"Un día, como cualquier otro, tras una larga jornada de trabajo, estaba volviendo a casa buscando un momento de descanso. Sin embargo, al llegar, algo llamó mi atención", cuenta un joven anónimo en un vídeo de YouTube.
En su patio trasero, junto a un viejo cobertizo, se movía lentamente una figura pequeña y desgarbada. Se trataba de un gato callejero, de pelaje tan enmarañado que apenas se le podían distinguir las formas.
Sus costillas se marcaban bajo la piel, prueba de una alimentación escasa y dura vida en la calle. El pobre animal intentaba mantenerse en pie, aunque sus movimientos eran torpes.
Tenía mechones de pelo apelmazados y nudos que probablemente llevaban semanas sin tocar agua ni cepillo. Y el joven sintió un impulso inmediato: no podía dejarlo ahí. Sin pensarlo demasiado, se agachó con cuidado para no asustarlo, murmurándole palabras suaves y lo cogió en brazos.
El gato no se resistió, quizá porque había perdido ya las fuerzas para huir. Al llegar al interior del hogar, el joven decidió separarlo de sus propias mascotas para evitar contagios o conflictos. A continuación, preparó un espacio en una habitación independiente y, con paciencia, comenzó a bañarlo.
Un color nuevo
No fue tarea sencilla. El agua reveló la suciedad acumulada y liberó parte del pelaje apelmazado. Hubo que darle dos baños completos para que el color original de su pelo empezara a asomar y para que su olor dejara de ser el de la calle.
Aun así, el joven notó algo preocupante: el animal parecía débil, respiraba con lentitud y su mirada opaca transmitía agotamiento. Decidió no esperar más y lo llevó al veterinario de urgencias. Allí llegó la primera sorpresa: no era un gato, sino una gata y estaba embarazada.
"Afortunadamente, no tenía ninguna enfermedad, solo estaba muy desnutrida", afirma el chico. En los primeros días, mostraba un miedo visceral. No maullaba, no se acercaba; su única defensa era arañar si alguien intentaba tocarla.
El joven incluso trató de ponerle un collar para identificarla y facilitar el manejo, pero ella se rascaba sin parar, intentando librarse de cualquier cosa que le resultara extraña. Ante su estrés, el chico estadounidense decidió devolverla a su cuarto, apartada de los demás felinos de la casa.
Max
El gato más grande de la familia, Max, fue el primero en mostrar cierta hostilidad. "Solía gruñirle cada vez que la veía", recuerda. Él intentaba calmarlo con un "oye, sé amable", dicho casi como una súplica.
Un gato asustado debajo de una mesa.
Con el paso de los días, la tensión disminuyó. La curiosidad venció al recelo y, poco a poco, el resto de los gatos comenzaron a acercarse a la nueva integrante, oliéndola y observándola. Así, la familia decidió oficialmente que se quedaría con ellos.
No todo fue sencillo. Uno de los mayores retos era que el animal estaba demasiado habituada a la vida salvaje y no sabía usar la caja de arena. Elegía lugares aleatorios de la casa para hacer sus necesidades, lo que causaba más de un dolor de cabeza.
Sin embargo, un día el estadounidense notó algo sorprendente: sus otros gatos parecían estar enseñándole. Ella se sentaba a mirar cómo ellos usaban la caja y, al poco tiempo, imitó el comportamiento. Desde entonces, nunca más volvió a equivocarse.
Parte de una historia
Hoy, el joven reflexiona sobre esa tarde en que la vio por primera vez. "Me hace sentir genial haber podido marcar la diferencia en su vida", confiesa.
Para él, aquella gata no solo llenó un hueco en su hogar, sino que también le devolvió un amor multiplicado."Todo el amor que le he dado, ella me lo ha devuelto diez veces más. Y quiero seguir siendo parte de su historia".
