Que tras la actual crisis sanitaria sobrevendrá un nuevo estallido romántico, una reacción contraria al desencantamiento del mundo, a la relación calculadora con la naturaleza que nos hemos autoimpuesto, es algo que intuyo y hasta resulta deseable, imperativo.

Si no sucediera, el coronavirus habría obtenido un triunfo más allá de su tenebrosa cifra de víticmas mortales, habría agrisado nuestras almas. "De los tesoros que el pensador acumula / sólo disfrutará en vuestros brazos, / cuando su ciencia, madurada por la belleza / se convierta en una ennoblecida obra de arte", escribió Friedrich Schiller en la traducción de Daniel Innerarity.

Asociado al controvertido plan de desescalada va todo un modelo de economía basada en la ausencia de contacto físico entre las personas. Eso obliga, lo estamos viendo ya, a reinventar la forma de estar ahí del mercado, sobre la base no ya únicamente de mediatizar la comunicación, como ha venido abordando la ola digital, sino de limitar uno de sus aspectos esenciales: el otro va a ir reduciéndose cada vez más a bits de información, sin noticia de sus átomos. Nos protegerá para ello la economía contactless.

Se diría que no abusemos del lamento romántico, porque llevamos tiempo avanzando en tecnologías de distanciamiento. Y es verdad. Aunque probablemente no hayamos reparado demasiado en ello, alucinados como estábamos con las fabulosas contrapartidas. ¿Cómo no rendirse a la utilidad de las videollamadas y las propuestas cashless? No obstante, la realidad actual supone un salto cualitativo y cuantivo de un orden superior.

Significa revisar uno a uno los sectores de actividad en los que se puede producir contacto entre personas y establecer, en algunos casos con el apoyo de la innovación, soluciones que lo impidan y, en el menos deseable de los casos, lo atenúen.

La economía contactless implica por eso una perversión de la segunda digitalización y, si no se hace con cautelas, puede convertirse en una corrupción de lo óptimo. Porque no se compadece con la forma natural de las personas de estar en el mundo. Socializarse sin contacto resulta, en cierto modo, un contrasentido. Por la misma razón que, salvo demiurgo protector, lo es concebir una privacidad monitorizada. Las barreras que se establecerán durante los próximos meses deberían incluir un claro marco temporal. Una terraza de bar, una obra de teatro, una ferretería, no son una app.

Una economía contactless es una forma de autarquía individual, una piel artificial, una representación, una apariencia de sociedad. Un mal necesario. Durante un tiempo.

Eugenio Mallol es director de INNOVADORES