Vivimos creyendo que el mundo sigue reglas estables y predecibles. Pero, de vez en cuando, la realidad sacude esa ilusión. En 2021, un solo barco encallado en el canal de Suez detuvo gran parte del comercio global. No fue una guerra ni una crisis financiera. Solo un giro improbable.
Sin embargo, seguimos preparándonos para lo previsible. Nos esforzamos en encontrar certezas, predecir el futuro y controlar el entorno, pero a veces basta un error menor para mostrar que lo sólido era solo una ilusión de estabilidad.
Este tipo de eventos improbables, de gran impacto, que solo parecen explicables después de ocurrir, los denominó Nassim Taleb "cisnes negros". Son eventos que, como una pandemia global, un gran atentado o guerra inesperada, pueden alterar el orden mundial. Hoy sabemos que lo improbable puede desestabilizar sistemas enteros. Cuando creemos entenderlo todo, el mundo cambia las reglas y nuestro mapa mental deja de servir.
¿Por qué cuesta tanto aceptar lo improbable? Tal vez porque nuestra mente necesita sentido y cierta sensación de control, aunque sea ilusorio. Esa necesidad de explicarlo todo también nos vuelve vulnerables. Reconstruimos lo ocurrido con la sensación de que era inevitable, pero cuando irrumpe lo inesperado, nos desarma y tiene consecuencias.
Bajo su aparente solidez, el sistema económico global sigue siendo sorprendentemente vulnerable. Una decisión menor puede desatar una cadena de disrupciones. En un entorno hiperconectado, cualquier desequilibrio puede amplificarse. La eficiencia extrema funciona en la calma, pero se convierte en fragilidad cuando llega el caos.
La reciente vuelta de Trump y su agenda arancelaria demuestra, de nuevo, cómo una sola decisión puede desestabilizar el entorno. Más allá de este episodio, subyace una verdad incómoda: el mundo no se comporta como esperamos y el cambio ya no es una anomalía: es nuestra condición permanente.
Sin embargo, debemos recordar que el sistema tiende a adaptarse. Siempre lo ha hecho. Las empresas y la sociedad encuentran formas de recomponerse. Lo improbable exige y encuentra respuestas, que a menudo nos transforman.
¿Qué hacer entonces? Taleb propone una idea poderosa: más que ser robustos, deberíamos aspirar a ser antifrágiles. La diferencia es clave: lo frágil se rompe. Lo robusto resiste, pero no mejora. Lo antifrágil no solo sobrevive al caos: se fortalece con él.
Convivir con lo improbable no es vivir con miedo. Es entender que no todo está bajo control y que esa conciencia no nos debilita: nos prepara para fortalecernos cuando el guion cambie sin previo aviso.
Empresarios e inversores pueden prepararse mejor si interiorizan esta lógica. Para las empresas, puede implicar diversificar clientes, proveedores y mantener estructuras flexibles, entre otras opciones. Para las familias inversoras, se trata de planificar con criterio para gestionar mejor los riesgos y las oportunidades asociadas, evitando sesgos, aumentando la diversificación y la capacidad de actuación. En ambos casos, no se trata de anticiparlo todo, sino de estar listos cuando lo inesperado llegue.
A nivel personal y colectivo, cultivar la antifragilidad no es solo una estrategia, es una actitud ante la vida. Nos exige adaptarnos, aprender y construir desde la incertidumbre. Implica pensamiento crítico, preparación constante y la voluntad de aceptar que los planes perfectos rara vez sobreviven al contacto con la realidad.
Porque, como bien resume Taleb, el impacto de lo improbable define más el mundo actual que la rutina de lo probable. ¿Estás preparado para este desafío?