Cada Semana Santa tenemos la oportunidad de conmemorar el acontecimiento fundamental de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que los cofrades unimos indisociablemente a los dolores y gozos de su bendita Madre. Así, como sabemos, el Jueves Santo conmemoramos su entrega por amor en la Eucaristía, el memorial de su Pasión que Cristo quiso dejarnos en el marco de la Última Cena. El Viernes Santo meditamos y acompañamos su dolor, desde la agonía del huerto de Getsemaní hasta su santo entierro. El Sábado Santo compartimos el dolor de Nuestra Señora, mientras esperamos que, con el alba de la madrugada del Domingo de Resurrección la luz de la Pascua ilumine nuestras vidas. Sin embargo, se trata de un misterio tan grande que, los cofrades no podemos contenerlo en el Triduo Pascual, sino que lo expandimos y adelantamos durante días. Así, el misterio de la entrega por amor de Jesucristo y su triunfo sobre el pecado y la muerte, llena no solo los días de la Semana Santa, sino que se propaga a lo largo de toda la Cuaresma y, por qué no decirlo, inunda todo el año con sus vivencias.

Pero, igual que se extiende, lo cierto es que todos los cofrades sabemos que la Semana Santa se concentra en las vivencias de la procesión. En ella, de un modo u otro encontramos una metáfora y una condensación, no solo de nuestra vida, sino también de nuestra fe. Puesto que, a lo largo del recorrido procesional experimentamos la alegría y el cansancio, el dolor y el gozo, nos sabemos y sentimos peregrinos hacia un Reino que ya despunta en esta tierra, advertimos el paso de los años, la transmisión de la fe, el transcurso de las generaciones, ¡son tantas las vivencias que se concentran en una procesión! Todas ellas, para los creyentes se enmarcan y tienen sentido desde la fe en Jesucristo, muerto y resucitado al que acompañamos, portamos y seguimos en nuestras imágenes procesionales. Así, a lo largo del recorrido de la procesión, el dolor y el cansancio nos ponen cerca del Varón de Dolores que es Cristo y de los sufrimientos de su Madre. Pero también, el gozo de caminar por nuestras calles, la alegría de hacerlo en comunión con los nuestros y, por qué no decirlo, la añoranza de aquellos que contemplan la procesión desde el Cielo, renuevan nuestra esperanza en el Resucitado y nos recuerdan que solo en Él podemos encontrar el sentido de nuestra vida.

De este modo, la Semana Santa se extiende por el año y por la vida, a la vez que concentra en ella las claves más importantes para vivir como verdaderos hijos de Dios. Ella nos acerca hacia Jesucristo que se entrega cada día en la Eucaristía como Cordero Inmaculado y como Pan Vivo bajado del Cielo. Por ello, no me parece exagerado concluir estas breves líneas parafraseando al santo jesuita Alberto Hurtado quien decía “la misa es mi vida y mi vida es una misa prolongada”. Puesto que, para muchos de nosotros “la Semana Santa es nuestra vida, y nuestra vida es una Semana Santa prolongada”. Una vida y una Semana Santa que, solo tienen sentido si nos conducen a Jesucristo que quiso dejarnos su memorial en la Eucaristía que celebramos todos los días, y que conmemoramos de un modo especial y singular durante la Semana Santa.