Si pasas a las 8 de la mañana por Huelin solo ves a gente andando rápido y coches que compiten entre sí por salir el primero cuando el semáforo cambia al color verde. Es una carrera en la que todos luchan por llegar puntuales a su trabajo. Aún no ha salido el sol, ni el cielo está iluminado. Las caras de la gente están inertes. Amanece a las 8:23. Las cafeterías aún no han abierto y las personas que pueden permitirse seguir durmiendo siguen en la comodidad de su cama bajo un edredón pesado.

El Mercado de Huelin abre a las 9. Aunque no empieza a llegar gente hasta una hora después. Allí solo encuentras largas colas de personas esperando a ser atendidos y comprar la fruta y verdura de la semana. El mercado es como un laberinto muy fácil de recorrer. Tres calles principales por las que cortan otras tres, pero que todas están llenas de comercios locales. En una de estas tiendas pone: “Todos los sábados de 9 a 11 horas el 10% en todo”, y abajo, algo más pequeño, se lee: “A quien madruga Dios le ayuda”.

—¿Quién es el último comprador?—, pregunta una señora de unos 60 años.

Frutas, verduras, polvorones (aunque no sea navidad), gominolas, especias y pescado. Adultos y personas mayores movidas por la calidad antes que por el precio o igual por la costumbre. Aunque también algún joven que no es de esta ciudad y que probablemente tenga un Airbnb cerca de la playa de la Misericordia.

Si paseas a las 10 de la mañana la gente está más tranquila. Contemplan la vida con las manos cogidas en la espalda. Ves a señoras mayores con bolsas verdes llenas de fruta y verdura recién comprada, a gente corriendo por la calle, familias con maletas de viaje, gente paseando con gafas de sol o ancianos con un gorro de paja.

—¿Dónde está lo más bonito de Huelin?—, chilla la camarera desde la barra a una señora que acaba de entrar a la cafetería.

Los bares de barrio son como la casa de mi abuela. Ellas salen al rellano con la excusa de pedir perejil y terminan contándose por qué su nieto se fue a estudiar a Madrid. No se conocen de nada, solo de vivir puerta con puerta desde que tenían 25 años (que ya es mucho). En el bar del Mercado de Huelin todos se conocen o, al menos parece que se conocen y que se tienen estima.

El bar es pequeño, pero hay hueco para las típicas máquinas tragamonedas que ya nadie usa. Se escucha a la gente hablar pero no se diferencian las palabras. Las mesas de la terraza están llenas porque hoy hace sol. Dentro solo están ocupadas las que están en las esquinas o cerca de la puerta, donde se sientan personas que buscan más intimidad aunque se les oiga hablar. La barra del bar es para los solitarios que buscan conversación. Siempre hay una persona en ella que se encarga de hablar con Lola, la mujer que no para de hacer cafés. Un mitad doble, un sombra, un cortado…

—Lola, ¿qué te debo?—, pregunta una señora en tono elevado desde una de las mesas.

A la barra del bar se acercan constantemente personas que van a pagar su desayuno. A veces aparece alguien con un billete de 50, otras veces con unas pocas monedas sueltas. Cada dos o tres clientes que se acercan a pagar, Lola canta:

—¡Hala pues para el bote!—

Y otras veces algo como:

—¡Para el bote que no falte!—

Pero siempre grita algo distinto. Si aquí pudieras pagar con datáfono, no podrías escuchar estos cánticos. Este lugar era conocido por tener el menú más barato de Málaga, a 3 euros por persona, pero después de la pandemia subieron el precio. Ahora solo sirven desayunos a dos euros y medio. “Terminamos quitándolo porque no nos rentaba”, confiesa Lola. Antes había una cola enorme de personas esperando para almorzar allí. “Ahora trabajo hasta las 2 y a la 1 cierra la cocina”.

Son las 11 de la mañana. Hace un sol impropio de enero y una mañana espléndida para ser martes. La señora que comía un pitufo mixto y un café se ha marchado tras dejar unas monedas en la barra del bar. Pero en escasos minutos aparecen dos hombres delgados, altos y morenos por el sol. Será ilegal dejar la barra del bar desatendida, sin conversación para Lola.

—Dos whiskys, por favor—, dice uno de ellos.

Lola intenta acertar la marca que quiere beber cada uno, mientras ellos le cuentan que van para El Rocío. El mundo del whisky es todo un espectro. Debes tener una cierta edad y una cierta presencia en el mundo para beberlo. Debes saber qué marca beber.

—¡Un JB!—, dice eufórica como si hubiese tenido una aparición de Dios.

—Sí, ese—, responde.

Lejos del ajetreo del centro y de las mil personas de cabello rubio y piel pálida pero abrasadas por el sol que pasean por la calle Larios con bolsas de empresas multimillonarias. Lejos de esa ciudad cosmopolita en la que han metido a Málaga. La gente de Huelin siguen siendo esas personas de barrio. Aquellas que están asentadas en la ciudad por la edad o la salud. Aquellas que están atadas a un trabajo de seis días laborales y pocas vacaciones.

—Es más probable tener esclerosis múltiple a que te toque la lotería de la ONCE—, sentencia Lola en forma de broma aunque en realidad no lo sea.

Los dos señores pasean con su vaso de whisky como si estuviesen en su casa. Van y vienen. Dejan el vaso en la barra. Salen y entran. “Se les olvidará el vaso”, confiesa Lola en secreto de forma casi amenazante. Pero vuelven. Nadie se olvida el vaso de whisky.

—Anda. Salid para afuera a fumar un cigarro, que os va a sentar bien—, aconseja Lola con la sabiduría de la edad.

Y ellos le hacen caso.

Raquel Hernández es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.