Noviembre de 2022. Para muchos de nosotros, en el primer encuentro con ChatGPT el corazón nos dio un vuelco. No era fascinación tecnológica superficial, sino el vértigo de reconocer que algo fundamental acababa de cambiar.
La perplejidad inicial dio paso a la exploración frenética, y luego a la proyección: entendimos que nuestro trabajo—fuera cual fuera—se "mecanizaría" y "aumentaría" su impacto de formas que apenas alcanzábamos a imaginar. Nos abrochamos el cinturón, sostuvimos el aliento. Y ahí seguimos.
Casi tres años después, la IA ha cumplido solo una parte de esa promesa. Se ha convertido en el factor determinante para mejorar el retorno de las inversiones, para optimizar los procesos empresariales.
La granularidad del negocio, gestionada a escala mastodóntica y en tiempo real. Cada euro se mide, se predice, se escala. Es palpable, sí. Pero también claustrofóbico.
Todo esto está muy bien. Pero se ha quedado corto frente al vértigo del cambio que esperábamos. Y, sobre todo, el deseo de reinventarlo todo, para mejor, parece haberse desinflado.
Como muestra de este desencanto, la 28ª Encuesta Global de CEOs de PwC—4,701 líderes en 109 países—revela que la IA ha impulsado de manera significativa los ingresos y la rentabilidad operativa en los principales sectores económicos. Los CEOs esperan que el año próximo siga siendo así.
Son cifras robustas. Pero revelan algo más profundo: estamos usando la IA para hacer lo mismo, mejor. Para llegar más rápido, más lejos, de manera más eficiente—como cuando pasamos del coche de caballos al automóvil. Pero todavía no hemos cambiado lo que significa "viajar".
De hecho, la voluntad de echar el vuelo es corta, con sólo un 7% de los ingresos empresariales proveniente de negocios fundamentalmente nuevos, creados en los últimos cinco años. Una inclinación a la parálisis creativa difícil de entender; máxime cuando el 42% de los CEOs cree que su empresa no será viable en diez años si continúa en su trayectoria actual.
La paradoja es brutal: sabemos que debemos transformarnos, pero nos conformamos con optimizar.
Evidentemente, este comportamiento es cortoplacista, fomentado por las presiones de los mercados financieros públicos que exigen resultados trimestrales. En este sistema, los CEOs—responsables de proteger y potenciar el valor accionarial—mantienen su mirada en el corto plazo, esperando permanecer, en su mayoría, entre 3 y 5 años en sus respectivos puestos.
Lo suficiente para hacer caja a título personal, aunque la empresa no perviva. Por si fuera poco, con esta mirada en el corto plazo, la transformación radical causa rechazo en los consejos de administración. Es un lujo que pocos pueden permitirse cuando el próximo earnings call está a la vuelta de la esquina.
Así que, a fin de cuentas, aunque descubrir los LLMs nos dejó sin aire, parece ser que el período de permanencia del CEO en su cargo es el factor de mayor impacto en la invención de una nueva realidad empresarial.
Los datos de PwC lo demuestran: los CEOs con mayor permanencia esperada son significativamente más propensos a tomar múltiples acciones de transformación, a reportar ganancias de IA, y a usar técnicas robustas de toma de decisiones. La diferencia no es solo el tiempo—es la mentalidad.
¿Pero cuántos de estos líderes son realmente emprendedores? ¿Cuántos llegaron al cargo por su capacidad de imaginar lo imposible, versus su habilidad para ejecutar lo predecible?
¿Y qué pasa más allá de las cúpulas corporativas? Dado que el acceso a los LLMs es democrático, ¿no debería emerger la disrupción desde abajo, desde los márgenes, desde los garajes digitales?
La historia sugiere que no. A través de los siglos, la creatividad humana parece tener una relación perversa con la comodidad. La genialidad brota no de la oportunidad accesible, sino del miedo visceral a la extinción. Las guerras mundiales no solo destruyeron—catalizaron.
De las cenizas de 1945 emergieron los antibióticos masivos, la energía nuclear, la computación moderna, los jets comerciales, el Estado de bienestar. ¿Por qué? Porque la alternativa era desaparecer. Cuando la muerte está en la puerta, la imaginación se vuelve salvaje, urgente, despiadadamente práctica.
La Gran Depresión alumbró el New Deal y reconfiguró el contrato social. La Crisis del Petróleo de los 70 aceleró la eficiencia energética y la investigación en renovables. El SIDA desató una revolución en tratamientos antivirales que transformó la farmacología. Incluso la carrera espacial fue hija del terror existencial de la Guerra Fría, no del romanticismo científico.
¿Qué tienen en común estos momentos? La sensación compartida de que el statu quo es insostenible. Que o inventamos o morimos. Que no hay plan B.
¿Tenemos esa sensación ahora? Aparentemente no. Aunque el 42% de los CEOs cree que su empresa morirá en una década, siguen comportándose como si tuvieran tiempo.
Optimizan la agonía en lugar de re-imaginar la vida. ¿Es que no creen realmente en su propia extinción? ¿O es que la muerte empresarial no se siente como muerte cuando tienes un paracaídas dorado esperándote?
Quizás el problema no es que nos falte la herramienta—la IA ya está aquí, disponible, potente. El problema es que nos falta el miedo correcto. No el pánico superficial de perder cuota de mercado, sino el terror existencial que históricamente ha despertado la genialidad humana.
De momento, aunque los procesos productivos hayan mejorado, seguimos vistiéndonos igual. Comiendo igual. Comunicándonos igual. Desplazándonos igual.
¿Estamos en un período de hibernación? Quizás la verdadera transformación requiere una generación completa—no tres años, sino veinte. Quizás necesitamos que los nativos de la IA, aquellos que nunca conocieron un mundo sin ella, lleguen a posiciones de liderazgo con una imaginación no condicionada por el antes.
O quizás necesitamos algo más fundamental: líderes dispuestos a apostar todo por una visión que no se puede cuantificar en una hoja de cálculo. Artistas que usen la IA como Picasso usó el óleo—no para pintar caballos más rápido, sino para deconstruir la realidad misma. Científicos que la vean no como aceleradora de papers, sino como telescopio hacia lo desconocido.
La IA nos ha dado el poder de la granularidad infinita—de optimizar cada decisión, cada interacción, cada euro. Es un logro extraordinario. Pero la creatividad humana no vive en la granularidad. Vive en los saltos, en las contradicciones, en las preguntas que nadie está haciendo todavía.
Los datos de PwC nos dicen que los CEOs saben que deben transformarse. Que reconocen la urgencia. Pero entre saber y hacer hay un abismo.
La pregunta clave no es si la IA es suficiente para potenciar el cambio. La pregunta es qué necesitamos—como humanos—para concretar el salto de era.
La IA ya está aquí. Los genios, no.
