Si usted, querido lector, pertenece a las generaciones que ya nacieron con un smartphone debajo del brazo, quizás debería hacer una búsqueda rápida en la Wikipedia. Si, por el contrario, peina ya alguna cana, seguro que es sabedor de que hubo un tiempo en que los telégrafos eran la última y gran innovación del mundo.

Antes de los teléfonos y mucho antes de que internet se volviera omnipresente en nuestras vidas, los telégrafos supusieron la culminación de una larga historia por conectar a la Humanidad salvando los obstáculos que nuestro planeta nos plantea.

El griego Eneas el Táctico ya inventó en la Edad Antigua el telégrafo de agua: unos barriles llenos de agua hasta determinado nivel, que se tapaban o destapaban de acuerdo a la señal de fuego que se quisiera enviar. Sería el precursor de, ya en el siglo XIX, la irrupción en escena de los telégrafos electromagnéticos, la telegrafía de hilos de Joseph Henry y los primeros cables submarinos trasatlánticos entre Estados Unidos y Francia (1866).

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En un día de los enamorados, 14 de febrero de 1876, un tal Alexander Graham Bell patentó el primer teléfono. Se trataba de un sistema compuesto de micrófono y altavoz con el que las distancias geográficas ya no eran impedimento para oír la voz de aquellos seres queridos o para hacer negocios a miles de kilómetros. Las fronteras se relativizaban y se sentaron las bases de un comercio a escala internacional que son el antecedente de la actual globalización. Aun con hilos, la obsesión por conectarlo todo acababa, en pleno siglo XIX, de cambiar las reglas de juego para siempre. Y únicamente habíamos conseguido unirnos mediante la voz…

La prueba de ese impacto mayúsculo la encontramos en un paper de Réka Juhász y Claudia Steinwender, publicado en 2018 en el National Bureau of Economic Research de EEUU.  Los autores encontraron que el despliegue de la red mundial de telégrafos tuvo importantes efectos en el desarrollo de la industria textil del algodón del siglo XIX. Y eso son palabras mayores teniendo en cuenta que era uno de los bienes de comercio más preciados de la época.

Las razones que plantean en su investigación son variadas, pero pueden resumirse en que la conexión al telégrafo incrementó "desproporcionadamente" el comercio de bienes intermedios en relación con los bienes finales. Esto es, en las fases intermedias de las cadenas logísticas, las mismas que se han visto dramáticamente afectadas en los últimos años de nuestro tiempo.

Gracias al telégrafo, se podían transmitir mejor y más rápido las especificaciones de los productos necesarios, sin necesidad de enviar pruebas ni realizar tests in situ. Y, además, el mismo telégrafo permitía difundir los últimos avances en maquinaria y mejores prácticas de producción, con lo que se mejoraban los distintos eslabones de la cadena productiva a una velocidad nunca antes vista.

Teniendo esto en cuenta, ¿podría una tercera revolución, equivalente a la del telégrafo o la de internet, resolver las problemáticas que han quedado visibles tras la pandemia en nuestras cadenas de suministro? En estos tiempos que corren, con corrientes neoproteccionistas, un neoludismo en auge, incertidumbres por doquier y un ritmo disruptivo que apenas permite coger aire, cualquier podría responder que es necesario abordar este complejo fenómeno de una manera nueva.

Ahí es donde la innovación ha de jugar un papel clave, como lo hizo Graham Bell en el siglo XIX. La promesa del internet de las cosas o la incorporación de la inteligencia artificial en la gestión de suministros y proveedores son las tecnologías que ya están aquí, desde hace tiempo, esperando su momento para hacer su magia. Sólo necesitamos el paso decidido del tejido empresarial (y el paraguas público correspondiente) para que nuestros vástagos puedan leer, quizás dentro de un par de siglos, cómo conseguimos manejar un escenario tan obtuso de la mano de la innovación.