En el contexto actual escuchamos hablar con frecuencia de la incertidumbre y los retos que conlleva. Me da la impresión de que en general se pone mucho énfasis en combatir la incertidumbre creando planes detallados y hojas de ruta con aspecto de búnker inquebrantable, y creo que hay que hacer justo lo contrario.

Los seres humanos estamos construidos de forma que reaccionamos con miedo y estrés frente a lo desconocido. Cuando las probabilidades percibidas de un fenómeno son del 50% (máxima incertidumbre) nos ponemos alerta, más que si tenemos una buena idea de cómo de probable es un suceso. Es interesante ver cómo esto afecta a gran parte de nuestra actividad.

Al enfrentarnos a la tarea de reconstruir lo hacemos típicamente desde una perspectiva de, precisamente, volver a construir. Recuperar lo que había, lo que se ha perdido. Quizá porque nos lleva a una certeza conocida, frente al panorama de no saber lo que realmente puede venir. Y al acercarnos a esta recreación de lo anterior nos ponemos unos objetivos: marcamos las certezas previas como lo que debemos lograr, y nos proponemos hacerlo de la manera más eficiente posible.

Sin embargo, estamos cediendo a la poca preparación que tenemos frente a la incertidumbre. Si algo debemos aprender de una situación imprevista que nos ha costado afrontar es que el modelo organizativo que teníamos probablemente volvería a presentar los mismos problemas si lo rehacemos igual. Igualmente, parece razonable llegar a entender que hay que invertir más en estar preparados para nuevos cambios, tomando nota de qué elementos han sido los más rígidos en la crisis que aún nos acompaña.

Es decir, compensa reflexionar sobre cómo incorporar el contexto a la toma de decisiones organizativas. Un contexto variable. En lugar de ligar nuestro progreso a objetivos muy específicos y optimizar todos los procesos para lograrlos, conviene aceptar un cierto grado de ineficiencia que nos permita cambiar más rápido frente a lo imprevisto, frente a esa incertidumbre que es, en esencia, la única certidumbre (presente desde Heráclito y su filosofía del cambio; ya paro de introducir obviedades pero mi impresión es que lo tenemos poco en cuenta cuando nos organizamos).

Una posibilidad para hacer esto consiste en introducir más diversidad entre las personas que tienen que hacer frente a la gestión de esta tarea de reconstrucción. Las grandes empresas de consultoría elaboran estudios muy interesantes sobre diversidad e inclusión. Por ejemplo, en 2015 se publicaba que las empresas que se encuentran en el 25% que más esfuerzos hacen por lograr diversidad étnica y de género tenían una probabilidad entre un 15% y un 38% superior a las que no lo hacían de conseguir mejores resultados financieros.

En un informe más reciente sobre este tema, en el que abordan la cuestión desde la óptica de cómo la pandemia puede afectar a este panorama, resaltan estudios en los que se observa cómo empresas cuya composición es más diversa (género, etnia) responden más ágilmente a cambios en el mercado y lanzan más productos innovadores.

Otra forma de abordar esta cuestión está también relacionada con la diversidad, pero aplicada al modelo organizativo. A lo largo de mi carrera profesional he sido testigo de diversos cambios organizativos en empresas de todos los tamaños, desde multinacionales hasta pequeñas empresas nacientes. Las grandes empresas tienden a buscar una optimización de costes que les lleva a centralizar funciones en departamentos que eliminen redundancias.

Puede tener sentido, pero suele crear cuellos de botella que frenan en multitud de ocasiones a la empresa. Y peor aún: esas funciones reflejan un proceso que está definido según lo que la empresa necesita hacer en respuesta a un contexto que se suele entender bastante estable. Pero cuando el contexto cambia (y lo hace cada vez más rápido), ¿cómo puede la organización cambiar con agilidad su modelo operativo para responder? Típicamente tarda demasiado en hacerlo, generando costes de oportunidad tremendos por no poder cambiar el paso o tener que estar atados a inversiones que dieran base a aquel modelo tan óptimo pero poco flexible.

Siempre me ha interesado un modelo más descentralizado, que conlleva cierta redundancia de funciones pero logra una adecuación mayor entre lo que se hace dentro de la empresa o institución y lo que sucede a su alrededor. Un breve apunte: un modelo descentralizado que no repita los problemas del centralismo. Cuando la descentralización lleva a repetir íntegramente toda la estructura de cadena de mando y departamentalización en aras de una supuesta eficiencia, a menor escala esta vez, sólo multiplica el problema. Se trata de entender que se puede delegar y otorgar autonomía a equipos de trabajo que no necesiten una aprobación constante por parte de elementos centrales para todo lo que hacen.

