El salón estaba colmado de aplausos. Una orquesta suave llenaba el ambiente mientras las luces, cuidadosamente atenuadas, dibujaban siluetas elegantes entre mesas redondas cubiertas de blancos impolutos.
Era una noche para celebrar la generosidad. Nada parecía fuera de lugar, salvo el gesto adusto de un hombre que, desde una de las esquinas del salón, repasaba con la mirada cada detalle con más exigencia que gratitud.
Lo que para unos era una velada benéfica, para él se había convertido en un ejercicio silencioso de cálculo y expectativa. No había recibido el saludo que imaginaba, ni la ubicación que él, en su mente, creía merecer.
Todo lo que no confirmaba su propia importancia, lo interpretaba como una ofensa. No importaban los motivos, ni el contexto, ni siquiera el propósito mayor del acto. En su universo, la deferencia era la moneda del respeto, y ese día, según él, no se le había pagado lo suficiente.
Al día siguiente, el protagonista, cuyos méritos nunca estuvieron en duda, pero cuya empatía era más volátil, tomó una decisión. Silenciosa, tajante y sin espacio para el diálogo. Una decisión que no fue producto de un análisis colectivo ni de un debate sosegado, ni buscaba el interés general sino del eco de una herida percibida más que real.
El ego: ese invitado invisible que puede torcer cualquier liderazgo
No es nuevo ni sorprendente. A lo largo de la historia, se ha visto cómo decisiones importantes han sido tomadas, no por lo que es justo o razonable, sino por lo que alivia la vanidad de quien manda.
El problema no es que el ego exista: todos lo tenemos. El problema es cuando el ego que se sienta en la cabecera de la mesa, habla más alto que el criterio y exige reverencias incluso cuando no corresponde.
Un liderazgo saludable se mide no por el número de decisiones que se toman, sino por la calidad de las decisiones tomadas cuando la emoción toca la puerta. Quien lidera desde la madurez, sabe distinguir una diferencia de criterio de un agravio y un malentendido de una falta de respeto. Pero cuando se lidera desde el orgullo, cualquier sombra se convierte en amenaza, y cualquier desacuerdo, en traición.
Un liderazgo auténtico no teme a las diferencias, las busca. No castiga los errores involuntarios, los transforma en puentes de aprendizaje. No se protege con silencios, sino que se fortalece con el diálogo.
Un líder verdadero sabe que, aunque la jerarquía le otorga poder, solo la humildad le otorga autoridad, aunque solo sea moral.
La cultura del respeto mutuo frente a la imposición silenciosa
Las organizaciones, sean empresas, instituciones o asociaciones, no solo necesitan estructuras sólidas, sino también líderes capaces de escuchar, dialogar y comprender. En contextos donde se valora más la obediencia que el pensamiento, y más la reverencia que la verdad, el error no solo se perpetúa, se institucionaliza.
Y, lo que es peor, se contagia. Porque los liderazgos que castigan la iniciativa o el espíritu crítico, acaban rodeándose solo de voces que asienten, no de mentes que suman.
Las relaciones humanas, especialmente en los espacios de liderazgo, no solo se construyen con palabras bonitas y saludos de ocasión. Se fundamentan en la confianza, en la lealtad mutua y en la capacidad de convivir con la diferencia sin pretender aplastarla.
Es fácil sonreír cuando todo fluye a favor, pero es en los momentos incómodos, cuando aflora la disonancia o el malentendido, donde se pone a prueba la verdadera calidad humana y directiva de una persona o de una organización.
Demasiadas veces, el liderazgo se ha confundido con la autoridad incuestionable. Y lo cierto es que los foros empresariales, sociales o políticos que presumen de pluralidad y espíritu constructivo, solo lo son verdaderamente cuando gestionan el disenso con nobleza, cuando permiten el derecho a equivocarse, cuando convierten el desacuerdo en una oportunidad de mejora y no en un pretexto para señalar, excluir o silenciar.
En una democracia madura, incluso en sus microespacios como asociaciones o fundaciones, el debate, la crítica respetuosa y la búsqueda del consenso son la savia que alimenta su legitimidad. La autoridad que se impone sin diálogo es solo un reflejo de inseguridad. Y las decisiones que se toman sin escuchar a todas las partes no son fruto de la sabiduría, sino del miedo a contrastar versiones que puedan tambalear la narrativa oficial.
No es signo de debilidad reconocer un error. Al contrario, solo los líderes verdaderamente fuertes saben pedir disculpas, revisar sus decisiones y abrir espacios de diálogo incluso con quienes piensan diferente o cometen fallos. Porque, como decía el filósofo Montaigne, “nadie está exento de decir tonterías; lo malo es decirlas con énfasis”.
Cuando una organización cierra las puertas al que aporta desde el compromiso, y elige conservar su imagen por encima de la verdad compartida, deja de ser un foro abierto para convertirse en una estructura que se mira al ombligo. Y el ombligo, por más elegante que uno se lo quiera ver, no conecta con la sociedad, sino con uno mismo.
El respeto no se impone, se cultiva. Y el liderazgo verdadero no se demuestra cuando todo va bien, sino cuando se tiene la oportunidad de ser generoso incluso ante la decepción, porque quien no aprende a relativizar una afrenta, jamás podrá liderar con grandeza.
La diferencia entre una comunidad sana y un club endogámico no está en sus estatutos, sino en su cultura interna. Y cuando en esa cultura se prioriza el prestigio formal por encima de la honestidad, el resultado suele ser una desconexión progresiva con la realidad.
Vivimos tiempos en los que los personalismos excesivos ahogan las iniciativas colectivas. El “egosistema” ha reemplazado al ecosistema. Se castiga al que discrepa, se exilia al que cuestiona, se eleva al que adula. Y así, se construyen estructuras vacías de alma, donde reina la obediencia, pero no la autenticidad. ¿Qué valor tiene, entonces, pertenecer a un grupo donde la lealtad pesa más que la verdad?
Por eso, quien haya vivido una experiencia de decepción institucional, en la que se ha sentido apartado injustamente, no debería guardar rencor, sino gratitud: la vida le ha enseñado pronto dónde no era. Porque la dignidad, no se negocia. Se defiende. Y cuando uno sale de un sitio con la cabeza alta y la conciencia limpia, en realidad no ha perdido nada: ha ganado libertad.