En su mejor intervención parlamentaria como jefe de la oposición, la realizada esta semana es una auténtica catilinaria, Alberto Núñez Feijóo extendió el certificado de defunción al presidente del Gobierno y al régimen que representa.
Sánchez es la encarnación de una corrupción moral, política e institucional inédita en la historía democrática de España.
Esta apertura parecería impropia de un comentario económico, pero no lo es por una sencilla razón: la economía no opera en el vacío; necesita un marco de honestidad básica, de reglas del juego estables, de comportamientos del Gobierno predecibles sin los cuales no puede funcionar.
España está en una situación de extraordinaria gravedad. No es aún un Estado fallido, pero está en vías de ser destruida por un Gobierno cuya legitimidad ha saltado en pedazos.
En estos momentos, la democracia española presenta todos los rasgos de corrupción de los regímenes pluralistas descritos hace décadas por Raymond Aron en su ensayo de 1965 Democracia y Totalitarismo.
Sánchez es la encarnación de una corrupción moral, política e institucional inédita en la historía democrática de España.
En primer lugar, la coalición gubernamental ha polarizado de manera consciente la sociedad con la finalidad de demonizar a sus oponentes, movilizar con procedimientos de vudú a sus seguidores y justificar cualquier acción para derrotarlos, incluido el recurso a medios ilegítimos cuando no ilegales para conseguir sus metas; la dialéctica amigo-enemigo promovida por el jurista nazi Carl Schmitt.
En segundo lugar, la izquierda gobernante ha desplegado una estrategia destinada a alcanzar un poder hegemónico, monopolico para dominar-controlar la esfera pública.
Esto es incompatible con la esencia de las democracias liberales definidas por la existencia de múltiples y competitivos centros de poder y de expresión.
El Gobierno social comunista ha mostrado una clara tentación no ya al autoritarismo, sino al totalitarismo.
Y esto se traduce en el intento de suprimir todos los mecanismos de rendición de cuentas que previenen la corrupción y en la imposición de la dictadura de la corrección política.
En tercer lugar, el Gabinete y sus socios han pretendido y pretenden destruir las instituciones liberales y el imperio de la ley, fundamento del Estado de Derecho.
Es decir, quieren acabar con el orden jurídico que protege las libertades de los individuos y contrapesa el ejercicio de poder para impedir que se abuse de él.
Cuando esto sucede, la corrupción emerge de manera inevitable porque se socaban, se manipulan y se debilitan las instituciones encargadas de velar por la justicia y la legalidad.
La corrupción emerge de manera inevitable porque se socaban, se manipulan y se debilitan las instituciones encargadas de velar por la justicia y la legalidad.
En cuarto lugar, ha puesto en marcha una política económica destinada a extender el control estatal de la economía para reducir la autonomía de los individuos y de las empresas y, por tanto, para aumentar su sometimiento y dependencia respecto al Ejecutivo.
Lo ha hecho mediante una creciente intervención en los mercados, una fiscalidad expropiadora y la erosión de la propiedad privada.
Ningún Estado de Europa occidental ha registrado el proceso de estatización del español desde el final de la II Guerra Mundial.
La corrupción económica es la consecuencia inevitable de las corrupciones señaladas cuya practica y conversión en algo sistémico hizo sentir a los dirigentes socialistas inmunes, seres todopoderosos que nunca responderían de sus atropellos y de sus excesos.
Eran los dueños, los amos del universo. Y, en el caso español, esta dinámica se ha visto acompañada como expresión de cutre-degeneración por una sodoma-gomorra de arrabal.
Da igual si las actividades depredadoras han sido o no una fuente de financiación irregular para el PSOE, porque han sido una manantial de plata para sus altos dirigentes a través de una estructura creada a priori a tal fin.
España no está sumida en una crisis de Gobierno, sino en una bancarrota gubernamental que ha conducido a una crisis de régimen.
Es preciso y urgente reconocer esta realidad porque de ello depende no ya la preservación del régimen de libertades, cuya supervivencia es ya precaria, sino evitar la degeneración del sistema político, su conversión en una autocracia electoral al estilo de las existentes en algunos estados del centro-este europeo y de Hispanoamérica.
España no está sumida en una crisis de Gobierno, sino en una bancarrota gubernamental que ha conducido a una crisis de régimen.
Para hacer frente a una crisis de régimen es preciso tener en cuenta como eso ha sido posible.
La respuesta es clara: el marco institucional creado en 1978 no ha sido capaz de frenar la rapacidad de este Gobierno.
Los pesos y contrapesos creados por aquél han mostrado una extraordinaria fragilidad frente a un depredador y, en consecuencia, la idea de retornar, como una especie de ideal perdido, de Edad Dorada a la existente con anterioridad a la llegada de Sánchez al poder no servirá para restaurar sobre bases sólidas los cimientos de la democracia liberal en España.
Es preciso refundar el Estado. Pero hay algo más también.
Grandes sectores de la sociedad española, muchos ciudadanos, han adoptado una actitud de agnosticismo dogmático, de depravación biempensante, de irresponsabilidad evasiva, de resignación impotente que les ha convertido en partidarios activos o en cómplices pasivos de los salvajes que hoy rigen los destinos patrios.
Y esto es muy grave porque la nomenclatura gobernante no es que esté equivocada, que lo está; no es que sus políticas sean erróneas que lo son. No es que sean incompetentes que también lo son.
Ni siquiera sus latrocinios son lo más grave siéndolo mucho. Es que representan la larga y siniestra noche del pasado, aquella en la cual reinaban el fanatismo y la fuerza frente a la razón y la libertad.