El papá reñía al pequeño de su casa porque se desgañitaba pidiendo el juguete que anunciaban por la tele. Cuando el padre fijaba la línea que delimitaba lo que estaba bien y lo que no lo estaba, entre lo que era posible y lo que no lo era, él mismo se estaba encargando de borrarla y de tirar por tierra toda la enseñanza. El padre le compró el juguete, alimentando con su ejemplo a un hijo que como si fuera una esponja atraía para sí toda la suciedad de la insensatez. El niño solo trataba de imitarle.

Nos introducimos en la infancia tras dejar atrás la candidez de los primeros pasos en pañales y alcanzamos la madurez tras sufrir la metamorfosis, impuesta por emulación, de la inocencia al ego. No nos debe de extrañar que el ser humano sienta envidia y rencor hacia el prójimo: el amigo o el primo que ascendió en su puesto de trabajo, o el vecino del tercero que cada mañana aparcaba un lujoso coche debajo de la ventana. Durante muchos años aprendimos a verles como adversarios. Por el contrario admiramos al que sale por la tele, a aquel que no le importamos. Fue lo que nos enseñaron.

Somos víctimas de una sociedad que nos hace ver a nuestros semejantes como adversarios.

Y llegamos a la pubertad, y el ego avanza a toda velocidad. Queremos ser los mejores en todo, los más guapos, los más altos, los que saquemos las mejores notas, el mejor deportista. —Recuerda que el papá te castigaba sin salir del cuarto cuando apenas sabías contar hasta diez—. Queremos vestir de marca, ¡qué ingenuidad! Desconocemos que esta es la etiqueta de impersonalidad impuesta por el sistema. Centímetro a centímetro hemos crecido en altura, al mismo tiempo que hemos ido perdiendo toda la pureza de día «aquél», el día en el fuimos alumbrados.

Nacimos junto a la «fuente». Y poco a poco nos vamos alejando de ella.

Acabamos de convertirnos en adultos, en materia que termina por afianzar todo lo que hemos visto, oído, tocado, acariciado o respirado. Alejados de la verdadera madurez. No entendemos de otra historia. Nos enfrentamos a todo lo que no sea como nuestra mente quiere. Discutimos con padres, hermanos, amigos, con cualquiera que nos quiera indicar otro camino distinto al impuesto por la costumbre o el ego.

Y ahora yo te pregunto: ¿de verdad quieres esto para ti? Probablemente no. ¿Cuándo te miras en el espejo qué es lo que ves? Unos ojos que a veces están tristes, una nariz chata o prominente, unas patas de gallo que por momentos se acentúan, una barriga que crece de perfil, una melena que cada vez peina más canas o quizás la frente más despejada. Seguramente solo contemplas hasta donde alcanza tu vista.

¿Quién debe decidir lo que es bonito o lo que es feo?

Durante gran parte de mi vida, cuando me miraba en el espejo veía una nariz grande y torcida. En ocasiones pensé en la posibilidad de operarme para cambiarla. Pero nunca lo llegué a hacer. Siempre tenía una respuesta para no hacerlo: Mi nariz es mía, es la nariz que me dieron mis padres, con la que Dios quiso que naciera. Así que aprendí a amar mi nariz igual que hice con cada átomo de mi cuerpo. Hoy no puedo ponerle un solo pero a mi nariz, ¡me encanta! Me siento a gusto con ella; es parte de mi cuerpo, raíz de mi alma. Ya nunca más me volví a plantear cambiarla por otra.

Si cada día, en vez de mirar tu aspecto en el espejo, cierras los ojos y te concentras, verás en tu interior algo tan hermoso que no se puede tocar, pero sí sentir: tu alma. Aprender a leer el alma nos enseñará a no juzgar a los demás, a amar incondicionalmente: «aceptar y amar».

Una mañana me acerqué al mercado. Tenía invitados en casa y en la lista de la compra había anotado media docena de manzanas para la tarta. Mientras pagaba observé que el yerno de la frutera estaba como ausente. Le saludé e inicié una conversación con él. Buba tenía leucemia. Hablamos durante diez minutos, me contó lo lenta que parecía que iba su recuperación, logré sacarle alguna sonrisa. Necesitaba hablar y «algo más». Me despedí de él y de su suegra con un hasta luego.

