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Las claves

Los nombres de Cristina y Amanda son ficticios porque el miedo les dificulta hablar a rostro descubierto. Durante los últimos años han vivido momentos verdaderamente estremecedores. Sus voces bastan para entender cómo la violencia de género puede colarse en una casa a través del control, la culpa, los golpes, la manipulación y hasta, presuntamente, a través de un simple plato de comida. Dos mujeres, dos historias distintas y un mismo hilo común: años en la provincia de Málaga con miedo, aislamiento y secuelas en sus cuerpos y en sus hijos.

En el 25N, ambas han decidido contar su historia para que otras no sufran su calvario. Cristina, española de 40 años, es en estos momentos trabajadora de una residencia. Amanda, de 47, es una camionera brasileña que se agarra a la fe como misionera para avanzar en su vida. Las dos pasaron años convencidas de que la culpa de todo lo que les ocurría era suya.

Las dos llegaron a pensar que “no era para tanto” porque no había un ojo morado cada día o porque sus parejas le ponían cara de adorables corderos. Y las dos han terminado en el mismo lugar como refugio: la oficina de un abogado criminalista especializado en violencia de género, Andrés Pérez Plaza, y el abrazo de una asociación que dirige la mujer de este, Carmen Cobos, llamada Mujeres sin Miedo, que le ha dado una pincelada de esperanza a ambas.

Cada una resume todo lo que han vivido en una frase para empezar: “A día de hoy sé lo que quiero en mi vida, aunque esos monstruos siempre están”, dice Cristina, mientras que Amanda añade que gracias a un arduo trabajo investigativo descubrió "que no estaba loca ni enferma, que algo me estaban haciendo, y que mis hijos también estaban sufriendo”.

Cristina conoció a su pareja cuando aún era casi una niña. Tenía quince años. Coincidían en ferias, se cruzaban sin hablar. Hasta que una noche se encontraron en una discoteca y empezaron a salir. Todo fue muy rápido. Años después, ella misma mira atrás y se pregunta en qué momento aquello que parecía amor empezó a ser una trampa.

Cuando comenzó a trabajar y estaba “bien situada”, él la convenció de que se mudaran de ciudad. Hoy lo ve claro: esa mudanza no era solo un cambio de escenario. Supuso quedarse sin familia cerca, sin amigas, sin red. “No hubiera hecho ese cambio si fuera ahora”, reconoce. En la nueva ciudad tuvo que empezar de cero, con amistades nuevas y rutinas nuevas. Él trabajaba con horarios nocturnos, llegaba de madrugada, y ese estilo de vida se normalizó poco a poco en la casa.

Con los años, la incomodidad se hizo costumbre. Llegaba borracho, tenía “mal comportamiento”, discusiones constantes... Y tras todo ello, los golpes. Al principio aislados, luego cada vez más frecuentes. “Cuando le parecía, me daba un golpe o insultos”, relata. Iba a trabajar con moretones que sus compañeras veían, pero ella siempre los justificaba con caídas o accidentes domésticos. Hasta que una encargada se atrevió a decir en voz alta lo que todas sospechaban: que notaba un cambio en su rendimiento y que intuía el motivo. Aun así, Cristina no pudo romper el silencio.

La violencia psicológica fue de la mano con la física. Las humillaciones y los insultos comenzaron a convertirse en un miembro más de su hogar. “Empecé a pensar que era yo la que hacía las cosas mal, que él quería lo mejor y por eso me golpeaba”. Dejó de arreglarse, dejó de reconocerse. “Te vas muriendo por dentro sin que nadie se dé cuenta. La violencia psicológica te hunde, no ves salida”.

Cuando llamó al 016 por primera vez, colgó al poco. Tardó años en dar el paso, y en medio llegó un embarazo que la dejó aún más atrapada. “Me tenía cogida”, explica. El nacimiento de su hija no frenó la violencia. Recuerda una noche en la que la pequeña dormía y él, al llegar del trabajo, subió la música. “Le dije que se había dormido hacía poco. Empezó a golpearme y a decirme que trabajaba mucho”.

