La discusión recurrente sobre la supuesta necesidad de suprimir o penalizar a los centros educativos privados —ya sean colegios, universidades o centros de formación profesional— y darle mayor espacio a la red de centros públicos, además de plantear problemas jurídicos evidentes, constituye un debate carente de verdadera utilidad. Y lo es porque se formula, una vez más, desde posiciones ideológicas sectarias que poco aportan al fondo del asunto.
El foco, si de verdad queremos hablar con rigor, debería situarse en dos cuestiones capitales. Primera, la calidad real del aprendizaje que reciben nuestros hijos. Segundo, la libertad incuestionable de las familias para elegir el modelo educativo que mejor se adecúe a sus hijos.
Sin duda, la libertad de elección no es una veleidad, ni un capricho del mercado, sino un derecho fundamental recogido en la Constitución Española (CE). Concretamente, el artículo 27 CE reconoce expresamente el derecho de los padres a elegir la educación y el centro que consideren más adecuado para sus hijos, de acuerdo con sus convicciones.
De hecho, es un derecho de primera generación, también conocidos como derechos civiles y políticos, que son aquellos relacionados con las libertades individuales, la igualdad ante la Ley y las garantías fundamentales.
Complementariamente, el artículo 38 CE consagra la libertad de empresa dentro de la economía de mercado, lo que incluye la opción por la que un empresario-a pueda constituir y gestionar centros educativos privados.
Ambos artículos infieren que en España debe existir pluralidad educativa y las familias deben poder elegir libremente entre distintos modelos educativos. Lo dice nada más y nada menos que la Constitución.
Conviene recordar que en una economía de mercado las empresas se mantienen en pie solo si generan y aportan valor. Si los colegios y universidades privadas no ofrecieran innovación, metodologías adaptadas a los nuevos tiempos, atención personalizada, instalaciones en continua renovación y un profesorado motivado, simplemente dejarían de atraer alumnos.
¿Para qué pagar por un servicio que la red pública ofrece de forma gratuita o por un coste simbólico? La respuesta es evidente y, no es otra, que las familias buscan aquello que mejor encaja con las necesidades de sus hijos, y esa capacidad de elección es la que da sentido a un sistema plural y a una economía de mercado en la que el oferente y el demandante son precio-aceptantes, actuando en libertad y en un mercado de competencia perfecta.
Puedo aseverar que el éxito de un estudiante a la hora de desenvolverse en la vida no dependerá de la financiación o titularidad del centro educativo del que egresa con un título bajo el brazo, sino de su esfuerzo, actitud, habilidades adquiridas y algo de suerte. Pensar que los centros públicos garantizan el éxito por ser públicos, o que lo privado lo garantiza por ser privado, es simplemente una absurdidad.
Es necesario desmontar también una idea que circula de manera interesada, nos referimos a que el supuesto déficit de financiación de los centros públicos es por mor de la existencia de los centros privados. Sin embargo, los centros privados son autosuficientes, ya que se financian únicamente con las cuotas que pagan las familias.
Además, son empresas educativas que pagan sus impuestos y están sometidas a una regulación muy estricta y con seguimiento estrecho. Si el Estado o las Comunidades no destinan los recursos necesarios a la red de centros educativos públicos, en ese caso, la responsabilidad debe recaer exclusivamente en esos gobernantes.
Ni directa ni indirectamente los centros educativos privados son responsables, pensar lo contrario solo sirve para alimentar un conflicto inexistente. Lo que sí es un contrasentido es poner trabas a la libertad de empresa y de elección del centro educativo. Esto simplemente sería anticonstitucional.
Por otra parte, la coexistencia de diferentes modelos educativos no debilita al sistema, más bien lo enriquece. La diversidad del sistema educativo impulsa la competencia saludable y acelera la innovación.
No es casualidad que muchas metodologías activas, el aprendizaje competencial, o los programas bilingües se hayan difundido desde experiencias pioneras, muchas veces surgidas en centros privados, para después extenderse a la enseñanza pública. Cuando los modelos conviven, los actores terminan mejorando.
La educación pública cumple una función esencial y no es otra que garantizar la igualdad de oportunidades y la cohesión, permitiendo el ascensor social de cualquier ciudadano, venga de la capa social que venga. Pero reconocer su importancia no implica deslegitimar a la privada, o bien culparla de decisiones presupuestarias ajenas.
Del mismo modo, defender la iniciativa privada no equivale a desprestigiar la red de centros públicos. Lo inteligente, como sociedad, es apostar por un ecosistema educativo plural, de calidad y en constante mejora.
Superemos, pues, los prejuicios de partida. Centremos el debate en la calidad del aprendizaje, en la profesionalización y vocación del docente, en la innovación y en la capacidad de los centros educativos, independientemente de dónde proceda su financiación, o de si la titularidad es pública, privada o “mediopensionista”. Respetemos, sin ambages, la libertad de las familias a la hora de elegir el centro educativo que consideren mejor para sus hijos, tal y como garantiza nuestra Constitución.