregadas, ¿cuál es el paradigma hoy?

El paradigma ha evolucionado, pero por supuesto, sigue latente. Yo diría que las mujeres sentimos que tenemos que vivir nuestro placer a través de nuestro compañero de cama. Disfrutamos aún a través del placer de los hombres. Supeditamos nuestro orgasmo al de nuestro compañero. Es una especie de síndrome de Estocolmo retorcido, entre la culpabilidad y la complacencia.

Nos toca cerrar puertas y mirar hacia adentro, hacia las mujeres como grupo y por supuesto, desde el punto de vista individual. Pasa lo mismo con la depilación y con la regla. La regla es algo sucio, algo malo -históricamente se nos ha contado así-, si vas a pedir un tampón a una amiga lo pides en voz baja -yo me recuerdo a mí misma escondiendo la compresa en el dobladillo de la falda…-. Es un ejemplo de cómo hemos construido nuestro propio cuerpo, nuestra vida y hasta nuestros procesos biológicos en base a concepciones ajenas. Si nosotras hubiésemos construido esos valores, la regla estaría naturalizada.

Recuerdo ese artículo de Gloria Steinem donde decía que si los hombres menstruaran, la sangre sería sagrada.

Yo también lo recuerdo. Y que competirían entre ellos a ver quién sangra más (ríe).

Si la palabra “puta” está tan cargada de connotaciones patriarcales y machistas desde nuestra adolescencia, si ha resultado tan insultante y tan perversa, ¿cómo se puede defender la prostitución desde el feminismo? ¿Es posible que se quite la carga machista -en una industria donde, además, la demanda es masculina mayoritariamente y la oferta femenina-?

Me interesa resignificar conceptos. La palabra “puta” se ha usado como insulto, de forma peyorativa, para culpabilizar el deseo femenino. Cuando te dicen “puta” no te están diciendo que ejerzas una modalidad de trabajo sexual, sino que eres una mujer promiscua y que eso es algo malo, algo negativo. Hay que reconfigurar la palabra. Es algo que ha hecho muy bien el colectivo LGTBIQ+ con palabras como “maricón” o “bollera”. Las han hecho bandera. Pues esto igual: “puta” no es un insulto, es un calificativo, asumámoslo ya. Yo sí creo que puede empoderarnos llamarnos a nosotras mismas “puta”. Mira el libro de Noemí Casquet, que se llama Zorras.

Estoy de acuerdo contigo en que el trabajo sexual, tal y como existe hoy día, es mayoritariamente machista, pero la labor del feminismo es reconstruir estos espacios. Son machistas como serían machistas otros espacios si no existiesen regulaciones para que los derechos de los trabajadores fueran respetados. Como sucede en la industria de la moda, como sucedería si esto fuese el salvaje Oeste… en Tailandia hay niños cosiendo zapatillas por tres céntimos la hora. Es horroroso.

Aquí hay que hacer un ejercicio de apropiación. El feminismo es un arma política que sirve para conquistar espacios. El trabajo sexual es un trabajo incomprendido, estigmatizado. De las peores cosas que puede hacer una mujer es ser abiertamente promiscua y sexual, y la peor, cobrar por ello. Si además le sumas la culpa femenina… y la culpabilización del deseo ajeno… no acabamos. La prostituta encarna el papel de la peor mujer, la mujer depravada, la tentación, la mujer con la que los maridos ignoran a las esposas y a los hijos. Por eso el feminismo tiene que ocupar ese espacio.

¿Por qué las mujeres no usamos servicios de prostitutos, o por qué la demanda es ínfima?

Por la educación que hemos recibido alrededor de nuestro sexo. Una educación estigmatizante. A una mujer no se le ocurre la idea de poder consumir trabajo sexual porque está fuera de las cuestiones que le han enseñado a nivel de interacción con su propio cuerpo o su sexualidad. El deseo sigue estando supeditado a un segundo plano, y consumir trabajo sexual tiene que ver con tu placer y tu deseo, con las cosas que tú quieres hacer.

Hablas de que se puede defender la prostitución desde el feminismo, pero, ¿cómo defender que un putero sea feminista?

Creo que los hombres son feministas o machistas independientemente de que exista la prostitución o no. Cargar a la prostitución con la responsabilidad de hacer que un hombre sea más o menos feminista… es idílico y un tanto delirante.

¿Por qué dejaste de ser trabajador sexual y de dedicarte al porno?

Fue un proceso muy orgánico. Me siento orgullosa de haber sido trabajadora sexual. No me arrepiento. He vivido como una imposición extraña por parte de la sociedad el decir que me arrepiento, cuando no es así. Es como la parábola del hijo pródigo. Si dejas el trabajo sexual, parece que eres más aceptada socialmente, y mucho más si lo criticas y dices que has sido una muñeca rota.

No, yo me he mantenido en mis trece, y, por ejemplo, he conservado mi nombre, Amarna Miller, algo que las chicas no suelen hacer. Ni los chicos. La gente suele cambiar de nombre, con si fuera una letra escarlata que no hay que volver a tocar. Para mí mantener el ‘Amarna Miller’ es un trabajo político.

He cambiado de trabajo, simplemente, pero el trabajo sexual me aportaba muchas cosas, sin negar por ello que existe mucha precariedad y que hay que tener mucha resiliencia. Lo pasé bien y disfruté en la mayor parte de las ocasiones. Pasas días malos y hay cosas que no te molan, como en todos los trabajos, pero aquí más al no haber convenios, al haber acuerdos abusivos, al ser un trabajo precario y sumergido… con todo, me seguía compensando, hasta que llegó un punto en el que me dejó de compensar. Estoy con otras cosas, viví un gran cambio y estoy muy contenta con mi vida.

¿Qué piensas de la cirugía estética? ¿La carga el machismo?

Durante muchos años pensé que la cirugía estética era un mal horrible de nuestra sociedad y de los cánones de belleza que nos imponen, imposibles de cumplir, y por los que acabamos pasando por el quirófano o haciéndonos tratamientos estéticos. Me chirriaba. Pero desde que empecé a escribir el libro me planteé que todas somos herederas de nuestro contexto y que no puedo ni quiero juzgarlo.

Quiero que cada una llegue a su propia conclusión, no tengo ganas de criticar. Criticándonos entre nosotras no vamos a ningún lado. Lo decía Leticia Dolera en su libro: todas somos herederas del machismo y del patriarcado y tomamos decisiones en función a esa herencia. Tenemos que dejar de señalarnos entre nosotras y hacer más introspección.

¿Por qué le hemos tenido siempre tanto miedo a la violación pero, a la vez, la violación puede ser una fantasía sexual?

Tiene que ver con el constructor en el que hemos crecido. Se nos ha enseñado que el hombre como figura de autoridad es algo deseable y creo que nuestras fantasías sexuales provienen de un lugar muy recóndito de nuestra identidad, pero que el deseo no es manejable. No elegimos lo que nos gusta, somos fruto de un contexto y de una educación. Creo que hay que eliminar el sentimiento de culpabilidad y gozárnoslo con nuestras fantasías y deseos en nuestra cabeza sabiendo de dónde provienen, porque intentar modificar nuestras fantasías es poco asequible.

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