Cristina consiguió volver a su ciudad pensando que podría rehacer su vida allí. Él acabó mudándose también e intentaron empezar de nuevo. Ella encontró trabajo y él se quedaba con la niña a la salida del colegio. Pero nada cambió. Seguían los reproches, las malas formas, el control del móvil, las acusaciones de infidelidad... Un día le golpeó muy fuerte la cara. Pero Cristina acabó en el médico, no en la comisaría, muy a su pesar. “Me tiré más de una semana sin salir, con los ojos morados. Volví a decir que me había dado un golpe”, sostiene.

El miedo a las represalias y, sobre todo, a que le quitaran a su hija, la paralizaba. Aun así, empezó a guardar pruebas. Él lo descubrió y le quitó el teléfono. La familia empezó a sospechar al ver que no podían hablar con ella, la dejó totalmente aislada. Hasta que su familia le vio un moretón y no se creyeron lo de que otra vez se hubiera dado con la esquina de un mueble. "Acabé teniendo que salir de mi casa un día porque no podía más. Me refugié en casa de un familiar", sostiene.

Desde allí decidió buscar ayuda legal. Un abogado le dejó claro que tenía que denunciar. Tardó unos días en reunir fuerzas. “Antes de entrar a denunciar tenía un revuelo de sentimientos. Quería acabar con todos los años de humillaciones y golpes”, relata.

En la Comisaría encontró un trato empático por parte de la Policía Nacional especializada en malos tratos."Estoy muy agradecida", dice. Le tomaron declaración, recogieron testimonios y fueron a detenerlo. Al día siguiente se celebró un juicio rápido. Él negó todo. Se pudo demostrar la violencia psicológica, aunque los golpes, sin denuncias previas y con partes médicos que hablaban de “caídas”, quedaron atrás. Se dictó una orden de alejamiento de un año y un régimen de visitas muy cerrado para la niña.

Lo que podría haber sido un punto final se convirtió en el inicio de otra etapa: la de las humillaciones en redes sociales, los incumplimientos en el horario de visitas, la angustia de ver a su hija yéndose con un hombre al que ella identifica como un maltratador. Cristina tuvo que volver a pagar abogados, buscar apoyos, sostener a su hija y sostenerse a sí misma. Hoy sigue en tratamiento psicológico. “No me escondo, pero a veces los monstruos del pasado aparecen. Me da miedo andar sola, no puedo estar cerca de él, el cuerpo me tiembla”, explica.

Reconoce que ha llegado a tener que echarse a un lado en la carretera, mientras conducía, porque temía que pudiera estar persiguiéndole y que su hija, que ya es una preadolescente, ha llegado a hacerse pis encima cuando habla por teléfono con su padre. "Me dice que le pase el teléfono y que así se quita ya un peso de encima", lamenta.

Dice que los niños son, sin duda, los mayores damnificados de la violencia de género. Su hija ha tenido que irse con su padre cuando no quería.Y este ha rechazado cederle una manutención de apenas 100 euros mensuales en varias ocasiones. "Hace diez años que le denuncié y acabamos de ganar un juicio contra él. Secuelas quedan siempre, pero yo lo que llevo peor es ver a mi hija sufrir por su padre, una persona que fue drogodependiente", dice, confesando que su hija no pudo asistir a terapia psicológica cuando quería porque su padre no firmaba los papeles pertinentes. "Eso es muy duro, muy grave. No entiendo nada de por qué se permite. En el sistema Viogén hay miles de mujeres, pero también miles de niños", declara.

Así, insiste en la importancia de denunciar y pedir ayuda. Cree que hace diez años la sociedad no estaba tan mentalizada de lo que supone la violencia de género, pero que ahora sí, que si pides ayuda a cualquier vecino, a cualquier amigo, "alguien te dará la mano". "Y que no sigan dando oportunidades a un maltratador. Esas personas no cambian nunca", dice.

