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Cuando las arrugas empiezan a dibujarse en nuestra piel, la agilidad empieza a disminuir y las velas en la tarta el día de nuestro cumpleaños parecen multiplicarse con demasiada rapidez, hay un miedo que comienza a aflorar con más frecuencia en nuestra cabeza: la soledad no deseada.

Más de 70.000 ancianos viven solos en Málaga y en la sociedad actual, lamenta Rosa, gobernanta de la residencia de San Juan de Dios de Antequera, aún hay un pensamiento de que inscribir a una persona mayor en una residencia es algo negativo.

"Hay familiares que tienen la sensación de culpa cuando ven a sus mayores aquí, eso no puede ser; hay que erradicar este pensamiento. Ingresar en una residencia no tiene que verse como algo negativo, al revés", expresa.

En la residencia San Juan de Dios de Antequera hay 95 mayores en régimen de vivienda que son atendidos por un equipo de 55 profesionales y 12 voluntarios que se dejan la piel por ellos. Así lo confiesa una de las usuarias, Estrella, de 90 años, que califica a la residencia como "un verdadero hotel de cinco estrellas". "Yo soy la sexta, con mi nombre", dice con gracia, consciente de la suerte que tiene por estar allí. La residencia tiene una lista de espera de 60 personas y trabaja a destajo para construir un centro de día para atender a más usuarios.

Independencia

Los residentes viven con independencia y tienen total autonomía en la que ahora, como resalta Marina, terapeuta ocupacional, es su casa. Participan en su día a día y reciben un cuidado cercano y adaptado a sus necesidades.

Para ello, los profesionales se dividen por áreas: fisioterapia, enfocada al mantenimiento de la movilidad y rehabilitación; dinamización diaria, con actividades todos los días, mañana y tarde; terapia ocupacional, que interviene en diferentes áreas para mejorar su calidad de vida y fomentar la autonomía y animación sociocultural: con actividades lúdicas, culturales y creativas...

Un usuario, con un pollito.

"Tenemos como base que jamás vamos a infantilizarlos. Son adultos, con sus vidas. Ellos deciden qué hacer. Les ayudamos, por ejemplo, a hacer compras si lo necesitan, también trabajamos para que estén incluidos en su comunidad, se sientan parte de ella. Van a las fiestas de Antequera, los llevamos a ver la cabalgata de Reyes, dan paseos por la naturaleza...", explican Rosa y Marina.

"Un paraíso"

Estrella, que lleva un año y medio en el centro junto a su marido Pepe, insiste en que la residencia es como “un paraíso”. Ambos residen en una habitación doble que es casi como un apartamento de solteros. Tienen salón y habitación propia. "Si mi marido se pone a ver la tele, yo me pongo con el móvil a ponerme al día de lo que me he perdido de mi gente", dice riendo la mujer, que fue maestra rural en las escuelas-capilla de Herrera Oria. "Yo fui de las primeras, allá por 1956", dice.

Su agilidad mental es muy rápida. Le ayuda tener su vida en la residencia tan organizada: tras levantarse y asearse, desayuna con todo preparado según sus preferencias, se dedica a su vida espiritual, participa en los oficios religiosos (es muy creyente) y recibe sesiones de fisioterapia y masajes que le ayudan a mejorar su bienestar.

Además, en su caso, disfruta mucho del club de actualidad que tienen en el centro, donde todos leen las noticias del día y debaten acerca de ello. Así, reconoce estar agradecida con la terapeuta Marina, que le adapta la letra de las noticias en un tamaño grande para que pueda estar integrada con el resto de sus compañeros en esta dinámica. "Puedo estar informada pese a mis limitaciones de vista y audición", cuenta.

Rosario, en la residencia.

