La concesión del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025 al filósofo de origen coreano Byung-Chul Han, su viralizado discurso durante el acto de entrega de los premios y la repentina popularidad de su obra merecen una pausa reflexiva en este mundo acelerado.
En octubre de 2014, mi querida amiga Susana García Bujalance me acompañó en un acto que organizamos en torno al pensamiento de este autor, dentro de la agenda de la V Semana de Corea auspiciada por la Universidad de Málaga, muy activa en sus relaciones con el país asiático gracias al impulso y la constancia del profesor Antonio Doménech del Río.
La intervención se tituló “Miedo y asco en las redes. La visión de Byung-Chul Han”. Por entonces apenas se habían publicado cuatro o cinco libros suyos en España, pero algunos de ellos, como ‘La sociedad de la transparencia’, ‘La sociedad del cansancio’ o ‘Psicopolítica’ ya apuntaban con acierto hacia los males de la sociedad hiperconectada, el exhibicionismo pornográfico de nuestra intimidad o el “capitalismo de la emoción”.
La concesión del Premio Princesa de Asturias a Byung-Chul Han ha sido criticada por quienes no terminan de apreciar la extensión y profundidad de sus libros, publicados en España durante muchos años por la editorial Herder. Con estos reconocimientos estamos viendo en los últimos años una suerte de reacción futbolística, que afecta también, por ejemplo, al Premio Nobel de Literatura.
Hoy por hoy, nada satisface a todo el mundo, y en el caso del Nobel las quejas tienen que ver no sólo con la calidad o el conocimiento global de la personalidad laureada -me llamó la atención la reacción desmedida cuando la autora premiada fue la también coreana Han Kang, mujer y joven-, sino más bien con que en los círculos literarios se le haya leído o no, es decir, que lo importante viene a ser que se puedan colgar en las redes fotos de los libros suyos que cada cual tiene en casa.
En este sentido, en el caso del Premio Princesa de Asturias las críticas parecen tener su origen en la aparente falta de profundidad del autor, cuando la verdad es que sus libros -breves y fáciles de leer- anticiparon muchas de las cuestiones contemporáneas que con posterioridad han sido abordadas por el pensamiento occidental, no sé si con más profundidad filosófica, pero quizás con menos efectividad y penetración social. El éxito ajeno nunca ha tenido buena acogida entre los guardianes de la pureza.
Lo importante de estos premios, sean los que sean, es que permiten poner el foco durante un breve plazo de tiempo en personas que escriben y que piensan, esto es, en el mundo intelectual. De Byung-Chul Han tengo en casa unos cuantos libros, pero su discurso y su mensaje me han llevado a esa otra parte de la biblioteca hogareña donde están las obras del prolífico Zygmunt Bauman, para coger de la estantería y repasar ‘Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias’.
Un gesto que tenía pendiente desde que leí el artículo dominical de Pablo Bujalance que hacía referencia a los transeúntes que duermen o habitan algunos rincones de la malagueña y exquisita calle Echegaray, y que yo también he visto algunas mañanas, cuando salgo a tomar café por esa zona.
El caso es que en esa calle tranquila y hermosa, un rincón que parece no pertenecer a esa Málaga tomada por los turistas, el ruido y las tiendas de souvenirs, hay un enchufe a pie de calle, un enchufe en el que recargar gratis la batería de los teléfonos móviles, y quizás por eso se ha hecho tan popular entre transeúntes, vagabundos y otros personajes superfluos e incómodos del gran escaparate malagueño. Porque de una manera u otra, incluso en los márgenes de la sociedad la gente desea estar conectada, y para eso necesitan un teléfono móvil y un enchufe donde cargarlo, gratis y sin pedir autorización.
No pretendo con esto dar pistas para que la policía de las buenas costumbres y del éxito turístico desmantele de prisa y corriendo este enchufe salvador. Puestos a desmontar algo, sería prioritario hacerlo con otros tipos de enchufes, más mundanos, más cotidianos.
El caso es que desde que leí esa referencia a la calle Echegaray y sus habitantes ocasionales quería escribir sobre este libro de Bauman, donde habla de esas “vidas superfluas” que ya no importan, vidas prescindibles porque todo lo que no produce es superfluo y puede dejar de existir.
Para Bauman, “la producción de ‘seres humanos residuales’ es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad. Es un ineludible efecto secundario de ‘la construcción del orden’ y del ‘progreso económico’, incapaz de proceder sin degradar y devaluar los modos de ‘ganarse la vida’ antaño efectivos y que, por consiguiente, no pueden sino privar de su sustento a quienes ejercen dichas ocupaciones”.
La cara oculta del éxito es, entonces, la generación de una enorme cantidad de personas superfluas en todo el mundo, que ya no sólo existen al margen del sistema: ahora estorban y molestan, ni siquiera deberían seguir existiendo.
Bauman es conocido sobre todo por sus reflexiones sobre la “vida líquida”, sobre la ausencia contemporánea de vínculos de todo tipo (familiares, sentimentales, profesionales), porque la productividad manda.
El libro que he citado es de 2004 y se publicó en España un año después, así que podríamos celebrar el vigésimo aniversario de su aparición en castellano leyéndolo y pensando si acertó o no con su análisis.
Mira uno el mundo actual y advierte un fuerte desprecio hacia la vida de los otros: los diferentes, los rivales, los no normativos, los improductivos. Para una parte del mundo esa gente sobra, y en demasiados discursos públicos y privados se nota una simpatía apenas disimulada por las soluciones drásticas y eficaces, por la violencia, por la eliminación de lo que se considera molesto o incómodo.
En mi cabeza, el modelo social se basaba en una idea amplia de convivencia y solidaridad, en el diálogo para llegar a acuerdos, en la búsqueda de consensos y en el apoyo colectivo a quienes se caían del sistema. Hoy no hace falta leer a Bauman o a Byung-Chul Han para ser conscientes de que estas ideas forman parte de un pasado que, quizás, nunca volverá. La modernidad era esto. Quién nos lo iba a decir.