Aun así, resume su presente con una palabra: libertad. “Trabajo en lo que me gusta y vivo más tranquila. Libre, sin que nadie me juzgue. Libertad es una palabra que te libera de todas las cargas que llevaba arrastrando”.

Amanda, la camionera brasileña que temía el envenenamiento

La historia de Amanda empieza en otro lugar y de otra forma, pero desemboca en el mismo océano. Ella es brasileña, evangélica, con una larga trayectoria laboral. Ha sido camionera, repartidora, cocinera, costurera, misionera. Llevaba casada con su marido desde 1998. Tienen tres hijos en común, además de otro hijo mayor que ella trajo de Brasil y que ya ha formado su propia familia.

Cuando se quedó embarazada del pequeño, él le propuso que dejara de trabajar. “Me dijo que no hacía falta, que él podía pagar el alquiler y todos los gastos. Que yo me encargara de los niños”, cuenta. A priori, una oferta de estabilidad. En la práctica, el inicio de un aislamiento económico y social casi total.

Su marido, español, es conocido en su entorno como un hombre servicial, cariñoso, atento con todos. Ante los demás proyecta una imagen impecable. Amanda habla de que tiene una “doble cara”. Dentro de casa, la realidad era muy diferente. Él controlaba todos los ingresos de la empresa y el dinero de la familia. Pagaba abundantes comidas fuera durante el fin de semana, llegando a gastar 600 euros en un par de días, pero el lunes se negaba a darle dinero para hacer la compra. “Nunca he sabido lo que gana, lo que paga, cómo está la empresa. Me decía que él no era un banco, que habíamos gastado mucho”.

Ella describe una convivencia llena de pequeñas humillaciones. Él no cocinaba, pero corregía constantemente cómo estaba la casa, cambiaba de sitio las cosas que ella colocaba, reorganizaba todo a su manera. En la empresa, donde Amanda acudía en ocasiones, la trataba como a una extraña. “Parecía que yo era una invitada. Ni podía entrar en la oficina ni mirar nada”.

Cuando ella se planteaba volver al trabajo, la reacción de él cambiaba por completo. “Si yo digo que voy a buscar trabajo, lo encuentro rápido porque soy dinámica y conozco gente. Y ahí se ponía agresivo”. Recuerda un episodio en el coche, cuando le comentó que se sentía triste por el modo en que él administraba el dinero. Él reaccionó cruzando el vehículo en la carretera, amenazando con sacarlo de la vía. Después llegó el perdón y las lágrimas. “Siempre el mismo patrón", dice.

Con el tiempo, Amanda abrió un pequeño negocio de lavado de coches en la nave de la empresa de su marido. Ni ahí tuvo autonomía económica. Él controlaba hasta las propinas, el dinero que quedaba en las máquinas, las monedas que ella apartaba.

También ahí empezaron los problemas de salud. Lo que al principio parecían achaques sueltos se convirtió en un rosario de síntomas que no terminaban nunca. Problemas hormonales, infecciones, crisis de bronquios, alergias, manchas en la piel, mareos, colapsos de memoria, una fatiga extrema que la dejaba durmiendo horas y horas. La tensión arterial se disparaba, el pelo se le caía e incluso su vista se deterioraba en pocos meses.

Entre visitas a urgencias en el Hospital Clínico y en el Hospital Regional, donde le realizaron pruebas, analíticas y escáneres que se sumaron a las consultas con su médica de cabecera, nadie encontraba una explicación. Le propusieron tratamientos para el corazón, para la depresión, medicación psiquiátrica. Uno de los médicos llegó a decirle que o tenía una enfermedad psicológica o que aquello no era normal.

Amanda llegó a acudir a un médico homeópata, que le habló de “metales pesados” en la sangre y de niveles de oxígeno muy bajos. Lo relacionó con su trabajo en la nave, rodeada de productos químicos y motores. Ella recuerda incluso habérselo contado a su marido. “Se alegró mucho de que supuestamente hubiera descubierto lo que tenía. Me animó a seguir con el tratamiento”, recuerda. Mejoró durante un tiempo que volvió a su país. Después volvió a empeorar.

