Escasez de medicamentos, cortes de luz y altos precios de los alimentos básicos fueron las razones que han llevado al pueblo cubano a una revuelta social no vista en casi tres décadas. Los disturbios de Sudáfrica, aunque derivaron de un tema político, fueron consecuencia de la grave crisis económica de la región. No han sido los únicos puntos del mundo donde se ha podido experimentar una violenta reacción de la población. A otra escala también se han visto en Francia, un país cuya percepción nada tiene que ver con los anteriores.

Saqueos, vandalismo y, finalmente, muertos. Los elevados niveles de desempleo y pobreza de las zonas más 'calientes' del mundo siempre tienen un patrón muy similar basado en altos niveles de desempleo y pobreza.

Uno de los efectos que la crisis pandémica ha tenido es el de agravar las desigualdades sociales. Desigualdad no equivale a más pobreza sino a una desigual redistribución de la riqueza. El mundo ni es más pobre ni es una conclusión que se pueda extraer de la pandemia.

En general, tenemos una concepción excesivamente dramática del mundo que lleva a pensar con estereotipos muy marcados. Esto ocurre con la tendencia habitual a dividir las cosas en dos grupos diferenciados sin tener en cuenta la distancia que hay entre los dos. El mundo no se divide entre pobres y ricos, pues la categoría más común es la de clase media que hace de puente entre ambos extremos y es donde se concentra la inmensa mayoría de la población mundial.

Lo que es indudable es que las crisis, bien sean sanitarias, económicas o las provocadas por la naturaleza, aumentan la distancia entre los extremos.

Pensemos en las inundaciones ocurridas en Alemania, que han causado el triple de muertos que los ocasionados por el Covid-19 en el mismo período de tiempo. Si se hubieran dado en un país con malas infraestructuras y escasos servicios de asistencia, entonces la crisis habría sido humanitaria. La diferente capacidad de respuesta es lo que provoca que la distancia entre países “más o menos desarrollados” se amplíe.

Lo mismo ocurre con fenómenos que tienen que ver con la economía, como la inflación. Lo comentaba en mi artículo del 3 de mayo. Tomando como referencia los datos acumulados de los últimos seis meses, ya por entonces se preveía un torrente de subida de precios. Por muchos factores. Y uno de sus efectos iba a ser la presión esperada sobre los precios de los alimentos.

Unas advertencias que ya venían de la mano de algunos organismos mundiales como el propio FMI o el Banco Mundial, cuyos temores se han confirmado.

El mundo no se divide entre pobres y ricos, pues la categoría más común es la de clase media que hace de puente entre ambos extremos y es donde se concentra la inmensa mayoría de la población mundial

Digamos que en los precios hay dos corrientes. La volátil, generada por los precios de aquellas materias primas que se ven sometidos a factores estacionales propios (sequías, escasez, abundancia, stocks…) o de mercado (especulación). Y la estructural, que determina una tendencia alcista que funciona a una velocidad lenta (precios de la vivienda, bienes con elevada inelasticidad de consumo o básicos) ya que su reversión no es inmediata. Esta segunda es la preocupante pues es la que estamos apreciando.

Hoy son los alquileres de los coches o el ocio pero mañana serán otros bienes básicos de consumo. En general, se puede afirmar que la velocidad de subida de precios no es proporcional a la de bajada, lo cual dota de una extremada peligrosidad a la inflación que hace que su "temporalidad” sea incontrolable.

A los gobiernos no les gusta la inflación porque es una fuente de costes asociada a los contratos sociales vinculados a la evolución de los precios, que son la mayoría, además de que causa una mala imagen de su gestión económica. Mientras que a los bancos centrales sí les gusta, de forma moderada, porque es una forma de reconocer más crecimiento y una vía para poder gestionar el elevadísimo apalancamiento financiero que financian, pues alivia el esfuerzo para repagar la deuda. Por eso los banqueros centrales se esfuerzan en dar un mensaje que contente a todos y se inventaron esa poco académica definición de temporalidad inflacionaria.

Lo que no se puede cuestionar es que las tensiones que provocan son evidentes. Precios más caros de los alimentos, unidos a los de la vivienda, la sanidad, la electricidad, acabarán por levantar a la sociedad. La llama que encenderá la mecha es arbitraria y la respuesta, dependiendo del país, más o menos violenta. Pero lo que no cabe duda es que la tensión acumulada en una población que hoy se ve sometida a un férreo control gubernamental (movilidad, divisas, fiscalidad, represión financiera, intervencionismo estatal…) va a acabar rompiendo de una manera u otra de forma proporcional al grado de represión que viva cada economía. ¿Verano caliente? Yo diría que se avecinan tiempos difíciles. Muy difíciles.

***Alberto Roldán es socio de Divacons-Alphavalue.

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