El sector agroalimentario es muy complicado. Si eres ajeno a él, sólo después de años de observación empiezas a vislumbrar el juego de intereses cruzados, en unas ocasiones directamente cainitas, en otras intencionadamente solidarios, que jalona la cadena alimentaria. Nadie es culpable, nadie es inocente. ¿Ves florecer el caqui? Lo promueven algunos comercios del sector citrícola para limpiarse competidores. ¿Aparece el líder de tal organización agraria atacando al Gobierno del PSOE? Devolución de favores a otro del PP que le pagó la sede. Y viceversa. Laberíntico sector éste, que toca la fibra sensible de casi todos, porque quien más quien menos tiene algún vínculo familiar con la agricultura.

Lo indiscutible, por muy diversas razones, es que vivir de la agricultura como se venía haciendo hasta los 90 es prácticamente imposible en España. Una ruina. Paradójica circunstancia en un momento en el que el mundo se pregunta si será capaz de alimentar a 10.000 millones de personas.

¿Cómo es posible que los proveedores de un recurso escaso pasen tantas penurias? Hay una anécdota indicativa de hacia dónde tendríamos que dirigir la mirada. En cierta ocasión, un operador de distribución se reunió con un gobierno autonómico y le pidió que fomentara entre sus agricultores un cambio de modelo, hacia un tipo de explotación más moderno, con economías de escala, variedades más productivas y, evidentemente, tecnologías digitales. La respuesta del consejero de Agricultura fue que no iban a apoyar ninguna innovación que implicara renunciar a su visión (tradicionalista) del mundo rural. A muchos le gusta ver agricultores en zapatillas, como salvajes de Rousseau. Pero resulta que los jóvenes quieren una casa digna, coche, internet y una buena educación para sus hijos. Y la UE también lo ve claro: el modelo debe cambiar.

¿Qué se puede hacer cuando hay una resistencia a innovar? El Norte de África compite con España no sólo porque tiene mano de obra más barata, que también, sino fundamentalmente porque hay tecnologías recientes que permiten plantar árboles en el desierto. Eso ha multiplicado su producción (con capital muchas veces de origen próximo al autoritario poder político) y sin eso, por muy barata que fuera su mano de obra, no cultivarían.

La resistencia al cambio de fondo es natural porque el salto a otra agricultura provoca vértigo, implica de tres a cinco años de volatilidad. Pero la solución no es una política de apoyo basada en salvaguardar un modelo llamado a extinguirse, porque eso actúa como un freno a la innovación.

Más útil parece la visión del presidente de Rabobank, Wiebe Draijer, que defendió en Davos la implicación del sector financiero para sostener al agrícola mientras da el salto a la era digital. Fondos que den apoyo durante esos 3-5 años de incertidumbre y transición. ¿Por qué? Porque invertir en innovación agroalimentaria ha demostrtado ser más rentable que en internet.

Eugenio Mallol es director de INNOVADORES