De las acciones, reacciones y omisiones de los últimos meses se desprenden muchos análisis. Hemos visto lo peor y lo mejor del ser humano. Solidaridad y mezquindad. Justicias e injusticias. Hemos visto cómo en tiempos de crisis se multiplica la desinformación, no solo en cantidad producida sino en viralización: bulos y más bulos que se reenvían sin pensar, a diestro y siniestro. Y, entre memes divertidos, también espacio para un racismo blanqueado que se comparte sin crítica.

Sobran oportunistas sedientos de aprovecharse de la vulnerabilidad humana. Lo hacen desde lo público y desde lo privado, en el plano individual y colectivo. Unos aprovechan la coyuntura para doblegar voluntades, controlar, vigilar más allá de los límites de la privacidad y justificar violaciones de intimidad; para anular el sentido de agencia: para cubrir las grietas del sistema con el sudor de héroes involuntarios. Otros practican el lucro extractivo, a las claras o disfrazado de buenismo. Otros siembran el campo de pseudociencia negacionista y naíf para justificar la desobediencia. Otros les creen y actúan de forma ignorantemente irresponsable.

Entre cuarentenas sembradas de alarma, miedo y estrés, emerge también lo mejor del ser humano. Generosidad y altruismo a todos niveles y a todas las edades que devuelven la esperanza en las personas. Que el hombre no siempre es el lobo del hombre. Que el apaleado papá Estado al que ahora se pide sacarnos las castañas del fuego sigue ahí para nosotros, aunque debilitado y con serias deficiencias.

Entre el ying y el yang de la crisis la gran pregunta no va del ahora, sino del después, de cómo será el mundo cuando hayamos salido de ella (aunque, más allá de la emergencia, tengamos COVID-19 para rato). La célebre economista Carlota Pérez, conocida por su teoría de los ciclos de las revoluciones tecnológicas, asegura que nos acercamos al final del punto de inflexión de la quinta revolución, la revolución de la Información, que se producirá después del colapso social, climático, económico, ético y de valores que vivimos.

Era dorada

Pérez dice que estamos a las puertas de una nueva era dorada. Cada era dorada en cada revolución se produce, según su teoría, tras un periodo de recesión. El periodo actual de la revolución de la Información -propiciada por los avances en Tecnologías de la Información y las Comunicaciones- comenzó en los años 70, con el nacimiento de internet, el abaratamiento de la microelectrónica, el desarrollo de los ordenadores personales y la bioinformática, y de una infraestructura de telecomunicaciones mundial. Tuvo su burbuja (la de las .com) en los años 2000 y su consecuente recesión con la crisis mundial de 2008.

Sin embargo, esta revolución es diferente. No es una sino dos. No lo es solo de las TIC y de la información sino de los datos masivos y la inteligencia artificial (IA). La eclosión de esta segunda se ha dado paralelamente a la recesión y no ha dejado paso al desarrollo de la fase posterior, siguiendo la teoría de Pérez: la era dorada. Su consecución se ha visto interrumpida por una tecnología con potencial tanto de multiplicar su efecto como de neutralizarlo.

Pérez asegura que la era dorada por llegar solo sucederá si hay una ganancia segura para empresas y personas: si se direccionan los avances para el beneficio y la paz social. Como ejemplo de buen síntoma pone “el regreso con fuerza de la idea de capitalismo stakeholder”, orientado a servir los intereses de todos -clientes, proveedores, empleados, comunidades locales, etc.- y no solo de los accionistas. Se habla de impacto social, de innovación ética y de tecnología para el bien. Y, de nuevo, como en cada revolución, llegan las promesas incumplidas: que la disrupción tendrá un efecto positivo para la sociedad, que los avances beneficiarán a todos, que aumentarán la calidad de vida y el bienestar social.

Bajo ese pretexto se siguen engrosando las fortunas de los más ricos y el poder -cada vez más concentrado- de las grandes empresas. Prometían mejorar el mundo y lo han hecho más para unos que para otros. Si bien hemos avanzado socialmente y conquistado derechos desde la Revolución Industrial (también de forma tremendamente desigual) la utopía del mundo perfecto sigue sin llegar, pero sigue justificando el sistema que la hace imposible.

Sus impulsores conforman el ‘patriciado tecnológico’ al que se refiere José María Lassalle en su Ciberleviatán (Arpa, 2019). Son los adalides de un “capitalismo cognitivo que lidera sin críticas la transformación digital”, de un poder “desnudo de narrativas y sin necesidad de legitimarse”. Su poder no se lo han dado las urnas: se lo hemos dado los consumidores y usuarios. “Sucumbimos ante un poder sobrenatural, inevitable, que nos ciega bajo la embriaguez digital”, dice Lassalle.