Pero a Amanda un runrún no se le iba de la cabeza. En una salida a un restaurante, su marido envió al baño a su hijo pequeño y le pidió a ella que le acompañara. Al volver a la mesa, sorprendió a su marido triturando unas pastillas rosas, con el objetivo, dice, de verterlas en su vaso de refresco. Él aseguró que eran “proteínas” para el deporte. Y cuando ella le dijo que se las tomara, él dijo que mejor en "otro momento".

Más tarde, en otro fin de semana, Amanda se encontró en un kebab que habían comprado en la calle y que él había calentado en casa, quitándole incluso el papel de aluminio, una masa de color rosa fucsia en el interior. “Busqué en Internet y me salía que podía ser viagra femenina. Cuando le pedí explicaciones, lo negó. Tardó meses en reconocer que me había administrado algo”.

La sospecha de que detrás de sus enfermedades podía haber algo más que mala suerte empezó a instalarse en ella. Su hijo mayor, desde fuera de la pareja, fue directo con su madre: le dijo que si su marido era capaz de echarle determinadas sustancias en la comida, era capaz de muchas más cosas, como usar veneno. Le pidió que buscara en la casa algún bote sospechoso.

El giro definitivo llegó cuando la familia se mudó al campo y su salud volvió a caer en picado. Una mañana, tras una noche de vómitos, abrió la botella de lejía con la que iba a poner una lavadora. Dentro no había lejía. Había una pasta marrón. Lo fotografió y se lo envió a una amiga. Empezó a revisar la despensa. La conserva de ajo, que debería ser blanca, era de color amarronado. La textura era extraña. En el fondo de las botellas de tinto de verano, que él había comprado y abierto, aparecía un poso oscuro. “Mi hijo pequeño me decía que tirara todo. Que algo pasaba”.

Amanda relata que su marido trabajaba con catalizadores de vehículos, que contienen metales pesados y polvo muy fino. Ella está convencida de que esa sustancia llegó a sus champús, bebidas y comida. Cada vez que dejaba la casa para viajar al extranjero un tiempo, sus síntomas desaparecían casi por completo. Cuando volvía, regresaban.

Decidió quedarse durante meses fuera de España, una medida acordada con sus hijos. Su pareja, en cambio, fue diciendo a su entorno más cerrano que le había abandonado con su familia. Los hijos de Amanda hablaban con ella a través del teléfono de la vecina. De cara a la galería, decía exactamente lo mismo que el marido de una amiga de Amanda a la que mataron por violencia de género hace unos años en Málaga. "Y mi marido también tenía una nave como en la que fue encontrada ella sin vida; su marido la metió en un boquete bajo la maquinaria, como una tumba", sostiene, dando a entender que tuvo miedo a que la historia se repitiera.

Empezó a denunciar. Primero por insultos, después por el ruido constante de barbacoas que organizaba y hogueras que hacían en la puerta de casa hasta altas horas de la madrugada para que no pudiera dormir. También por el hallazgo de esas sustancias. Hubo juicios rápidos por todo ello. Pero ante la justicia, relata Amanda, solo tuvo como principal prueba una carta donde él anunciaba su posible suicidio y donde reconocía que había sido un mal padre y mal marido.

Tuvo abogados diferentes de oficio, resoluciones que ella sintió como insuficientes y una sensación de no ser creída del todo. Hasta que llegó la asociación Mujeres sin Miedo. Andrés pidió llevar el caso completo, ordenó las denuncias, impulsó el análisis del material intervenido por la Guardia Civil y solicitó un divorcio contencioso. En uno de esos procedimientos, la jueza ordenó que él abandonara la vivienda, que está a nombre de Amanda. No se dictó, por ahora, una orden de alejamiento, algo que no comprende, pues sigue "dándose paseos" por el pueblo de Málaga donde residen.

