Esta semana, he tenido la oportunidad de asistir a un coloquio donde se examinaban textos de grandes autores, en los que se analizaba la libertad y el comercio en las sociedades preindustriales, es decir, anteriores al siglo XIX. Por extraño que pueda parecer, siempre se sacan lecciones para el presente de los textos clásicos. Tal vez, porque son como un test de Rorschach, donde cada cual ve en las manchas de tinta una cosa, dependiendo de su formación, entrono, carencias y necesidades. 

A mí me ha pillado aún con la sorpresa de la convocatoria adelantada de elecciones generales del presidente Sánchez. Desde entonces, cada palabra declarada por los políticos es interpretada desde mil puntos de vista; cada día hay nuevos indicios que señalan la unidad o la fractura de tal o cual ala del arco parlamentario; a cada momento salta un nombre en la lotería de las listas electorales. Para quienes disfrutamos más de la economía y, sobre todo, para quienes vivimos más en el mundo de las ideas, el ruido es ensordecedor. Por eso ha sido tan balsámico este retiro con algunos de los autores más importantes del siglo XVIII y principios del XIX: Montesquieu, Constant, Hume y Smith, de quien, en este año, se cumple el trigésimo centenario de su nacimiento.

Uno de los fragmentos de las lecturas que más me ha hecho pensar es de David Hume, quien, en uno de sus Ensayos, señala cómo el pueblo reverencia al príncipe cuando no lo ve, cuando no es cercano, porque, de esa manera, no percibe sus debilidades. Muy diferente de lo que sucede hoy en día, probablemente con excepciones como Putin. Los líderes políticos se afanan en aparecer cercanos, como si con el mensaje “yo también soy pueblo” se lograra el éxito, porque la ciudadanía del siglo XXI quiere realidades, y no esa reverencia casi supersticiosa de las monarquías absolutistas, a las que se refiere Hume.

Sin embargo, si nos detenemos a observar un poco más de cerca esta carrera de ratas en la que están inmersos nuestros gestores, nos daremos cuenta de que no son verdaderamente cercanos: al revés. Se trata de una estrategia de marketing político que consiste en revestir de cercanía al poderoso para justificar sus políticas elitistas, y sus abusos de poder. Efectivamente, del “yo también soy pueblo” se ha pasado a “yo soy el pueblo, sé lo que necesitas, y gestiono tu dinero según mis intereses políticos, porque yo soy tú”.

Este “pantallazo”, no oculta, sin embargo, las evidencias de la corrupción política, los abusos, las medidas electoralistas o la manipulación de estadísticas. Lo terrible es la disonancia cognitiva de la ciudadanía que prefiere seguir votándoles, a pesar de todo, ocultando el pánico que provoca no hacer nada, tras el miedo al otro. Y así, las consignas del tipo “que vienen a por ti” son las más eficaces. Como Juan Carlos Monedero, ochenta y cuatro años después de acabada la Guerra Civil, arengando a sus seguidores en Twitter: “… necesitaban fusilarnos a 26 millones…

Se trata de una estrategia de marketing político que consiste en revestir de cercanía al poderoso para justificar sus políticas elitistas, y sus abusos de poder

Si votamos con inteligencia, la coalición que votan los de los paredones, pierde”. Esa frase es un insulto a la España de la democracia, la paz, la convivencia y el sentido común. La reflexión acerca de Hume me conduce directamente al texto del suizo Benjamin Constant, quien, en 1819, en la conmemoración del 40 aniversario de la Revolución francesa, ofrecía un discurso que ha pasado a los anales de la historia del pensamiento político y económico: Sobre la libertad de los antiguos frente a la libertad de los modernos.

Para Constant, si el peligro de la libertad antigua era que los hombres, preocupados por asegurar su influencia en el poder social, pudieran dar muy poco valor a las libertades individuales, el peligro de la libertad moderna es de otra índole. Los ciudadanos, absortos en el disfrute de la independencia privada, y en la búsqueda de nuestros intereses particulares, pueden verse tentados a renunciar a la necesaria vigilancia del poder político, con demasiada facilidad. Y dice: “Los titulares de la autoridad están demasiado ansiosos por animarnos a hacerlo. ¡Están tan dispuestos a ahorrarnos todo tipo de problemas, excepto los de obedecer y pagar!”.

El poder político trata de seducir al ciudadano con el argumento de librarle de la gestión política y económica. “Nos dirán: ¿cuál es, al fin y al cabo, el objetivo de sus esfuerzos, el motivo de sus trabajos, el objeto de todas sus esperanzas? ¿No es la felicidad? Bien, dejen esta felicidad en nuestras manos y se la daremos a ustedes”. Y ahí es donde Constant, para quien la garantía de la libertad individual es la libertad política, muestra el camino: no hay que dejar la felicidad en manos de la autoridad, más bien al contrario, cada cual ha de responsabilizarse de su felicidad.

El poder político trata de seducir al ciudadano con el argumento de librarle de la gestión política y económica

“Por muy conmovedor que sea un compromiso tan tierno, pidamos a las autoridades que se mantengan dentro de sus límites. Que se limiten a ser justos. Asumiremos la responsabilidad de ser felices por nosotros mismos”. Y eso es exactamente lo que explica la situación en la que estamos, también desde el punto de vista económico.

Las subvenciones a diestro y siniestro no incentivan la actitud creativa y emprendedora que se necesita para sobrevivir a la enorme incertidumbre económica que nos rodea, y que no se va a ir tan rápidamente como creen algunos. Incentivan una actitud pasiva y dependiente. Eso lleva, a su vez, a que el Gobierno viva endeudando a las generaciones futuras y de esa manera, nuestra nación sea dependiente de fondos extranjeros. Unos fondos que no son empleados para resolver los problemas estructurales de nuestra economía, sino para seguir manteniendo a una ciudadanía anestesiada, que ha cedido la responsabilidad individual sobre su futuro y el de sus hijos, a cambio de que un grupo de personas incapaces, que miran por su partido, se ocupen.

Y, lo peor, es que recuperar la independencia perdida es muy difícil, pero esa no es nuestra condena. Nuestro verdadero lastre es que la ciudadanía no quiere, por ceguera, por indefensión aprendida, o por cualquier otro motivo, recuperar su responsabilidad, y por tanto, su libertad. Una pena.

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