De esto último, dos ejemplos: por un lado, el caso del conglomerado chino de electrodomésticos Haier. En 2004 comenzaron la puesta en marcha de un conjunto de prácticas de gestión conducentes a lograr una mayor autonomía de los equipos. En 2014 culminaron este proceso repartiendo a los 80.000 empleados del grupo en múltiples microempresas de 40 personas, donde cada una era plenamente responsable de sí misma: dados unos objetivos globales marcados por la central corporativa, cada una decidía a qué se dedicaba, se encargaba de sus procesos de aprovisionamiento, su desarrollo, comercialización, estrategia, etc. Algunas se posicionaron en crear productos de cara al cliente final.

Otras se dedicaron a crear servicios para las otras empresas del grupo que estaban de cara al cliente. Al hacer esto se introdujo redundancia a gran escala, otorgando autonomía y responsabilidad sobre su propia actividad (cosa que, además, está comprobado que mejora la motivación de quienes la reciben, aunque no es el tema que estamos tratando aquí ahora).

Lo que a ojos de algunos paradigmas de organización es una debacle de eficiencia, a Haier le supuso convertirse en el fabricante de electrodomésticos de mayor crecimiento del mundo. Liberar a las microempresas del control rígido de un modelo de cadena de mando posibilitó incorporar a las decisiones estratégicas la opinión de grupos diversos de personas, personas que además estaban más cerca de las necesidades reales del mercado puesto que operaban en organizaciones pequeñas que no se colocan entre el empleado y el cliente.

Hubo otros elementos que facilitaron el cambio, por supuesto, tales como una decisión estratégica de acercarse al cliente y poner el producto en segundo término, la construcción de una plataforma tecnológica que favoreciese ese modelo, etc. Y desde entonces no siempre han logrado exportar con el mismo éxito ese modelo a las diversas filiales del grupo en otras geografías. Pero me parece interesante tratar de entender los elementos que supusieron el éxito y pensar si hay cosas que podríamos trasladar cada uno a su ámbito.

El segundo ejemplo está relacionado con el movimiento de Haier. Corría el año 2002 cuando Jeff Bezos envió una circular a todos los empleados de Amazon en la que les instó a diseñar toda la tecnología teniendo en cuenta una serie de principios que, en esencia, convertían a cada componente de la compañía en una pieza reutilizable por todas las demás y también por agentes externos. Promovía la separación de cada parte de forma que no hubiera piezas que tuvieran algún tipo de unión íntima entre ellas o algún tipo de privilegio a la hora de interactuar frente a otras. La única forma de interactuar entre ellas debía ser estándar para todas, y la misma para terceras partes ajenas a Amazon.

De nuevo, este movimiento distribuye la responsabilidad a las personas, libera los procesos de decisión y probablemente no sea la solución más óptima para un único problema completo, pero dio pie a una compañía que sí era óptima para los tiempos que venían. Porque optimizaron la capacidad de adaptación. Es conocido por todos el crecimiento de Amazon desde entonces, tanto en el sector del comercio como en el de la provisión de infraestructura y servicios de computación a terceros. Ambos posibilitados por un cambio de modelo de organización que, a priori, podía suponer redundancias y suponer un aumento de costes en el momento de plantear dicho cambio.

Me parece que tenemos una gran oportunidad de pararnos a reflexionar, como decía, sobre la conveniencia de equilibrar el peso entre optimizar y generar capacidad de adaptación. Expresado de otro modo, hay que pensar qué queremos optimizar. Es lógico que una empresa, una institución, un país necesite reducir costes y mejorar la eficiencia en el corto plazo.

Sin embargo, mucho peso en optimizar en el corto plazo es generar un problema en el medio y largo plazo según cambie el contexto y las variables de optimización ya no sean relevantes. Por ejemplo, la dedicación presupuestaria a las diversas actividades que contribuyen a I+D son una inversión en generar capacidad de adaptación. Quizá no suponen un retorno muy rápido, pero facilitan nuevos caminos para cuando sean necesarios. Y lo serán. La reconstrucción de la economía debe pasar por un replanteo de la misma, no por una repetición.

Y según escribo me doy cuenta de que todo esto es algo que ya me decía mi padre: lo mejor es enemigo de lo bueno. Nos pasamos demasiado tiempo optimizando (buscando lo mejor), y cuando creemos que lo tenemos no sirve para nada porque el contexto ha cambiado. Ahora lo entiendo, papá.

Marcelo Soria es cofundador de Oraf, databeers y artista multidisciplinar

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