Cuesta explicar a un nativo digital las broncas que se montaban en los 90  y 2000 a cuenta de la transformación del comercio urbano. Aquellas manifestaciones masivas de panaderos, un gremio temible durante muchos años... la rebelión de las tiendas de barrio podía poner ciertamente en peligro la carrera política de dirigentes locales y autonómicos. Se discutía -se discute en muchos casos todavía, aunque la temperatura del debate ha bajado ostensiblemente- el número de festivos hábiles para la apertura comercial, la concesión de licencias a las grandes superficies, la fijación del calendario de rebajas o la liberalización de formatos. Eran tiempos convulsos. Han ido apagándose los fuegos y el comercio urbano va asumiendo que la nueva realidad no es invencible, ni tampoco evitable. Tiene que seducir a consumidores a los que Ariana Grande les dice simplemente «I want it, I got it».

(Hoy quizás el único conflicto análogo sea el de los taxis, lo cual no significa que no queden otros restos de resistencia de la economía analógica pendientes de estallar. El principal de todos, el de peor gestión a futuro, casi imposible, siempre aplazado, va a ser sin duda el sector público)

Una de las grandes cuestiones que entretuvieron el debate sobre el modelo comercial hace más de una década fue la de las rebajas. Unas comunidades empezaban días antes, algunas tiendas jugaban a la confusión entre los conceptos de rebaja y oferta, y así. Con la explosión digital la discusión ha ido decayendo, hasta que el Black Friday ha dejado en papel mojado todo lo anterior. Y no porque se salte la ley de rebajas: en realidad, la legislación deja en manos del comercio la facultad de establecer en qué periodos su actividad se intensifica y se le permite, por tanto, aplicar la bajada de precios. Aunque la Administración fije el primer lunes después de Reyes para el inicio de las Rebajas, no elimina esa potestad y, en ese sentido, ampara el Black Friday.

No es eso. Lo que fulmina esta fórmula de compra compulsiva del último viernes de noviembre es toda una visión de la economía urbana que llevó, no hace mucho, al alcalde de una ciudad como Valencia a decir en público que «los domingos no son para comprar, son para ir a la playa, a actos culturales y a misa». Se acaba una era política que situaba a muchos sectores económicos en un estado permanente de soleada mañana dominical. Sucede mucho cuando se habla de agricultura: algunos dirigentes piensan que la gente va a ver lechugas como un domingo por la mañana en zapatillas de andar por casa. Pero el sector agrícola está lleno de personas inteligentes que quieren buenos sueldos para vivir cómodamente, al igual que los que trabajan en el comercio. Y eso sólo es posible si ganan dinero. Y para ganar dinero hay que subirse a la ola digital.

Eugenio Mallol es director de INNOVADORES