El infame juez Roland Freisler se sentó en el estrado de una de las salas del Palacio de Justicia de Múnich a las 10 de la mañana del 22 de febrero de 1943. A su espalda, un retrato de Hitler se sumaba a la parafernalia de esvásticas y banderas desplegadas en la asfixiante habitación. El histriónico magistrado apenas dejó hablar a los tres miembros de la Rosa Blanca, un modesto grupo clandestino que se atrevía a pensar por sí mismo, denunciaba el Holocausto y llamaba a la insubordinación contra el führer. Antes de celebrarse el juicio farsa, la encausada Sophie Scholl había escrito la palabra "libertad" en el reverso del recibo de la acusación.

Después de apenas tres horas de teatro, insultos y alusiones sardónicas, los magistrados, convertidos en cazadores de cabezas, fingieron deliberar. El mismo día se leyó la condena que, para sorpresa de nadie, incluía tres sentencias a muerte. El Tribunal del Pueblo que les había juzgado acumuló 5.243 de estas sentencias al terminar la II Guerra Mundial. Hans, hermano de Sophie y otro de los acusados, se levantó al escuchar el veredicto y le espetó a Freilser: "Muy pronto tú estarás donde nosotros estamos ahora".

"La sentencia de muerte, además, iba a ejecutarse sin demora, como había ordenado el propio Himmler, el líder de las SS. Había porfiado que se eliminara a los molestos enemigos del pueblo de una manera rápida y discreta, sin demasiada publicidad", explica Guillermo García Domingo, profesor de Filosofía y autor de Enemigos de Hitler. Juventud y resistencia en la Alemania nazi (Punto de Vista), ensayo que desgrana con detalle la historia de unos jóvenes que no pudieron mantenerse en silencio ante la tiranía. 

Roland Freisler (centro) haciendo el saludo nazi en una de sus sesiones en el Tribunal del Pueblo Wikimedia Commons

El temor de Goebbels

En febrero de 1943, el Sexto Ejército de la Wehrmacht fue aniquilado en el infierno helado de Stalingrado. Más de 90.000 supervivientes, hambrientos y destrozados, se rindieron en masa en lo que constituyó un último acto de insubordinación. Berlín les había ordenado luchar hasta el último aliento. En África, el Ejército británico hacía retroceder a unos panzer que cada día tenían menos repuestos y combustible mientras al oeste de Europa se esperaba una inminente invasión de los Aliados. 

El pueblo alemán comenzaba a dudar de la victoria. Para desesperación de Himmler y Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Tercer Reich, miles de octavillas no dejaban de aparecer en varias ciudades de Alemania y Austria clamando contra la camarilla de Hitler y sus crímenes contra la libertad. Los mensajes llamaban al sabotaje y a la resistencia pacífica. También habían aparecido algunas pintadas que rezaban "Libertad" y "Abajo Hitler".

Un soldado soviético en Stalingrado junto a un prisionero alemán Wikimedia Commons

"No creáis que la salvación de Alemania está unida para bien o para mal con la victoria del nacionalsocialismo. Unos criminales no pueden conseguir la victoria alemana", decía una de las notas firmadas por la Rosa Blanca. Mientras la Gestapo trataba de localizar a sus autores, el régimen nazi tramaba un golpe de mano propagandístico en el Palacio de los Deportes de Berlín. Uno de sus últimos mensajes antes de ser detenidos recriminaba en tono irónico a Hitler el desastre de Stalingrado: "Trescientos treinta mil hombres alemanes han sido abocados a la muerte, sin sentido e irresponsablemente (...). Führer, ¡muchas gracias!".

El discurso de Goebbels pronunciado el 18 de febrero ante un auditorio fanatizado pretendía empujar a su nación hacia la guerra total. Se compuso de una serie de preguntas retóricas que pretendían responder a la Rosa Blanca y, ante las llamadas de las octavillas al sabotaje general, Goebbels preguntó si el pueblo estaba dispuesto a trabajar diez, doce e incluso catorce horas para alcanzar la victoria. "En una fabulosa competición de oratoria, el ministro de Propaganda y los redactores de las hojas disputaban por persuadir al pueblo alemán", explica García Domingo. 

Mitín de Goebbels del 18 de febrero de 1943 en el Palacio de los Deportes de Berlín Wikimedia Commons

El mismo día que el auditorio jaleaba al ministro, los tétricos uniformes de la Gestapo detuvieron a Hans y Sophie Scholl. Un conserje les había visto arrojar cientos de panfletos en el vestíbulo de la Universidad de Múnich a plena luz del día. El propio agente Robert Mohr, encargado de los interrogatorios, apenas consiguió información en sus sesiones e incluso dudó de la participación de Sophie.

El registro de sus hogares arrojó una montaña de pruebas que logró implicarles, además de apuntar también a Christopher Probst, que fue detenido al día siguiente. Comenzaba el martirio de aquel grupo que solo contaba con sus palabras y una máquina de escribir como arma contra todo un estado totalitario. 

Ficha de la Gestapo de Hans Scholl Wikimedia Commons

Estudiantes 

Poco antes de la guerra, Hans, que estudiaba Medicina en la Universidad de Múnich, trabó amistad con Alexander Schmorell. A los dos amigos que se consideraban patriotas y habían pasado por las Juventudes Hitlerianas (como todos los jóvenes alemanes) les encantaba hablar de filosofía y literatura. En sus conversaciones a las que sumaron más compañeros, amigos íntimos y su profesor de filosofía Kurt Huber, llegaron a la conclusión de que Alemania no marchaba hacia el progreso y la gloria, sino al matadero.

En el verano de 1942, después de una temporada en las compañías sanitarias del frente, Hans y Alexander decidieron a actuar y crearon grupúsculos por todo el país para repartir los panfletos que le quitaban el sueño a Himmler. Al principio eran apenas unos centenares, pero para inicios de 1943 la Gestapo había conseguido 1.600 copias de la última tirada que se estimaba en más de 6.000 ejemplares.

"Enemigos de Hitler. Juventud y resistencia en la Alemania nazi" Guillermo García Domingo Punto de Vista Editores

Cuatro días después de su detención Hans, Sophie y Christopher fueron juzgados en un juicio farsa. El primero, de 25 años, antes de presentarse en la sala grabó en una de las paredes de su celda una cita de Goethe que había convertido en su lema de vida: "A pesar de que todas las fuerzas se te opongan, mantente fiel a ti mismo".

Entre los chillidos del juez, Sophie aún tuvo el valor de replicar a los magistrados que la guerra estaba perdida. Antes de terminar el día, los tres acusados habían sido decapitados en la guillotina. A las puertas de la muerte, Christopher Probst decidió bautizarse. "Que viva siempre la libertad", declaró Hans a sus verdugos al subir al cadalso.

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La guerra siguió su curso y, mientras el Tercer Reich agonizaba, cayeron más células con idéntico destino con el telón de fondo de ciudades arrasadas desde el aire por pesados bombarderos. Para el horror de Himmler, sobre la ciudad de Kassel no llovieron toneladas de explosivos en noviembre de 1943, sino millones de incendiarias octavillas de la Rosa Blanca arrojadas por los aviones de la Real Fuerza Aérea británica. Una de sus notas logró cruzar el canal de la Mancha hasta el despacho de sir Arthur Harris, jefe del Comando de Bombarderos.