Cada 10 de octubre, el Día Mundial de la Salud Mental nos recuerda algo tan sencillo como urgente: sin salud mental, no hay bienestar posible, ni personal ni colectivo.

Pero más allá de los gestos simbólicos y las campañas, la realidad nos obliga a mirar un problema que se ha convertido en estructural y que afecta directamente a la economía y al tejido social de nuestro país.

La salud mental ya es la segunda causa de baja laboral en España, solo por detrás de los trastornos musculoesqueléticos.

Y no es un dato anecdótico: casi uno de cada cinco días de baja está vinculado a diagnósticos de ansiedad, depresión o trastornos adaptativos.

En los autónomos, la cifra ronda el 11%. El impacto económico es demoledor: el gasto en incapacidad temporal supera los 15.000 millones de euros, un 80% más que en 2019, según el Banco de España. Y, como advierte el propio organismo, esta tendencia ejerce una “presión significativa” sobre las cuentas públicas.

El coste del silencio

El absentismo laboral se ha convertido en un síntoma visible de un malestar invisible. Tras cada baja hay una historia de sobrecarga, de incertidumbre o de falta de comprensión en el entorno laboral.

Lo que empezó siendo una excepción se ha vuelto norma. El 6,7% de las horas pactadas en el Régimen General no se trabajaron en 2024 por incapacidad temporal, muy por encima del 4,2% previo a la pandemia. Cada punto adicional de absentismo, según la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA), reduce el PIB entre 0,3 y 0,4 puntos.

No hablamos solo de economía, sino de personas. Pero la economía nos ofrece un espejo: la baja productividad se ha estancado, el PIB por hora trabajada está un 13% por debajo de la media europea y, mientras tanto, los cuadros de ansiedad o burnout se multiplican. El precio de no cuidar la salud mental lo pagamos todos, desde las empresas hasta las familias.

Un cambio de cultura laboral

España necesita dar un paso más allá de la prevención formal y avanzar hacia una gestión real de la neurodiversidad y el bienestar psicológico en los entornos de trabajo. No basta con reforzar los controles o endurecer las bajas: hay que cambiar la cultura organizativa.

La experiencia de organizaciones que apuestan por la neurodiversidad demuestra que es posible reducir el absentismo y mejorar la productividad si se reconocen y valoran las distintas formas de pensar, sentir y trabajar.

La OIT y la Comisión Europea insisten en que las políticas de salud mental deben ocupar un lugar central en la gestión de personas. No se trata de un gesto solidario, sino de una estrategia inteligente.

Integrar la salud mental en los sistemas de prevención, ofrecer flexibilidad, acompañar a los trabajadores y promover entornos inclusivos no es un gasto: es una inversión en sostenibilidad social y económica.

Evolución de absentismo y productividad en Espña (2019-2024) Fuente: INE

Cada año dedicamos un día a hablar de salud mental. Pero el reto no está en hablar, sino en actuar. En la Fundación Querer, trabajamos con niños y familias que conviven con trastornos neurológicos complejos. Sabemos bien que la inclusión real empieza cuando dejamos de mirar la diferencia como una dificultad y empezamos a verla como una fuente de valor y aprendizaje.

Esa misma lógica debería impregnar el mundo laboral. La salud mental no puede seguir siendo una nota al pie en los informes de recursos humanos ni un tema reservado a los departamentos médicos. Es un asunto de país que requiere liderazgo, políticas públicas valientes y empresas comprometidas.

Conclusión: productividad o estancamiento

Ignorar la salud mental es aceptar la pérdida estructural de productividad que lastra nuestro crecimiento. Reconocerla, en cambio, es apostar por un modelo económico más humano, sostenible y competitivo.

En este Día Mundial de la Salud Mental, más que nunca, conviene recordar que cuidar la mente no es un lujo, es una obligación colectiva. Porque sin salud mental, no hay futuro que pensar ni país que levantar.

*** José Luis Puche es director general de la Fundación Querer