Cada año, miles de personas en España reciben un diagnóstico que cambia sus vidas de un momento a otro: epilepsia. Este trastorno neurológico, que en ocasiones es incomprendido y hace frente a numerosos prejuicios, se manifiesta a través de crisis recurrentes causadas por una actividad eléctrica anormal en el cerebro.
El pasado sábado, 24 de mayo, se celebró el Día Nacional de la Epilepsia y en esta jornada las diferentes asociaciones y federaciones del país se unen para dar visibilidad a esta enfermedad. En esta lucha también se suma la Asociación de Epilepsia de Málaga (AMADE).
Entre sus reivindicaciones se encuentra hacer que la población sepa que la epilepsia es una enfermedad neurológica, no mental, que requiere comprensión y apoyo. Además, quieren hacer hincapié en que la concienciación y la educación son clave para mejorar la calidad de vida de las personas con epilepsia y sus familias.
Las formas en las que los pacientes empiezan a tener crisis epilépticas son muy variadas, al igual que las personas y su edad, puesto que algunos la manifiestan al nacer, otros tras un cambio hormonal en la adolescencia o cuando son adultos.
Anai, diagnosticada de epilepsia con 13 años
Entre los que padecen esta enfermedad se encuentra Anai, que tenía apenas 13 años cuando sufrió su primera crisis epiléptica mientras estaba en el instituto, justo un tiempo después de que empezaran sus cambios hormonales.
“Estaba en clase, me desplomé y directamente perdí la conciencia”, recuerda en una entrevista con EL ESPAÑOL de Málaga. Durante un tiempo pensaron que se trataba de un problema cardíaco.
“A partir de ahí empezaron a darme crisis que eran como desvanecimientos. Al principio, pensaban que era algo del corazón y estuvieron haciéndome muchísimas pruebas durante un largo tiempo hasta que se me diagnosticó de epilepsia”, explica.
Cuando ya tenía el diagnóstico delante llegó la vergüenza y el aceptar que tenía que convivir con esta enfermedad toda su vida no fue una tarea fácil para ella. “Me costó muchos años. Me escondía cuando podía porque me daba mucha vergüenza”, confiesa.
La carga emocional y el estigma social que históricamente ha rodeado a esta enfermedad la llevaron a rechazar incluso la preocupación de su entorno. “Era como si no existe para ellos, no existe para mí”, sostiene.
La epilepsia cambió por completo su vida, pero la enfermedad no acabó con ella. Logró estudiar fuera de casa y ser totalmente independiente, tuvo que enfrentarse a crisis lejos de su familia, aprender a pedir ayuda y construir redes de apoyo.
“Me ayudaron mis compañeras de piso y dos profesores que me marcaron”, recuerda con gratitud al pensar en su etapa universitaria, donde su círculo de apoyo se abrió y entraron en él personas que no esperaba.
Con el tiempo, sus apoyos crecieron hasta tal punto que incluso sus mascotas se convirtieron en una red de seguridad. “Mi perra, cuando me daba una crisis, si había gente en casa, les avisaba y si no se ponía a mi lado hasta que despertaba”, explica.
Además, no solo su perra la ayudaba, su gata ha aprendido a abrir la puerta de su casa cada vez que le da una crisis para que si alguien pasaba por la puerta, entre a ayudar. “Mi gata si las puertas tienen manivelas, salta y las abre”, añade.
Después de casi 30 años con esta enfermedad, Anai asegura que los momentos difíciles no han faltado y ha llegado a sufrir crisis en plena calle, despertando entre desconocidos que le pasan por encima.
“He sentido miedo, tristeza y angustia. Al verme seguro que pensarían: mira la alcohólica esta”, sostiene. Pese a todo, ha aprendido a convivir con la enfermedad, a identificar las señales previas a una crisis y a aceptar sus limitaciones sin renunciar a vivir plenamente.
“Una vez que acepté la enfermedad, volvió a cambiar mi vida porque pensé que sí, tengo esto, pero no voy a dejar de vivir”, zanja.
Miguel padece epilepsia desde hace 17 años
A esta misma conclusión llegó Miguel, otro paciente que padece epilepsia desde hace 17 años. Su epilepsia llegó mientras trabajaba como asesor fiscal en un despacho de abogados. Estaba enfermo y decidió irse a casa. Mientras volvía sufrió su primera crisis epiléptica al volante, tras varios días con fiebre alta.
“Estampé el coche contra el escaparate de una tienda”, recuerda Miguel. Fue ingresado en la UCI y un diagnóstico aún hoy poco claro: posible encefalitis límbica. Desde entonces, su vida cambió radicalmente. Tuvo que dejar de trabajar y su pareja no fue capaz de afrontar su nueva realidad, tras sufrir ese accidente junto a él.
Aunque logró una pensión gracias a su historial laboral, el impacto emocional fue profundo: "Estuve viendo a dos o tres psicólogos porque es un cambio de vida muy bruto” porque no sabía gestionar el hecho de tener mucho tiempo libre.
Finalmente, fue una amiga la que le abrió los ojos y lo incitó a buscar nuevos intereses. Justo en ese momento descubrió la fotografía y el deporte. Ambas se convirtieron en una vía de escape que pasaron a formar parte de su día a día.
A pesar de que las crisis han disminuido, de cinco al mes a apenas una, gracias a un nuevo fármaco, sigue conviviendo con el temor de que le sorprenda una crisis en cualquier lugar.
Después de tantos años con esta enfermedad, ha aprendido a identificar el "aura" de sus crisis, aunque admite que aún le cuesta reaccionar adecuadamente: “Entras en otro estatus. Siempre he tenido la costumbre de sentarme en una silla y ahora mi reto es buscar controlarme en mi cerebro y tirarme al suelo”, explica.
Junto a todo lo que acarrea esta enfermedad, también ha tenido que enfrentarse a la incomprensión social. “Cuando te da una crisis hay mucha gente que viene intentando ayudar a veces, pero sin conocimiento de lo que tiene que hacer”, expone.
Miguel insiste en la importancia de formar e informar porque la población debe saber que cuando una persona sufre una crisis debe poner al paciente en posición de seguridad, retirar objetos de alrededor, colocar algo bajo la cabeza y no meter nada en la boca.
Para los recién diagnosticados, su consejo es claro: "Buscar una asociación de epilepsia ayuda muchísimo a conocer a otros epilépticos". Además, añade que para aquellos que no llevan bien el diagnóstico busquen “un psicólogo o un neuropsicólogo”.