Potencialmente todo es mortal, pensaba mientras conducía hacia Urgencias del Hospital Regional. De copiloto, llevaba un volante de preferencia de mi médico de cabecera y, en mi lista de favoritos de Spotify, sonaba ‘Vive la vida’ de Gusanito. Quizá sólo por esta preferencia musical merezca la muerte, pero ¡relax!… en otra ocasión argumentaré mis variados gustos melódicos.

“Tienes un tumor en la cabeza, benigno pero potencialmente mortal. ¡Ve ya!”, me acababa de decir mi doctor Atanasio. Poco me dijo después de que le espetara que si me podía poner otra fecha en el volante; que me venía regular ir, justamente aquel miércoles, a Urgencias. Tenía citas importantes. Total, no me iba a morir. ¡Ja, el trabajo: más importante que mi acelerada vida!, ¿eh? Ahora fijo que entendéis lo de Gusanito.

Nadie se alarme. Sigo viva. Esta columna no es póstuma, aunque no me haya prodigado por esta magnífica sección de opinión de El Español.

Lo que os acabo de narrar ocurrió hace ahora justo un año. Escribirlo me ha costado. Me detectaron un macroadenoma en noviembre de 2024 y, para principios de este año, debería haber estado ya extirpado. Aún no lo está. Sigue ahí porque (y esperen a mi particular giro de guion o, como dicen ahora, mi propio ‘plot twist’): justo cuando iba a hacerme una resonancia de contraste tras unos meses en tratamiento descubrí que no podían hacérmela: ¡estaba embarazada! Cero para Netflix. Punto para Baby Princesa.

¡Boom! Deseándolo con toda mi alma pero sin esperarlo, resulta que el centro de mi vida se desplazó de mi cerebro a mi útero. Y de pensar en aquella muerte potencial pasé a reflexionar sobre la maravillosa esperanza de la vida en potencia que se estaba gestando en mi propio vientre.

¡Qué magia de la maravillosa naturaleza! Con un toque especial para mí de la energía y el alma de mi difunta madre, siempre presente para mí.

Mis dolores de cabeza han desaparecido y mi visión periférica está recuperada por el momento gracias a unos extraordinarios médicos, al milagro de la vida concebida junto a mi marido y, estoy convencida también, de que a los cambios hormonales tan fascinantes que experimento mientras crece la preciosa hija que, en apenas días, si todo va bien, pariré con fuerza y salud.

¿No es increíble la vida? Así, en general. La de cualquiera, la tuya y la mía. Sin estridencias ni ruido. Simplemente el devenir de cada una de nuestras existencias que, observadas, no requieren de épica. Su propia contemplación ya es revolucionaria en tiempos de sobreexposición.

No necesita de grandilocuencia ni heroísmo alcanzar la propia libertad de convertir nuestra vida en una lucha, en una rebelión por aquello en lo que creemos. Cada quien arrastra su piedra como Sísifo. Sobre ello, ya nos guió, antes, entre otros, Camus y, ahora, Chul-Han. A mí me inspiran también todas y cada una de las silenciosas historias de las mujeres que me precedieron en mi árbol genealógico, cuyas ramas se preparan para recibir a una nueva sucesora.

Hago público este giro de guión de mi humilde intrahistoria por ella, mi bebé, y por quien pueda estar como yo hace un año: callada, pendiente de pruebas y de una lista de espera.

Mi niña ha convertido una preocupación en ilusión y ha desechado, en menos de lo que dura una contracción y con la misma fuerza, todo lo urgente para devolverme a lo importante. Podré seguir siendo gerente, empresaria, profesional, trabajar en la tele o escribir columnas… como tantas mujeres admirables que conozco, me apoyan y las apoyo, y que no necesitan flashes ni portadas, aunque a veces también las tengan.

Las mujeres fueron en la historia las primeras en saber lo que hoy empiezo a aprender: que, sin invisibilizarnos, somos capaces de arrinconar el papel de heroína aprendida para centrarnos en una vida con sentido y sin épica.