La tarde caía sobre la ciudad y en una pequeña librería de barrio, un hombre hojeaba distraídamente un viejo volumen de ensayos ilustrados. Una joven, sentada en la mesa contigua, leía en voz baja un eslogan de manifestación pegado en su carpeta: “¡Progreso o barbarie!” decía el lema, junto a rostros sonrientes de otros líderes con eslóganes brillantes. El hombre, alzando la vista y con una curiosidad perceptible, le preguntó:

¿Tú sabes qué es realmente el progreso? La joven lo miró, algo sorprendida, y respondió con sinceridad: Lo que hace que la gente viva mejor, ¿no? Buena respuesta, asintió él. Pero, ¿y si te dijera que el progreso se ha convertido más en una bandera que en una realidad? ¿Más en una etiqueta política que en un avance medible? Quizá es hora de sentarse en el Ágora y volver a pensar qué es, de verdad, eso que llamamos progreso.

Origen del término en el siglo XIX

El concepto de progreso surge en la Ilustración (siglos XVIII y XIX) como una fe en el avance de la humanidad hacia un estado mejor a través de la razón, la ciencia y los derechos civiles. En este contexto, los movimientos de izquierda (socialismo, comunismo, republicanismo, etc.) rompían con el orden aristocrático, monárquico o feudal y proponían reformas para mejorar las condiciones de las clases trabajadoras. En ese momento histórico, eran la fuerza que empujaba el cambio y, por tanto, asumieron el papel de “progresistas”.

La revolución industrial y la desigualdad

En el siglo XIX y buena parte del XX, los partidos de izquierda promovieron reformas laborales, educativas y sanitarias que mejoraron la vida de millones de personas. Así, progreso social y políticas de izquierda se asociaron con frecuencia en la memoria colectiva.

Y en la actualidad: ¿Progreso o Retroceso?

Resulta paradójico que una ideología con raíces en el siglo XIX se presente como la vanguardia del progreso en pleno siglo XXI. El socialismo y el comunismo, nacidos en contextos históricos muy distintos al actual, han sido implementados en diversas naciones con resultados, en muchos casos, desastrosos. La falta de libertades, la represión y las crisis económicas han sido comunes en regímenes que adoptaron estas ideologías.

Desenmascarando el relato

La izquierda y la extrema izquierda política han demostrado una notable destreza en el manejo de la propaganda. Autodenominarse “progresistas” les ha permitido asociarse con la idea de avance y modernidad, mientras que etiquetan a sus oponentes como “fascistas”, “ultraderecha” o, en el mejor de los casos, “conservadores”. Esta estrategia ha sido eficaz para moldear la percepción pública y establecer una narrativa donde sus ideas se presentan como las únicas moralmente aceptables.

Han sabido adueñarse del lenguaje moral: progreso, igualdad, justicia, fraternidad, libertad. Son palabras de gran carga simbólica, emocional y ética. En política, quien domina el relato, domina el terreno de juego. Así, llamarse progresista pasó a ser una etiqueta positiva, casi incuestionable, pero que en realidad se relaciona más con el marketing y la estrategia del relato que con el progreso real.

¿Y por qué se asocia menos con el progreso real?

Aunque el socialismo y el comunismo surgieron como respuestas revolucionarias al orden social del siglo XIX, muchas de sus ideas se han estancado y no han evolucionado o se han adaptado mal al siglo XXI. Esto ha llevado a que, en países donde gobierna la izquierda radical, el progreso real, tecnológico, económico o institucional, se haya visto frenado por modelos ineficientes o autoritarios que dan la espalda a la ciudadanía.

Resultados contradictorios:

Muchos países que se autodefinen como socialistas o comunistas como Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte o incluso países que se autodenominan socialdemócratas, pero que en realidad sus principios democráticos se subordinan al poder del partido o del líder y la separación de poderes esté en peligro o que presenten graves déficits democráticos, estancamiento económico, censura a los medios de comunicación y falta de libertades, contradice frontalmente la idea original del progreso humano. En estos casos, la etiqueta “progresista” se convierte en una contradicción con los hechos.

¿Por qué no se asocia a la derecha con el progreso?

Aunque la derecha liberal o tecnocrática ha impulsado grandes avances económicos, tecnológicos y sociales, rara vez se ha apropiado del término “progresista” porque ha preferido hablar de “eficiencia”, “libertad económica” u “orden” que de progreso. Muchas veces ha cedido el terreno semántico a la izquierda sin ni siquiera disputarlo.

¿Es hora de recuperar el término “progreso”?

Los términos “Derechas o Izquierdas” son claramente más parte del pasado que del futuro porque en lugar de unir, tienden a dividir y a confrontar. Quienes de verdad buscan el progreso ponen el foco, no en enfrentar a la sociedad, sino en detectar áreas de mejoras, corregir defectos e implantar un nuevo sistema más moderno que garantice una democracia más avanzada acorde al siglo XXI, no al siglo XIX.

Quizá ha llegado el momento de reivindicar que el verdadero progreso no tiene dueño ideológico, ni es exclusivo de la izquierda, ni incompatible con la libertad, la iniciativa privada o el pensamiento crítico.

El progreso debe medirse por los resultados reales, no por la propaganda política. Las respuestas a las siguientes preguntas son el indicador sobre si de verdad hay o no progreso:

¿Se mejora la calidad de vida de la mayoría de las personas o solo de algunas minorías?

¿Se tiene mayor libertad y somos todos iguales ante la Ley?

¿Se fomenta el conocimiento y el pensamiento crítico o se censura a los medios de comunicación independientes?

¿Hay clara y real separación de poderes? ¿La justicia protege a la sociedad civil?

Quizá el auténtico progreso consista en liberar las ideas de sus jaulas ideológicas. En mirar hacia adelante con la mente abierta, el corazón justo y los pies en el suelo.

¿Y si el futuro no pertenece a la izquierda ni a la derecha, sino a quienes piensan con libertad y actúan con decencia?

¿Y si el progreso no se mide por las siglas, sino por los efectos reales en la vida de las personas? ¿Puede alguien apropiarse de un concepto que debería ser patrimonio de todos?

Nos dijeron que para ser progresistas había que repetir ciertos eslóganes. Pero, ¿y si la obediencia ciega es lo menos progresista que hay? Tal vez la verdadera revolución sea pensar por uno mismo. ¿Te atreves?