No fue un saludo casual, cuando me dirigía a casa, algo en mi interior me decía que el muchacho necesitaba mucho amor. Buba era africano, excepto su mujer, toda su familia estaba lejos. No había logrado acostumbrarse a que lo trataran en muchos momentos con discriminación por el simple motivo de tener un color diferente de piel (a algo así no puede acostumbrarse nadie. Tenemos mucho por hacer). Yo no me había alejado ni diez pasos de la frutería, recuerdo que miré el reloj y que eran las once de la mañana, era tarde pero iban a tener que esperar. Solté las bolsas de la compra, me di la vuelta, me acerqué hasta él y le abracé con ganas.

Posiblemente las personas que por allí pasaron opinaron y juzgaron aquella escena para ellas tan peculiar. Pero me aventuraría a decir que ni una sola se podía imaginar que estaba amando a Buba. Nadie podía imaginarse que en aquel momento estaba entregando mi alma a alguien al que acababa de conocer.

Se nos olvidó dar porque durante gran parte de nuestra vida solo recibimos.

Moldeamos a nuestros hijos de cara al exterior; a la sociedad que se va a encargar de juzgarles cada día. Nos preocupa más cómo visten, quienes son sus amigos, qué serán algún día, con quién se casarán, dónde vivirán. Pero en ningún momento del crecimiento nos molestamos en enseñarles a dar al prójimo, a tender la mano al compañero, a apartar los deberes del cole para ayudar a aquel que se sienta a su lado y no entiende los problemas de matemáticas.

—Cariño, está muy bien que quieras ayudar a tu amigo, pero tú tienes que pensar en acabar tus ejercicios—. No esperes, no, sé que no lo esperas, que si tu hijo alguna vez tiene un gran barco navegue con él paseando a niños con cáncer. No se lo enseñaste, igual que tampoco le enseñaste a que te abrazara cuando estabas triste, o a jugar con su hermano pequeño para que sintiera lo mucho que lo quería. Quizás solo le obligabas cuando el pequeño tenía una de sus rabietas. Nuestros hijos se amarán porque siempre estuvieron juntos, no porque le inculcáramos los valores del amor. Son cosas tan lógicas que visto así parece ilógico que no se las enseñáramos.

De cero a siete años se forma el inconsciente en nuestro cerebro, esa parte del mismo que ocupa un 95% de nuestra cabeza y en el que se guardan todas y cada una de las emociones que hemos ido aprendiendo desde nuestro nacimiento.

En el cerebro quedarán registrados todos los «noes» a los que fuimos sometidos, aquellos esfuerzos de agradar con tal de no sentirnos poco queridos, aquellos sentimientos de abandono por el trabajo de papá, aquellos celos de nuestros hermanos porque les hacían menos caso. Todos esos momentos llenaron nuestro subconsciente de sentimientos como la ira, la falta de afecto, la rabia, la tristeza, etc. Sentimientos que llevaremos como una pesada mochila el resto de nuestras vidas y que en momentos determinados aflorarán en función del espejo en que nos veamos reflejados. Las relaciones con el próximo serán el resultado de las emociones que antaño sentimos.

Escribo este libro para abrazarte y que puedas suplir en cierta forma aquellos sentires que un día quizás no recibiste. Intento que reflexiones y te conviertas en el gran maestro de tus hijos. Ya lo eres, pero ellos necesitan un poco más de ti. No te pido que entre las enseñanzas le inculques la de visitar a niños con cáncer por los hospitales. Simplemente trato, desde el amor y el respeto, que instruyas a quienes mañana querrán ser como tú, en el amor hacia el prójimo, que le enseñes a tender la mano al más necesitado. Que entiendan que para ser felices no es necesario tener el mejor coche. Que la sonrisa del corazón tiene un precio infinito que nadie podrá comprar con dinero.

Siempre estamos a tiempo

Cada una de las circunstancias adversas que nos encontramos por el camino, realmente son una posibilidad para sanar todo aquello que nos ocurrió en la infancia. Algún terapeuta le llamaba: «el síndrome del niño adulto y herido que necesita ser abrazado para sanar los sentimientos que se quedaron anclados en el pasado».

Como el ser humano normalmente no suele pararse a pensarlo, ni mucho menos abrir su mente a esta realidad que hoy nos invade, pasa la vida en una constante interrogante: ¿por qué sufro? ¿Por qué tengo miedo? Sin hallar nunca la respuesta. El ego le ciega. Para saltar las piedras del destino solo necesitábamos un abrazo. Un abrazo que hoy puedes dar tú.