Enero de 2015. Once personas mueren en los atentados contra Charlie Hebdo por viñetas que caricaturizaban a Alá. Todo Occidente se levanta en defensa de la libertad de expresión: "Je suis Charlie" se convierte en el grito de guerra de una sociedad que proclama su derecho sagrado a hacer chistes de cualquier cosa, por incómoda que resulte.

"El humor no tiene límites", decíamos. "Reírse de todo es democrático", afirmábamos con la solemnidad de quien defiende un principio fundamental.

Diez años después, esa aspiración se ha evaporado. La polarización política ha fracturado el espacio común donde antes cabía la ironía compartida. La digitalización ha convertido cada chiste en potencial munición viral que puede explotar en tu cara con cualquier comentario descontextualizado.

El clima de corrección política ha transformado el humor en un campo minado que puede costarte el trabajo. Hacer chistes se ha vuelto peligroso incluso entre aquellos que antes defendían a gritos esa libertad.

Los memes han llegado para resolver esta neurosis colectiva. Son la morfina del humor: alivian el dolor sin curar la herida. Ofrecen un territorio neutral, inmediato, desprovisto de filo crítico o capacidad de generar tensiones reales.

Un chiste bien colocado podía desarmar al más fanático, abrir una grieta de humanidad en la coraza ideológica del adversario

Nada que rasque demasiado, nada que incomode, nada que haga pensar más allá del instante. Y por si fuera poco, facilitan crear iconos visuales, así que el marketing los está usando a destajo.

Pero no son suficientes para cultivar el humor. Estoy segura de que ante tanta polarización, yo no soy la única que recuerda dialogar apasionadamente con personas de ideas opuestas, sosteniendo la cortesía, buscando movilizar al contrario a nivel de argumentos, calentando el debate con tensiones y aflojándolo a base de humor, entreteniendo y uniendo en la diferencia de opinión.

El humor funcionaba como bisturí social: levantaba ampollas para llegar más lejos, molestaba sin quebrar, hacía pensar mientras entretenía. Era la herramienta perfecta para navegar desacuerdos sin declarar guerras. Un chiste bien colocado podía desarmar al más fanático, abrir una grieta de humanidad en la coraza ideológica del adversario. Esa función social ha muerto.

Los memes han pulverizado las reglas ancestrales de la comedia. El chiste tradicional exigía distancia temporal para crear perspectiva, dominio de clichés universales, construcción narrativa con setup y punchline, y sobre todo, lectura corporal de la audiencia.

El contador de chistes era un artista del momento, ajustando su performance según las reacciones inmediatas. Los memes no necesitan nada de esto: no hay distancia, no hay narrativa, no hay audiencia física, no hay reflexión individual y conjunta. La iconografía simple sustituye a la complejidad narrativa.

Si alguien me hubiera contado hace quince años que los chistes serían considerados una agresión, me hubiera reído a carcajadas

Los humanos necesitamos humor como necesitamos respirar. Sonreímos cuando tenemos un mes de vida, los niños desarrollan el sentido del humor antes que el lenguaje verbal, y esta capacidad humorística es un predictor de su desarrollo cognitivo. El humor nos conecta, nos permite procesar, nos mantiene frescos. No podemos renunciar a él.

Y sin embargo, la digitalización complica el caldo de cultivo natural para el chiste auténtico. Estas capacidades se adquieren sobre todo offline, en la calle, compartiendo cara a cara experiencias, complicidades, cotilleos, frustraciones y guasas. Los niños de hoy absorben por ósmosis que hay chistes que solo se susurran, y perciben cualquier broma un poco elevada de tono como territorio sensible. 

Esta nostalgia no significa que hayamos renunciado del todo a los chistes. Sobre todo en países tradicionalmente serios como Alemania, el humor ácido persiste. Los alemanes llenan estadios de fútbol haciendo chistes sobre su rigidez y burocracia, los inmigrantes sobre sus traumas, las mujeres sobre los hombres.

También, entre las sugerencias de Netflix, hay monólogos de stand up plagados de chistes extremos y corrosivos, y no faltan los chistes dentro de los grupos de WhatsApp para consumir en la privacidad de tu casa o de tu móvil. La risa catártica sigue viva, pero confinada entre cuatro paredes.

A pesar de esta prudencia, en mi opinión, excesiva, reconozcámoslo: los chistes siguen teniendo su gancho. Los memes no han podido reemplazarlos. Simplemente, ahora los reservamos para espacios seguros, editando nuestro discurso crudo como editamos las fotos en redes sociales.

Si alguien me hubiera contado hace quince años que los chistes serían considerados una agresión, me hubiera reído a carcajadas. Hoy, la palabra "carcajada" suena viejuna. Tan vieja que parece un chiste.