Ella, que hace unos meses trabajaba como conductora de VTC, ha sido despedida de su empresa recientemente al culminarse su contrato como fija discontinua y ante su dificultad para conducir debido a las secuelas físicas y psicológicas. Duerme poco o nada, después de años en los que apenas se despertaba. “Todo lo que dormí entonces lo estoy pagando ahora. El cuerpo está en alerta”, le ha explicado el psicólogo. Además, según su testimonio, la empresa que la "echado a la calle" no le muestra sus nóminas de los últimos meses y sigue sin finiquito. "No sé qué voy a hacer en diciembre, no tengo la pensión de mi hijo ni tampoco mi dinero", lamenta.

Su hijo pequeño, que verbaliza el miedo que siente hacia su padre, evita también salir solo. “Cuando lo vio en la calle, me dijo que había sentido el abrazo de un verdadero asesino”, cuenta Amanda con un nudo en la voz.

Lo que vivieron Cristina y Amanda no es idéntico, pero comparte patrones que se repiten en miles de historias de violencia de género. El control económico, la negación de información sobre los ingresos familiares, la descalificación de la capacidad de la mujer para administrar dinero. El aislamiento de familiares y amistades, ya sea mediante cambios de ciudad o mediante la desacreditación sistemática dentro de la comunidad.

En casos como el de Amanda, la imagen pública del agresor es impecable. Buenos padres, trabajadores, serviciales, muy queridos por vecinos, clientes o feligreses. De puertas hacia ddentro, la cosa cambia. Golpes normalizados, insultos cotidianos, amenazas, chantajes con los hijos, manipulación afectiva o presión para que ellas dejen de trabajar o no puedan hacerlo.

También se repite el miedo a denunciar por la custodia de los menores. Cristina tardó años en dar el paso porque su pareja le repetía que le quitaría a la niña. Amanda ha visto a su hijo pequeño pedirle que “no le deje ir” con su padre, mientras intenta protegerlo en un laberinto legal todavía en marcha. Las dos insisten en lo mismo: se necesitan recursos específicos y prioridad para los casos con niños, porque ellos son quienes pagan buena parte de las consecuencias.

Ni Cristina ni Amanda se consideran solo víctimas. Se definen como supervivientes. Las dos siguen en terapia psicológica. Las dos continúan lidiando con juicios, trámites, informes y secuelas. Cristina lanza un mensaje directo a cualquier mujer que se reconozca en su historia. Pide que no esperen tanto tiempo como ella. “Que si están viviendo maltrato vayan a una asociación o pidan ayuda. Que llamen al 016. Entiendo perfectamente el miedo, pero de verdad que se sale”.

Amanda, que ha tenido que enfrentarse no solo al maltrato en casa, sino también a la incomprensión en su entorno religioso, añade una reflexión que le duele especialmente. “He pasado de ser una mujer respetada en la iglesia, misionera, a ser la que supuestamente abandona su hogar. Nadie llamó para preguntarme cómo estaba. Fue como un juicio colectivo”. Desde esa experiencia, insiste en la importancia de no mirar hacia otro lado cuando se sospecha que alguien sufre violencia, incluso si por fuera todo parece perfecto.

Sus dos testimonios coinciden en un punto final compartido: al final del camino hay luz. No es una luz automática, Pasa por la comisaría, por el juzgado, por la consulta del psicólogo, por noches sin dormir y días en que el cuerpo tiembla al cruzarse con él en la calle.

En este 25N, Cristina y Amanda piden que esa luz llegue antes a otras mujeres. Que los entornos familiares, laborales, comunitarios y religiosos escuchen las señales. Que se tome en serio la violencia psicológica y la violencia económica, no solo los golpes. Y que se ponga a los niños en el centro, porque ellos, repiten, “están pagando las consecuencias de algo que nunca eligieron”.

Si tú o alguien de tu entorno está viviendo una situación de maltrato, puedes llamar al 016, que no deja rastro en la factura telefónica. Ante una agresión en curso, el número es el 112. También puedes acudir a asociaciones especializadas y a los servicios sociales de tu localidad. Cristina y Amanda son la prueba de que pedir ayuda no es el final, sino el principio de recuperar la vida.