Corría el año 1993, cuando Málaga aún no había iniciado su despertar como una de las provincias más pujantes de la economía española. Eran años de pesimismo que lastraban el ánimo emprendedor de sus gentes, y la economía malagueña estaba en horas bajas. En aquel entonces, el Parque Tecnológico de Andalucía (PTA) era poco más que una idea ambiciosa trazada en unos planos en mitad del campo.
Recuerdo aquellas madrugadas en las que llegaba con mi coche al Parque Tecnológico y se cruzaban en mi camino conejos, erizos y zorros —entre otros animales de la zona— que campaban a sus anchas entre los matorrales, dueños absolutos de aquel paisaje donde apenas se levantaban unos pocos edificios.
Uno de ellos era BIC Euronova, la incubadora de empresas que pronto se convertiría en el epicentro del emprendimiento malagueño. Fue allí donde nació Novasoft, la empresa que cofundé junto al que fue mi socio Juan Fajardo y algunos otros que pronto se apearían del proyecto. En esa fecha me embargaba la ilusión desbordante de un joven de 28 años que sentía que el futuro podía construirse con esfuerzo, ingenio y fe en uno mismo.
BIC Euronova era un hervidero de talento y de sueños compartidos, al frente Álvaro Simón, con quien mantengo una relación de amistad. Allí, cada empresa representaba una pequeña gran apuesta por la innovación y la tecnología, a pesar de que en la Málaga de entonces se daba un importante gap de analfabetismo digital.
En ese contexto, la falta de recursos, de “capital”, se suplía con creatividad y esfuerzo. Pero también recuerdo la emoción de cada pequeño logro y la satisfacción de ver que algo nuevo estaba naciendo.
Efectivamente, el PTA marcó profundamente mi manera de entender los negocios y me enseñó que el verdadero valor de una empresa radica en su capacidad para adaptarse, aprender y compartir.
Ya lo decía Peter Drucker, considerado el padre del management moderno: la mejor forma de predecir el futuro es crearlo. Y eso era exactamente lo que estábamos haciendo en el PTA las empresas a principio de la década de los noventa.
Por aquel tiempo, recuerdo a tantos compañeros de viaje de aquella primera generación de pioneros del PTA que, como nosotros, creían en lo imposible. Por destacar, Luis Fernando, que con su entusiasmo cartesiano de ingeniero impulsó CETECOM; Pepe Blanco, al frente de Ingenia, la spin-off de Fujitsu; Rodolfo Tiessler de Coritel, con quien tuve algunas discusiones acaloradas, pero que finalmente se convirtió en un compañero de viaje y amigo; AirzoneAertec, y tantas otras. En el BIC también coincidimos con Procedimientos Uno, dirigida por Peter Hodgson.
Aquel puñado de empresas —y otras que no he nombrado por no alargarme— sentaron las bases del ecosistema innovador que años después convertiría al PTA en un referente español y mundial de la economía del conocimiento.
Ciertamente, el camino no fue nada fácil, ya que al comienzo de la década de los noventa Málaga vivía una crisis profunda, y el emprendimiento tecnológico era tomado por muchos como una veleidad.
Las entidades financieras apenas entendían este tipo de negocios, y lo que nos faltaba en materia de financiación nos sobraba en determinación; de ese modo desafiamos el establishment tecnológico y económico de aquel entonces.
Quiero rendir un especial homenaje a quienes, desde las instituciones, creyeron en aquel proyecto cuando apenas era una idea. Pedro Aparicio entonces alcalde de Málaga —y amigo personal con motivo de la Fundación Manuel Alcántara—, fue uno de los grandes artífices del PTA. Su visión y empeño hicieron posible que el parque tecnológico viera la luz.
Posteriormente, Francisco de la Torre tomó el testigo con la misma determinación, poniendo especial foco en su crecimiento, consolidación y proyección internacional. Y, por supuesto, Felipe Romera, incombustible alma máter del PTA, que ha sabido mantener vivo ese espíritu pionero durante más de tres décadas, y que aún sigue impulsando el Parque con la misma energía y a lomos de su experiencia acumulada.
Hoy, el Parque Tecnológico de Andalucía, rebautizado como Málaga TechPark, alberga a más de 700 empresas y treinta mil trabajadores del conocimiento. Lo que comenzó con un puñado de pioneros en los noventa se ha transformado en un ecosistema global donde conviven multinacionales, start-ups y emprendedores locales.
Asimismo, nadie duda de que Málaga se ha consolidado como destino internacional para los llamados nómadas digitales, profesionales de todo el mundo que encuentran en nuestra ciudad un entorno tecnológico, vital y educativo, a través de centros educativos internacionales para sus hijos.
En este escenario, esos centros educativos radicados en Málaga y provincia actúan como una verdadera base de apoyo para esas familias que llegan atraídas por el PTA y la calidad de vida malagueña.
A mis sesenta años, me enorgullece ver cómo Málaga TechPark se ha convertido en un referente mundial de innovación, atrayendo a gigantes de la tecnología global. Ello confirma que el esfuerzo de aquella primera generación de emprendedores mereció la pena.
Y, con humildad, puedo decir que esos jóvenes visionarios de los noventa fuimos una de las palancas que ayudaron a impulsar la economía de Málaga y a situarla en el mapa internacional de la innovación y el conocimiento.