Actualmente la esperanza de vida media a nivel mundial se sitúa en los 67 años, 36 más que a principios del siglo XX. Desgraciadamente, la mayor longevidad no siempre se corresponde con una conservación de la calidad de vida. En aquellos casos en los que no se haya mantenido un estilo de vida saludable, o cuando se haya vivido rodeado de ambientes deteriorados, -polución, falta de sol, ruido, soledad…- la anhelada “edad dorada” podría terminar siendo algo bien distinto para muchos: una sociedad envejecida, dependiente y dominada por enfermos crónicos pluripatológicos, que acumulan diferentes enfermedades e insuficiencias concurrentes.

La raza humana alcanza, en la actualidad, los 7.500 millones de ‘almas’, repartidas por todo el mundo de manera desigual, con una alta tasa de concentración urbana, y para quienes no se ha previsto de forma adecuada el impacto socioeconómico que tendrá la realidad aquí descrita. En el año 1900, era tan sólo de 1.650 millones. Es decir, se ha incrementado casi 5 veces en 119 años. Hemos provocado un auténtico tsunami demográfico y los logros en salud que lo han permitido, podrían tornarse en nuestra contra, ‘muriendo de éxito’.

Así, el verdadero problema no será en sí mismo el tamaño poblacional en términos absolutos, sino los ritmos de llegada acumulada a la tercera edad. En un corto intervalo de tiempo veremos alcanzar la edad de jubilación, -especialmente en las sociedades más avanzadas-, a una gran parte de la población total. Concretamente, aquella nacida tras los avances médicos y la bonanza que siguió a la segunda gran guerra mundial: los conocidos como baby boomers, y que van a demandar, en breve, un volumen de recursos sociosanitarios inusitado hasta la fecha.

Efectivamente, las altas tasas de enfermedad degenerativa y de dependencia pueden poner en jaque el futuro de nuestro propio modo de vida, hackeando una economía que hasta la fecha hemos basado en la solidaridad, la universalidad, la accesibilidad y el bienestar.

Unos pocos datos nos permiten ilustrar la magnitud de lo que estamos relatando: el dinero que se gasta en el mundo para atender las enfermedades cardiacas en su conjunto es mayor que lo que representa toda la industria automovilística mundial. De los 6 trillones de dólares que se gasta globalmente en atención médica, sólo EEUU consume la mitad, a pesar de representar su población tan sólo en 5%. A pesar de ello, mantienen tasas agregadas de salud equivalentes a países en desarrollo. El dinero y la atención médica no es por tanto la respuesta.

Este desajuste no sólo se debe a una falta de previsión de políticas cortoplacistas, sino que enraíza en la forma en que la propia ciencia y la sociedad en su conjunto han ido evolucionando. Y es que los actuales sistemas de protección social y de atención sanitaria fueron diseñados para responder a realidades bien distintas a las que nos vamos a encontrar. En un mundo pretérito dominado por las guerras y las enfermedades infectocontagiosas, emergió una forma de hacer medicina de carácter reduccionista. Así, el resultado de una intervención concreta en salud se evaluaba mediante una regla bien sencilla: muerte o vida.

Bajo esta perspectiva, vimos nacer lo que hoy conocemos como el modelo biomédico de asistencia. Su consecuencia un marco de súper especialización que impide al propio sistema actuar sobre cada paciente como una realidad holística; es decir, como persona.

A modo de talleres de reparación mecánica, con técnicos dedicados a cada “parte humana” estropeada, las personas que son atendidas deben enfrentarse a decenas de trámites y sus derivadas, culminando en un entramado cada vez más caótico de estructuras completamente desconectadas. Una atención a la salud fragmentada e inefectiva, que ha derivado en la cultura del “cuanto más mejor”.

Y es que para cualquier problema cotidiano se espera que haya una solución médica adecuada. Esto fue en cierta medida lógico, cuando todo se resolvía con un antibiótico o extirpando la parte del pie que había quedado gangrenada; pero cuando hablamos, por ejemplo, de enfermedades degenerativas, su vinculación con un agente patógeno concreto o a una causa exacta, queda desvirtuada. En consecuencia, el tradicional enfoque “asistencialista”, ante realidades complejas, deja de tener utilidad. Son necesarias nuevas formas de entender la sanidad que sustituyan los clásicos modelos basados en la actividad y la accesibilidad, por otros basados en valor; es decir, más no siempre es mejor, e incluso puede llegar a ser peor (iatrogenia).

Es por tanto imprescindible un gran cambio en las reglas del juego, un gran salto desde una perspectiva consumista a otra inspirada por una innovación conducida por la utilidad, que supere la concepción de la enfermedad como algo ’ajeno’ a la propia persona. Un nuevo contrato social que interiorice los compromisos que en tal sentido están adquiriendo muchos países, ante la Organización Mundial de Salud, a través de la llamada Agenda 2030 para el desarrollo sostenible.

Muchos piensan -y en parte será así- que la medicina que nos espera será de precisión, personalizada, altamente sofisticada y tecnificada. La cuestión es: ¿podremos permitírnosla? Efectivamente, la nueva era vendrá de la mano de cambios sustanciales en la forma de entender la salud, y de cómo abordarla de la mano de una adecuada utilización del potencial que nos ofrecen las -no ya tan- nuevas tecnologías.

Pero de forma complementaria, en esta nueva era, entenderemos que el equilibrio dinámico que representa la salud es algo que se conquista y renueva en el día a día. Comprenderemos que la atención medicalizada no es siempre la respuesta y que podemos encontrar un recurso mucho más efectivo, muy cerca de nosotros, para muchos de los problemas que se nos presentan, o que eviten que los mismos puedan aparecer más tarde. (¿baños de bosque?) También, aprenderemos a “oír y leer nuestro cuerpo”, en la consciencia de que es nuestro bien más preciado, donde uno de los primeros grandes retos será evitar la gran epidemia de obesidad y diabetes tipo 2, que se avecina. Y esto comienza por atender los hábitos nutricionales desde la más tierna infancia.

En la nueva era, exigiremos una atención asistencial integrada, holística y longitudinal, con base al mantenimiento compartido de nuestra “biografía personal de salud”, y que representará nuestra hoja de bitácora en la que hacer omnipresente todo lo que acontezca y que más tarde pueda ser de utilidad cooperativa; y donde la mayoría de la información será registrada de forma automática (weareables, devices, IoT, app…) y, más tarde, reforzada por sofisticados mecanismos de inteligencia artificial.

Combatiremos que nuestro cuerpo sea “troceado” como una “cosa”, exigiendo el respeto irrenunciable a nuestra dignidad, al mismo tiempo que no aceptaremos el derroche inexplicable de tiempo y dinero, tanto nuestro como de nuestra sociedad, dejando de desplazarnos para recibir el más mínimo tipo de servicio evitable, que en cambio será cubierto mediante la e-visita, la alta resolución en el punto de cuidado o la telemedicina asíncrona.

Viviremos tiempos de apuros, quizá incluso creamos que no lo vamos a lograr. Pero puede que lo consigamos si trabajamos con firmeza en desarrollar un nuevo modelo de salud desfragmentada, como marco unificado de atención, con base a valor, para cada persona. Desterraremos definitivamente el concepto de paciente hasta alcanzar la era de la salud ubicua.

Julio Lorca, director de Desarrollo y Salud Digital de DKV Seguros