Uno de mis argumentos hasta ahora más convincentes frente a la aerofobia es el coste de las aeronaves; un avión comercial nuevo es muy caro. Se paga por la tecnología a pesar de que la aviación en muchos aspectos no ha evolucionado mucho en las últimas décadas, salvo por la capacidad computacional, cada vez mayor.

Antaño British Airways y Air France presumían de su Concorde (“Concordia”) y  con razón. Sus viajes supersónicos cruzando el Atlántico en la mitad de tiempo que un reactor convencional era razón más que suficiente para un determinado público dispuesto a pagar por algo que ya solo queda en la memoria de algunos privilegiados. También aunque en menor medida el Boeing 747 (Jumbo) fue para muchas compañías argumento de venta al pasajero, por sus nuevos estándares de  capacidad, comodidad y autonomía de vuelo.  Además, tener un 747 era un merecido orgullo para cualquier compañía aérea, pública o privada, y era claramente diferenciable por los pasajeros con sus dos cubiertas y sus gigantescas proporciones.

Actualmente y ante la inminente suspensión de la producción del imponente Airbus 380, los reactores de medio y largo alcance se parecen mucho, si bien hay ciertos estándares de excelencia fundamentalmente por utilizar la tecnología más puntera existente y que en definitiva contribuyen a la seguridad, comodidad y reducen el impacto medioambiental frente a sus competidores, siendo estos los nuevos argumentos de venta por parte de las aerolíneas en su esfuerzo por diferenciarse de competidores. 

Esta ecuación tecnológica, recientemente ha sufrido un bache importante con dos Boeing 737.  Se trata del reactor comercial de pasajeros más vendido en el mundo que opera con éxito desde 1967 y que supera con creces las 10.000 unidades vendidas. Dos aeronaves de la última generación denominada 737 MAX han sufrido sendos accidentes fatales prácticamente idénticos en sus fases de despegue. Todo en un corto espacio de tiempo y según todo indica por un problema de software que lo hacía ingobernable para sus tripulantes.

Con independencia del enorme coste que sin duda tendrá para el fabricante, el daño para las operadoras es también enorme, no solo porque sus pasajeros no se sienten seguros; al haber ido tomando conciencia del aparato en el que vuelan; sino porque tampoco sus tripulaciones pueden llegar a confiar en la inteligencia artificial añadida que no controlan. No hay duda de que el avión es el medio más seguro para viajar, así lo mantienen las estadísticas año tras año, pero el apartar la responsabilidad de los pilotos y dársela en gran medida a computadoras es un escenario distinto y que no parece del todo estar bajo control. No me cabe la menor duda que el recorrido será finalmente positivo, pero este coste inicial y evitable es difícilmente asumible en el caso del 737 MAX.

La adopción de sistemas autónomos o semiautónomos que anulan en mayor o menor medida a la habilidad humana y que parece que no siempre toman la decisión correcta, han causado centenares de víctimas dejando a los tripulantes ante una impotencia y desesperación absoluta ante la “verdad” del algoritmo.

Este mismo dilema ha de plantearse en otro tipo de medios de transporte. ¿Hasta qué punto deben de ser autónomos? ¿hasta qué punto se debe de ser absolutamente pasivo ante el control de un software? ¿qué capacidad de reacción debe de existir tomar el control ante el fallo de un sistema informático? Recordemos que los sensores pueden recoger o producir datos erróneos, ya ha sucedido con aeronaves anteriormente, son falsas realidades imperceptibles para la máquina y obvias para el humano. 

Esto sin entrar en el terreno de los ciberataques con cada vez una mayor conectividad entre dispositivos en muchas ocasiones innecesarias y ante la información en pantallas en la que confiamos. La tecnología nos va a ayudar a progresar a ritmos exponenciales, pero debe de ser inclusiva al ser humano y no al contrario porque en este caso se transformará en un pasos atrás como le ha pasado a Boeing. 

Rafael Chelala es profesor de Deusto Business School.