Estrella es muy sociable y también disfruta de compartir la residencia, además de con su marido, con el resto de sus compañeros. Para ella, muchos son hermanos. "Aquí hacemos de todo, casi no nos da tiempo a nada de lo entretenidos que nos tienen", cuenta. Ahora en la residencia están preparando velas en talleres de manualidades para poder decorar la residencia en Navidad, algo que les encanta.

Rosario, otra residente, comparte que llegó al centro tras quedarse viuda porque así ella lo decidió: “Quise venir aquí. Yo misma lo decidí. No quería ser una carga para mis hijos y aquí tengo todo lo que necesito: libertad y compañía”, dice.

Rosario disfruta principalmente de los jardines y paseos de la residencia, de los animales —el burro Capote; los bellos pavos reales que enamoran a sus nietos; gallinas y conejos— y de la tranquilidad del entorno natural. También participa en actividades culturales y recreativas. Ahora preparan una obra de teatro, hacen ejercicio de gimnasia o incluso torneos de dominó. Para ella, estos espacios de actividad son más que entretenimiento: “No pensamos en qué nos duele, porque siempre hay algo que hacer”.

Así, agradece que les den la libertad de ir o no a misa. "Nadie nos obliga, eso quiero que lo pongas, nosotros somos totalmente libres", añade la mujer, que empezó a estudiar Magisterio Rural, aunque tuvo que dejarlo por el nacimiento de su hermano. "No tuvo otra cosa que tenerlo a los 44 años, así que dejé de estudiar... Pero al final me metí en patronaje y monté una academia. Aún me encuentro con alumnas y me dan abrazos. Ya me casé joven, fui madre de cuatro hijos y he conseguido que sean cuatro buenísimas personas, por lo que estoy muy orgullosa", expresa.

"Una familia"

La autonomía de los residentes es un eje central del centro: pueden elegir si asistir a misa, participar en talleres o simplemente descansar. Cada persona mantiene su identidad y capacidad de decisión, lo que contribuye a su bienestar emocional y social.

Desde la perspectiva del personal, esta filosofía se traduce en atención individualizada y planificación adaptada. Marina, la terapeuta ocupacional, explica que las actividades se consensúan con los residentes y se adaptan a sus capacidades físicas y cognitivas. “Tratamos de que no sean seres aislados, además de ir a las fiestas o a exposiciones... También hacemos salidas a la playa, que favorecen la regulación emocional y la sociabilización”, detalla.

Rafael, residente de 85 años, precisamente atiende a este periódico desde la playa: “El día está maravilloso, el mar muy tranquilo, pero yo no me meto igualmente", dice, algo tímido. Ha sido toda su vida camarero y lleva algo menos de un año en San Juan de Dios, pero reconoce que la decisión ha sido fundamental en su vida. "He hecho amigos, me encuentro muy bien, son todos muy buena gente y disfruto de mis días. Jugamos al dominó, vemos películas...", expresa.

Marina, con un usuario.

Rosa resalta la importancia de la relación con las familias y el cuidado de las necesidades cotidianas: “Los residentes son el centro de todo, esa era la idea de San Juan de Dios. Nuestro trabajo es para nuestros usuarios y por ellos. Es clave tener relación constante con las familias, que deben sentirse tranquilas, sabiendo que su ser querido está atendido y respetado”, indica.

Ella, por ejemplo, se encarga de informar a las familias cuando llega la hora de hacer el cambio de armario sobre qué necesitan los ancianos, se asegura de que todos estén perfectamente vestidos cada día... "Hago un poquito de todo, estoy para lo que me necesiten", dice Rosa con una sonrisa, tras más de veinte años dedicada en cuerpo y alma al centro.

Y aunque en toda la conversación casi no hace ningún apunte, en la despedida, Rafael suelta: "Somos una familia, una familia muy bonita". Y quizá ese es el resumen de todo lo que hacen en San Juan de Dios, una residencia que se convierte en hogar para todos los que la eligen en sus últimos años de vida y que rompe estereotipos mostrando que una residencia también puede ser sinónimo de libertad y felicidad.