Probablemente todos hemos oído alguna vez aquello de 'If it ain't broke, don't fix it' ("Si no está roto, no lo arregles"). Se le atribuye a Bert Lance, miembro del gabinete de Jimmy Carter, la popularización del mismo en 1977. Incluso hay quien dice que se convirtió en una fuente de inspiración para los antiactivistas, esas personas que creen que lo mejor es no hacer nada y no se dan cuenta de que así es difícil evolucionar.

Nadie duda de que la covid-19 estimuló la transformación digital. Muchas consultoras y firmas de análisis estudiaron lo que vivimos en 2020 y llegaron a la misma conclusión: que la pandemia ha sido un acelerador brutal. Por ejemplo, McKinsey estima que avanzamos cinco años en la adopción digital de consumidores y empresas en cuestión de ocho semanas. IDC nos dice que conseguimos el equivalente a dos años de transformación digital de TI en 2 meses. Dado que llevamos mucho tiempo hablando de la transformación digital, a nadie debería sorprenderle comprobar que muchas empresas llevan años preparándose para este viaje, ni que la covid-19 les dió el empujón definitivo para para hacer realidad los planes.

Si algo hemos aprendido en el primer año de pandemia, es la importancia de la tecnología y de las infraestructuras. Trabajar, ya no solo teletrabajar, no sería posible sin la nube, sin aplicaciones modernas y sin una conectividad de primer nivel. No cabe duda de que la tecnología impulsará la nueva normalidad y desempeñará un papel fundamental para mantenernos conectados de manera segura. Pero esto ya no va sólo de transformar las empresas, las organizaciones, sino de determinar qué modelo de futuro queremos. Como dijo el amigo Luis Prieto en la presentación de MadBlue Summit, el congreso sobre innovación, cultura y ciencia enfocado al desarrollo sostenible, “lo que hagamos en los próximos 10 meses va a marcar los próximos 10 años”.

Lógicamente si asumimos que la Convergencia Digital ESG es un hecho, si aceptamos que el modelo de futuro que queremos está íntimamente entrelazado con el hecho de que todas las empresas y organismos públicos están profundamente conectados con preocupaciones ambientales, sociales y de gobernanza (ESG); vemos que tener una propuesta sólida creará valor para todos, que la inacción no es una opción. Ya no se trata solo de pensar en el coste de hacer, sino en el coste de no hacer nada.

Puede que este tipo de reflexiones no sean habituales, pero tampoco resultan triviales. Los filósofos las explican con el concepto de causalidad negativa. Con ello analizan en qué medida la omisión de una acción puede contemplarse como causa de un suceso. Si aceptamos la causalidad negativa, es decir, si entendemos las omisiones como causas de manera similar a las acciones, eso tendría consecuencias de peso a la hora de interpretar de qué somos responsables.

Cuando tienes un puesto de responsabilidad debes asumir que tu responsabilidad va mucho más allá de lo que imaginas. Cuando tomas decisiones estratégicas sabes que puedes acertar o errar, sólo el que toma decisiones se equivoca. Es fundamental una evaluación honesta para adaptarnos con agilidad, decisiones que podían parecer acertadas no tienen porque serlo cuando tenemos más información, hay que saber modular por el bien de nuestra sociedad y de nuestras organizaciones.

Como dijo hace poco Brian Solis hablando de Darwinismo Digital: “Para que las empresas se adapten y prosperen, deben adoptar un enfoque de transformación más profundo y humanista.” Ahora más que nunca, la capacidad de las organizaciones para reinventarse es la que determinará su competitividad. El cambio puede ser difícil y la transformación puede ser abrumadora, pero la pandemia nos ha recordado que no hacer nada no es una opción.