Con cierta frecuencia leemos o escuchamos en los medios alguna referencia a la llamada “generación de cristal”, una expresión que ha tenido éxito para describir algunas presuntas señales de alarma sobre la actitud de los jóvenes nacidos entre 1990 y 2010 con respecto al trabajo y al compromiso, y también para señalar su escasa consistencia y poca tolerancia a la frustración.

Sin embargo, por más que miro a mi alrededor, en mi propia familia, en los amigos de mis hijos, en los hijos de mis amigos y en otros entornos cercanos, lo que veo es a jóvenes disfrutones, con ganas de encontrar buenos trabajos, viajados, cualificados y tan sanos como lo podíamos ser los jóvenes de mi generación cuando teníamos esas edades.

Fue Enrique, el librero de Áncora, quien me advirtió de mi inconsciente afición a charlar con cualquier joven que me encontrase en su librería. Yo no me había dado ni cuenta, pero él, sagaz observador, me lo comentó una tarde tras una conversación tan informal como animada con una pareja veinteañera que había entrado en busca de algo de literatura japonesa, creo recordar.

El caso es que procuro estar al tanto de las inquietudes de mis hijos, y por extensión de sus amigos y conocidos, a los que solemos invitar a casa para vivir en primera persona, sin intermediarios, sus risas y conversaciones, sus bromas y tonterías.

Mis hijos estudian en la Universidad de Córdoba y sus amigos han hecho este año grados tan dispares como medicina, relaciones laborales, enfermería, fisioterapia, administración y dirección de empresas y alguna ingeniería, así que en casa tenemos una buena vista panorámica de sus formas de entender los estudios, de las estrategias para aprobar los exámenes y de las noches de fiesta durante el curso académico.

En general, todos han cumplido con lo que se espera de ellos, estudiando cuando tenían que hacerlo, madrugando para ir a clase, planificando las tardes en las bibliotecas para disfrutar del aire acondicionado a partir de junio. Todos fueron al macrobotellón universitario de la feria de Córdoba, un evento imprescindible, con los exámenes ya a la vista.

A mi alrededor veo más o menos lo mismo. Una amiga de mis hijos, Ayelén, que va un curso adelantada con respecto a su edad, es una de los tres estudiantes de su promoción que pasan limpios a tercero de industriales en la UMA; su divertido e ingenioso hermano Gael empieza este curso tercero en telecomunicaciones, con muy buenas notas.

Los dos tienen sus trabajillos de verano. Ismael, el mejor amigo de la infancia de otro de mis hijos, estudia medicina en Salamanca y ha aprobado todo en su primer curso en la convocatoria ordinaria. Y los más jóvenes afrontan el bachillerato con ganas de hacerlo bien y poder entrar en la universidad soñada, sea la Carlos III -mi hija-, la UMA para hacer medicina -Curro-, y muchas otras opciones.

Con respecto a los mayores, me han sorprendido los trabajos fin de grado (TFGs) de Alejandro -sobre la estancia de Dalí en los Estados Unidos- y de Martina -sobre la representación artística del dolor menstrual-.

Los hijos mayores de mis amigos, nacidos a partir del año 2000, ya están trabajando: hay médicas residentes, historiadores del arte, oficiales del Ejército, inmediatos y futuros matemáticos, profesores con trabajo en Irlanda, próximos arquitectos, informáticos, cocineros, tripulantes de yate, un poco de todo.

También están los que andan buscando su destino. Y Santi, que estudia una ingeniería complicadísima en Alemania, en Karlsruhe. No quiero dejar al margen a mi ahijada Rosa del Mar, que se va de Erasmus a Lublin, la ciudad polaca en la que acaban de caer algunos drones rusos, ni tampoco a África, que va a volver a Corea este año, porque lo suyo son los estudios orientales, y se plantea un TFG sobre literatura asiática comparada. A Sergio, que acaba de comenzar enfermería, le encanta -de pie, por favor- nada menos que Bill Evans, y le he prestado todos mis cds para que los disfrute este curso.

Me gusta tener los móviles de estos jóvenes, porque muchos de ellos son curiosos y yo también lo soy. Escuchamos la terrible música que gusta a esta generación y creemos que son personas muy diferentes a lo que nosotros fuimos, como si nuestros progenitores disfrutasen con el heavy metal y el grunge.

Con alguno que muestra una sólida afición por la política, como Daniel, profesor de filosofía en ciernes, intercambio enlaces y conversaciones exigentes y entretenidas. A otros les envío fotos de libros, noticias de actualidad o convocatorias que quizás no hayan visto.

Alejandro, el del TFG sobre Dalí, ha estado este verano en Polonia haciendo un voluntariado europeo interesantísimo que se buscó él mismo, y quien no se ha ido de Erasmus se ha quedado con las ganas. Nada como una buena red de intercambio de oportunidades para que cualquiera pueda aprovechar lo que otros han visto o hecho.

Juzgar a la juventud actual por comparación con lo que fuimos carece por completo de sentido. Mi generación tenía un modelo vital claro, una secuencia inmutable: pareja estable, trabajo estable, ahorro para la entrada del piso, compra de vivienda, boda, un par de años de vida conyugal, primer embarazo.

Nada que criticar a este modelo: aquí estamos y son ahora nuestros hijos los que nos dan alegrías -muchas- y alguna que otra preocupación. Hoy en día lo que ellos buscan es otra cosa: prolongar su juventud, disfrutar de la vida, meter la cabeza en el mercado laboral, conseguir un buen trabajo bien pagado, ir viendo cómo van las cosas para tener una familia o una vida más estable, si llegan el momento y la persona adecuada. Pero los sueldos son cortos, los alquileres caros, la agenda de conciertos extensa y las conexiones aéreas internacionales no dejan de crecer. ¿Qué haríamos nosotros en su lugar?

Parece que hay gente empeñada en señalar unas debilidades que, o son falsas, o responden a un discurso interesado. Ahora incluso se reivindica la recuperación del servicio militar, como si la disciplina fuese el antídoto necesario para acabar con todos esos males invisibles.

Yo prefiero que mis hijos y sus amistades disfruten a que desfilen, que se diviertan a que apunten y disparen, que se hagan preguntas a que obedezcan ciegamente y que se tomen los fines de semana sus cervezas y copas, con todo mi respeto por la tropa profesional, por supuesto.

La Historia nos ha enseñado que el mundo ha progresado más gracias a los viajes y las universidades que a los cuarteles y las guerras, aunque haya habido guerras inevitables que por suerte se ganaron.

No sé si me gustaría ser joven ahora, porque la madurez es otra etapa hermosa y brillante de la vida; lo que sí sé es que no voy a cuestionar a los jóvenes porque no sean como creemos que deben ser, construidos a nuestra imagen y semejanza. No somos sus dioses, ni falta que les hace.