De vez en cuando, algún alto representante de la Iglesia católica nos reconcilia a los no creyentes con el cristianismo. Es lo que acaba de hacer el arzobispo de Santiago de Compostela, monseñor Francisco José Prieto en la solemne celebración litúrgica en honor al Apóstol Santiago, donde tuvo el atrevimiento y el acierto de sostener, en presencia de notables autoridades políticas y civiles, que “los migrantes han de ser acogidos desde la legalidad y la fraternidad”, condenando “toda violencia racista y criminalización colectiva”.

Además, y siempre según la propia web del arzobispado como fuente de información, el arzobispo “denunció con firmeza realidades dolorosas como la trata de personas, la explotación de mujeres en la prostitución, la violencia contra los niños y las mujeres, y la dramática situación humanitaria en Gaza o la guerra en Ucrania”.

Estas palabras de monseñor Prieto, quizás por desacostumbradas, han tenido un eco notable. Una vez más, se ha tratado de arrimar el ascua de sus palabras a alguna que otra sardina ideológica, pero más allá de creencias religiosas o de posiciones políticas, se agradece este gesto de humanidad, este llamamiento a favor de unos principios básicos, los del cristianismo, que forman parte de nuestra cultura y de nuestros estudios y costumbres.

Que uno no sea creyente no quiere decir que no haya leído la Biblia, que no conozca el Nuevo Testamento o que no haya profundizado en ciertos aspectos del cristianismo. Sorprende a veces la escasa formación de quienes se consideran católicos, frecuentan las iglesias, acuden a misa dominical o dedican su tiempo a las cofradías o a otras asociaciones confesionales.

Y sorprende más en estos tiempos en los que nadie se oculta, y es posible encontrar en los perfiles públicos de las redes sociales a personas que se alegran del hundimiento de las embarcaciones precarias en el Mediterráneo, o tratando de llegar a las islas Canarias, al tiempo que exhiben imágenes de cristos y vírgenes a los que veneran con sentida y auténtica devoción.

Uno ha disfrutado, por ejemplo, de las lecturas de los libros publicados por la editorial Trotta sobre los orígenes del cristianismo y de la Iglesia Católica. La imprescindible ‘Aproximación al Jesús histórico’, de Antonio Piñero; o ‘El primado del Obispo de Roma’, de Silvia Acerbi y Ramón Teja; o ‘La infancia del cristianismo’, de Étienne Trocmé.

Libros fabulosos para entender cómo se construyó la actual Iglesia y conocer las estructuras y procesos históricos que están en las raíces de lo que vemos hoy en día. Como todas las instituciones, detrás del poder de los papas de Roma hay una historia de hegemonía, de ambición, de supremacía y de política, e ignorar todo esto hace un flaco favor a la propia Iglesia, porque esa ausencia de formación, conocimiento y cultura está en la base de la defensa de ideas y posiciones profundamente anticristianas desde dentro mismo del ecosistema institucional católico.

Quienes somos de Málaga y tenemos memoria, además, nunca hemos podido olvidar a monseñor Buxarrais, que fuera obispo de la diócesis entre 1973 y 1991, siempre con los más necesitados, siempre crítico con aquellas fiestas de la llamada jet-set de Marbella -un puñado de vividores sin vergüenza, vendidos a las revistas del corazón y sus chequeras-, que se trasladó a Melilla tras renunciar al obispado para atender allí a presidiarios y jóvenes necesitados. Un verdadero ejemplo a seguir para cualquier persona con verdadera vocación de servicio público, religiosa o no.

La cuestión es que este tipo de mensajes -los de monseñor Prieto, los de monseñor Buxarrais con su ejemplo vital, los de Carlos Amigo, los de tantos representantes coherentes del legado cristiano, reconcilian y abrazan. Otro autor casi desconocido, Yves Charles Zarka, confrontaba en un libro de 2019 (‘Metamorfosis del monstruo político y otros ensayos sobre la democracia’) dos lógicas políticas que parecen estar ahora encima de la mesa: la lógica de la hostilidad, que ve en la confrontación y el conflicto la esencia misma de la política, y la cosmopolítica de la hospitalidad, que es la que el autor propone que defendamos.

Las imágenes de los agentes de inmigración estadounidense encapuchados, armados hasta los dientes, con presencia brutal y paramilitar, deteniendo sin órdenes judiciales ni más criterio que los rasgos faciales a personas inocentes que quizás llegaron a los Estados Unidos de manera irregular, pero que ahora trabajan allí, contribuyen a generar riqueza, han creado familias o tienen hijos o envían remesas que ayudan a sobrevivir a sus parientes que permanecen en sus países originales, están a la orden del día.

Ya hay quien habla de limpieza étnica, una expresión que algunos escuchamos por primera vez cuando estalló la antigua Yugoslavia, los días de las matanzas de Srebrenica, de los francotiradores de Sarajevo.

No había redes, pero ya había odio, cuentas pendientes y desacuerdos históricos. Por eso asusta tanto hoy en día la difusión de mensajes de odio, la defensa a cara descubierta de mensajes de alegría por las muertes de gente inocente, de mujeres y niños, en asombrosa coincidencia con vítores a imágenes sagradas, como si esas imágenes tan queridas y aplaudidas y rezadas tuvieran algo que ver con ese odio feroz y visceral contra cualquier persona que venga de fuera, tratando de tener una vida mejor, una esperanza similar a la que aspiramos a mantener cualquiera de nosotros.

“La esperanza cristiana no es un optimismo barato”, insistió monseñor Prieto en Santiago de Compostela, y quiero entender que, además de la crítica social, el arzobispo también quiso llamar la atención sobre una esperanza defendida por presuntos cristianos y que se basa en el deseo de la muerte de otros, del ahogamiento de otros, de la persecución y encarcelamiento y deportación de otros.

¿Qué tipo de esperanza puede ser esa, sostenida en el dolor ajeno? A quienes sólo sueñan con paisajes que ya no existen, les invito a revisar la homilía del arzobispo, y a reflexionar sobre todas y cada una de sus palabras. Como él mismo también dijo, “la unidad no se preserva con la uniformidad, sino con la armonía de lo diverso”.