Habla el profesor y exsecretario de Estado de Agenda Digital de una experiencia del mundo administrada por la tecnología. “La dependencia del entramado algorítmico es tan intensa que si desapareciera repentinamente de nuestras vidas estaríamos desamparados y nos sentiríamos perdidos sin remisión”, afirma. En consecuencia, dice, ha habido una “alteración de la psicología individual y colectiva, que se acostumbra y tolera el monitoreo de nuestra vida individual y colectiva”. Una estructura algorítmica de la sociedad que influye en la conducta humana sin debate público y que aprovecha la debilidad estructural de los gobiernos democráticos.

Se ha producido también -dice Lassalle- una “despolitización cívica” y un intento de neutralización de voces críticas mediante propuestas como la Renta Básica Universal (RBU), que implica “renunciar a la política a cambio de una renta que desactive la democracia” y nos convierta en meros sujetos de obligaciones digitales, cada vez más dependientes de lo virtual. Así compra –dice- el patriciado tecnológico la paz social para “lograr que la transformación digital no se interrumpa ni reduzca el ritmo de crecimiento exponencial”, a costa de las libertades individuales. Y también para “impedir que el legislador introduzca objeciones éticas o laborales a la IA y la robótica”, argumenta Lassalle.

Lejos de ludismos, distopías o tecnopesimismos, lo que está en duda no es el avance de la revolución digital, sino el cómo debe producirse. “Lo cuestionable es que se aborde sin sopesar democráticamente sus consecuencias y sin que el Estado trate de paliar los costes de la desigualdad que provoca su estructura monopolística”, señala también el profesor. Cree que Europa tiene la oportunidad de liderar esta revolución digital desde la perspectiva humanista y ética; ser un alternativa de resistencia y cambio frente a la distopía tecnológica que EEUU y China proyectan; un espacio de libertad, abierto a los derechos, que ofrezca un diseño humanístico de la transformación digital.

Final abierto

Si Lassalle está en lo cierto y se da ese escenario, podrá materializarse la era dorada que predice Pérez. De lo contrario, nos convertiremos, como auguran otros, en el parque temático del mundo, a merced del patriciado tecnológico. Ambos escenarios se superponen en la caja de futuro, como los dos estados (vivo y muerto) en los que se encuentra el gato de Schrödinger. Que, cuando abramos la caja, veamos uno u otro, dependerá de cómo actuemos hoy.

La crisis del coronavirus nos lo ha puesto en bandeja. Asistimos a una desglobalización por cuarentena forzada que es crónica de una recesión anunciada. Que nos hace más dependientes si cabe de la tecnología y la conectividad, y más vulnerables. Pero que es también una oportunidad no solo para impulsar una verdadera transformación digital del país sino para dirigirlo al beneficio común; una oportunidad para cambiar el curso de los acontecimientos pre-COVID-19 y dirigirlo a ese futuro que queremos; para reinventarnos, para salir de la burbuja individualista y liberarnos del yugo del patriarcado tecnológico para tomar ventaja consciente y adulta de la tecnología.

Es una opción posible: evitar que la resolución de la crisis desencadene el progreso hacia un futuro distópico. La sociedad civil está dando pruebas estos días de su capacidad para organizarse y ponerse al servicio del bien común. Canalizar todo ese esfuerzo para cambiar las tornas de la transformación digital es sin duda posible. Hace falta voluntad para alcanzar la ‘sociedad mundial del conocimiento sostenible’ que augura Pérez. Antes de abrir la caja de Schrödinger hay que posicionarse. Black mirror o era dorada: ¿qué eliges?

DDHH, en riesgo 

Violar el derecho a la intimidad, generar desconfianza y perpetuar malas prácticas en privacidad de datos son algunas de las preocupaciones de organizaciones pro derechos humanos, expertos en privacidad y académicos. A raíz del lanzamiento polémico de aplicaciones con test de coronavirus en diversas autonomías, más de 60 han dirigido una carta al gobierno de España donde piden una gestión legal, ética y transparente de los datos personales y seguir cumpliendo las normas en garantía de los derechos de los ciudadanos, en específico sobre el uso de datos personales. En Europa, la asociación Derechos Digitales Europeos (EDRi) pide respuestas al COVID-19 basadas en –y que respeten- los derechos fundamentales. Denuncian “reacciones desproporcionadas” de los gobiernos en el la gestión de la pandemia, como el “abuso de datos personales confidenciales”.

Falta ‘tele’ 

Lo que hasta ahora muchas empresas no contemplaban, ha resultado ser la única opción: trabajar desde casa. La obligación ha puesto de relieve el atraso digital y trae retos de liderazgo, gestión remota y seguridad. Algo parecido ha sucedido con la asistencia médica. Lo que falta en ambos casos no es tecnología, ya disponible, sino voluntad. Hay menos de un 7% de teletrabajadores en España y solo un 13% de los empresarios ofrece esa posibilidad, según Eurofound.